sábado, 7 de enero de 2017

FORTALEZA (2 de 4)

2. Resistir y no atacar: el acto propio de la fortaleza


Sólo el que realiza el bien, haciendo frente al daño y a lo espantoso, es verdaderamente valiente.
Pero este «hacer frente» a lo espantoso presenta dos modalidades que sirven, por su parte, de base a los dos actos capitales de la fortaleza: la resistencia y el ataque.
El acto más propio de la fortaleza, su actus principalior, no es el atacar, sino el resistir.
Esta afirmación de Santo Tomás se nos antoja extraña, y a buen seguro que más de un contemporáneo la explicará sin vacilar como expresión de una concepción y una doctrina de la vida «pasivista» y «típicamente medieval».
Semejante interpretación, empero, dejaría intacto el corazón del problema.
Santo Tomás no piensa en modo alguno que el acto de la resistencia posea en su entera generalidad un valor más alto que el del ataque, ni afirma tampoco que el resistir sea en cualquier caso más valiente que el atacar.
¿Qué puede significar entonces con esa afirmación? No otra cosa sino lo siguiente: que el «lugar» propio de la fortaleza es ese caso ya descrito de extrema gravedad en el que la resistencia es, objetivamente, la única posibilidad que resta de oponerse; y que sólo y definitivamente en una tal situación es donde muestra la fortaleza su verdadera esencia.
La posibilidad de que el hombre pase por el trance de ser herido o de sucumbir incluso en la realización del bien, mientras la iniquidad, mundanamente hablando, emerge prepotente, forma parte de la imagen del mundo de Santo Tomás y del cristianismo en general, posibilidad que se ha esfumado en cambio, según sabemos todos, de la imagen del mundo del liberalismo ilustrado.
Por lo demás, el acto de resistencia sólo en un sentido extremo es algo pasivo.
De ello se hace cargo Santo Tomás al plantearse esta objeción: si la fortaleza es una perfección, no puede ser su acto propio el resistir, ya que la resistencia es pasividad pura y siempre lo activo del obrar sobrepasa en perfección a lo pasivo del sufrir.
En su respuesta advierte el Santo que el momento de la resistencia implica una enérgica actividad del alma, un fortissime inhaerere bono o valerosísimo acto de perseverancia en la adhesión al bien; y sólo de esta actividad de valiente corazón se nutre la energía que da arrestos al cuerpo y al alma para sufrir el ultraje de ser herido o muerto.
San Serapio- Zurbarán

Preciso es confesar que el cristianismo del pequeño burgués, forzado e intimidado por el canon no cristiano de un ideal activista y heroico de la fortaleza, ha enterrado en la conciencia común estos contenidos al interpretarlos torcidamente en el sentido de un oscuro pasivismo preñado de resentimiento.

Fuente: Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.


jueves, 5 de enero de 2017

FORTALEZA (1 de 4)


  1. Fortaleza y carencia de miedo

Ser fuerte o valiente no es lo mismo que no tener miedo.
Por el contrario, la virtud de la fortaleza es cabalmente incompatible con un cierto género de ausencia de temor: la impavidez, que descansa en una estimación y valoración erróneas de lo real.
Pareja impavidez, o bien es ciega y sorda para la realidad del peligro, o bien es resultado de una perversión del amor.
Porque el temor y el amor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme; y si se trastorna el orden del amor, se pervierte asimismo el orden del temor.
Sin duda, el hombre que ha perdido la voluntad de vivir cesa de sentir miedo ante la muerte.
Pero la indiferencia que nace del hastío de la vida se encuentra a fabulosa distancia de la verdadera fortaleza, en la medida en que representa una inversión del orden natural.
La virtud de la fortaleza no ignora el orden natural de las cosas, al que reconoce y guarda.
El sujeto valeroso mantiene sus ojos bien abiertos y es consciente de que el daño a que se expone es un mal.
Sin falsear ni valorar con torcido criterio la realidad, deja que ésta le «sepa» tal como realmente es: por eso ni ama la muerte ni desprecia la vida.
En un cierto sentido, la fortaleza supone el miedo del hombre al mal; porque lo que mejor caracteriza a su esencia no es el no conocer el miedo, sino el no dejar que el miedo la fuerce al mal o le impida la realización del bien.
El que —aun haciéndolo por el bien— se arriesga a un peligro sin tener conciencia de su magnitud, o bien por dejarse llevar de un instintivo optimismo (con el consabido «no me pasará nada»), o bien porque se abandona a una confianza, no exenta de fundamento, en el vigor y la aptitud para el combate propios de su natural condición…, ese tal no posee todavía la virtud de la fortaleza.
La posibilidad de ser valiente, en el verdadero sentido de la palabra, no está dada más que cuando fallan todas esas certidumbres, reales o aparentes, es decir, cuando el hombre, abandonado a sus solas fuerzas naturales, siente miedo; y no, por cierto, cuando es trivial la ansiedad que se lo inspira, sino cuando el pavor que experimenta se funda en la inequívoca conciencia de que la efectiva disposición de las cosas no ofrece otra opción que la de sentir un razonable miedo.
El que en una situación de tan acondicionada gravedad, ante la que el miles gloriosus enmudece y el gesto heroico se torna paralítico, hace frente a lo espantoso sin consentir que se le impida la práctica del bien, y ello no por ambición ni por recelo de ser tachado de cobarde, sino, y sobre todo, por el amor del bien, o, lo que en última instancia viene a ser lo mismo, por el amor de Dios: ése y sólo ése es realmente valeroso.
Estas consideraciones no pretenden rebajar un punto el valor del optimismo natural o del vigor y la aptitud combativa igualmente naturales, como tampoco menoscabar la importancia vital de tales facultades ni el enorme interés que poseen para la ética.
Pero es importante que se tenga clara idea del lugar donde propiamente reside la esencia de la fortaleza como virtud; y este lugar se halla instalado allende las fronteras de lo vital.
Ante la perspectiva del martirio, el optimismo natural pierde todo sentido, y la natural facilidad para la pelea se encuentra literalmente atada de pies y manos; no obstante, el martirio es el acto propio y más alto de la fortaleza, y sólo en este caso de extrema gravedad accede la referida virtud a revelarnos su esencia, a la cual se adecúan por igual aquellos otros de sus actos cuya realización no requiere tan elevada dosis de heroísmo («ad rationem virtutis pertinet ut respiciat ultimum», tener fija la mirada en lo último es parte esencial de la virtud).
A este respecto conviene mencionar la relación existente entre la fortaleza como actitud ética y su calidad de virtud castrense.
Da que pensar una frase de Santo Tomás: «Quizá los menos valientes son los mejores soldados».
Por supuesto que hay que poner el acento en el «quizá».
De una parte, sin duda, parece que el luchador nato está hecho de audacia, arrojo y coraje.
De otra parte, sin embargo, la entrega de la propia vida en justa defensa de la comunidad es difícil que se dé allí donde no existe la virtud moral de la fortaleza.
La fortaleza no significa, por ende, la pura ausencia de temor.
Valiente es el que no deja que el miedo a los males perecederos y penúltimos le haga abandonar los bienes últimos y auténticos, inclinándose así ante lo que en definitiva e incondicionadamente hay que temer.
El temor de lo que en definitiva debe ser temido constituye, como «negativo» del amor de Dios, uno de los fundamentos sencillamente necesarios de la fortaleza (y de toda virtud en general): «el que teme a Dios de nada tiene miedo» (Eclesiástico, XXXIV, 16).



Fuente: Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.

domingo, 1 de enero de 2017

Carta del P. Harriague

¡Feliz Año Nuevo!

San Rafael, 31 de diciembre de 2016.-
 
QUERIDOS HERMANOS:
 
Al finalizar un año y en vísperas de comenzar otro, las cabezas de los hombres y mujeres, especialmente la de los más viejos, empiezan a recorrer los acontecimientos que sucedieron y a considerar las expectativas para lo que se avecina.
 
Todos los días de los hombres están marcados por cosas feas y cosas hermosas; por buenos actos y actos malos. Es la condición humana. El pecado de Adán nos ha marcado totalmente. El pecado de nuestro primer padre no deja de afectarnos. Es que existe una solidaridad tan profunda entre nosotros y él, que los bienes y los males que los hombres realizan siempre nos afectan y de algún modo nos condicionan.
 
Por otro lado tenemos que Dios, nuestro Padre, que creo a Adán, quiere que nosotros podamos gozar de lo que tenía pensado darnos cuando creó al hombre: que compartamos su vida divina. Dios no se ha dejado vencer por el pecado de Adán, ni por los pecados de todos los hombres. Se ha servido de la libertad mal usada de Adán para mostrar de modo claro su poder y su misericordia. Es que la Providencia divina es superior a cualquier pecado del hombre. La Misericordia de Dios es más grande que cualquier otra cosa.
 
Del mismo modo que el Señor se sirvió del pecado de Adán para obrar la redención de los hombres, que es lo más grande que Dios ha realizado respecto a nosotros; del mismo modo Dios se sirve de las miserias humanas para el bien de los hombres.
 
Los pecados de los hombres sirven, por el poder y la misericordia de Dios, al mismo hombre. Los males lo purifican, los bienes lo alientan para mantenerse en buen camino.
 
Este momento es propicio para agradecer a Dios por distintos motivos: por los bienes que nos ha dado y por los males que ha permitido que nos sucedieran. Con unos y otros Él nos va ayudando a purificarnos y a crecer. Si por el mal sufrido injustamente nos purifica, por el bien nos alienta, debemos agradecerle siempre a Dios. Esto es la Divina providencia.
 
Les deseo un próspero año. Próspero quiere decir también aprovechable, útil. A los cristianos todo nos viene bien: “Todo sucede para el bien de los que aman a Dios” (Romanos 8,28).
 
Que el Señor nos de la capacidad de ver su mano amorosa en los acontecimientos buenos y los no tanto y que nos de su gracia para sacar el provecho de unos y otros.

 

R.P. Raúl Harriague, IVE