Por Ana Benda, Dra. en Letras
Se dice que
la poesía desata una triple revelación: la del yo del poeta, la del yo lector y
la del mundo. Creemos que todo gran libro lo hace. Hay un “saberse” y un
simultáneo “decirse” en y por la voz de otro que se produce en la experiencia
de la lectura profunda. Ella ata, como un cordón umbilical, a la propia raíz
entrevista, a la esencia más remota de uno mismo, al hontanar más medular de la
propia personalidad (“... un libro no debe revelar las cosas, un libro debe,
simplemente, ayudarnos a descubrirlas”, dice Borges).
Quizá por
esto algunos libros atrapan, fascinan, se leen y releen a todo lo largo de la
vida y la lectura nunca es repetición sino siempre búsqueda y descubrimiento.
El libro
ejerce en el espíritu humano una mayeútica que nos lleva a dar a luz lo más
propio que somos y traemos. Ejerce sobre lo genético un trabajo de parto que
arranca del útero de nuestro ser aquello valioso y escondido, desconocido a
veces para nosotros mismos, indescifrable sin una voz ajena.
Es como
decir: necesito leer para saber quién soy. Y para ser el que quiero ser,
necesito seguir leyendo.
En el libro
se aglutina y sintetiza la memoria de toda la cultura humana. De ahí la
elección del epígrafe de Borges. La palabra es el don de la criatura más idóneo
para la transmisión de su realidad cultural, porque es la más acabada
simbolización del yo individual y comunitario de cada tiempo. Y la palabra
logra en el libro su sintaxis completa. No es un fragmento de realidad sino la
realidad misma, abstracta y palpable en simultaneidad, metáfora y vida,
organizada en un mundo ficcional que no sólo copia sino que también explica el
mundo.
Un libro
siempre es una hermenéutica del cosmos, tallada en un punto preciso del espacio
y del tiempo por alguien que pudo ver más allá de su tiempo y su espacio y supo
decir lo visto. Y si esto vale para el autor, no menos cierto es que la primera
hermenéutica, de parte del lector, es la lectura.
Dice Milosz:
“La única patria es el lenguaje”. Y ésta se hace mundo en el libro.
Sin duda,
educar es crear vínculo con el libro. Es fomentar una relación de hechizo, es
inculcar la certeza de que el gran maestro es el gran libro. Es enseñar,
paulatinamente, que sin buena lectura la vida no tiene horizonte, la
imaginación languidece en una jaula, los problemas no aciertan con sus
soluciones y los hombres dejamos de ser tales, porque ya no tenemos quién nos
diga quiénes somos, a qué destino estamos llamados, de dónde venimos y a dónde
vamos, qué mundo haremos para nuestros hijos.
Enseñar a
leer es propiciar un segundo nacimiento: el de la propia identidad.
Quizá
alguien pueda sostener que la experiencia es madre de la sabiduría, y que el
conocimiento que aportan los libros sólo nutre a la inteligencia, y a veces,
estérilmente.
Pero no hay posibilidad de
reflexión y análisis de la propia conducta y los hechos, ni introspección
posible en la propia experiencia que no culmine asentándose en la lectura.
Porque, en definitiva, no hay objetivación de la conducta personal sin visión
de la conducta ajena. Y para esto no alcanza la imagen real o la de los
“mass-media”, es necesaria la palabra. Sólo se hace catarsis en el sentido
aristotélico del término, como “purificación de las pasiones por la compasión y
el temor” ante otro ser que muestra y
dice su drama, y lo hace desde la altura y dignidad de quien representa en sí
mismo a toda criatura humana.
No hay
cultura sin libros, no hay transmisión de “cultos”, ritos, costumbres,
descubrimientos... no hay permanencia de identidades que propicien el
surgimiento de la propia. Leer es un proceso altamente “metafísico” que nos
involucra comunitariamente con toda la humanidad sincrónica y diacrónicamente y
con nuestra propia entraña, frecuentemente dolida de su finitud, de su
caducidad, de su desolación de ser, tan sólo, humana. Y simultáneamente,
asombrada y gozosa del don de la vida, de la gratuidad del amor, de la belleza
del mundo.
Vivir
sin libros es vivir poco, escasamente, es ser, apenas, éste que somos,
renunciando a la posibilidad, abierta en el libro, de ser todos. Somos tan
responsables de que a algunos les falten los libros como de que les falte el pan.
Condenar a la ausencia de libros es menoscabar la dignidad de la existencia
humana, es un modo perverso de la orfandad y el abandono cultural, del
sometimiento y la injusticia.
Si, como
afirman la teología, la filosofía y la literatura desde los tiempos más
remotos, la gran pregunta humana es ¿quién soy yo?, el libro viene, desde la
memoria más remota de la cultura oral a responder por escrito con la voz del
oráculo: “conócete a ti mismo”.
Fuente:
Benda, Ana, Hernández de Lamas, Graciela, Ianantuoni, Elena (2000) La importancia del uso del libro en la
educación. Buenos Aires: Santillana. pp. 16-19