viernes, 13 de enero de 2017

Para pensar...

Estamos en un tiempo y un país en el que, más que nunca, los hombres disponen de ciertas oportunidades para lo que se llama progresar en el mundo, ascender en la escala social, obtener riquezas; y claro, una vez en posesión de riquezas, todas las demás cosas que siguen: consideración, prestigio, influencia, placeres, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. Así es que desde que los hombres disponen de más oportunidades que en otros tiempos para obtener bienes mundanos, no es de extrañar que crezca la tentación de esforzarse por obtenerlos; ni tampoco nos extraña que efectivamente algunos incrementan su fortuna y así ponen su corazón en los tales bienes.

Y sucederá a menudo que, a partir de la codicia antes de obtenerlos, pasando a su celebración una vez obtenidos, los hombres se ven inducidos a recurrir a medios ilícitos, ora para incrementarlos, ora para no perderlos. […]

Y así como estos bienes inducen a amar al mundo, así también inducen a confiar en el mundo: no sólo nos volvemos mundanos, sino infieles también; se corrompe la voluntad, se oscurece la inteligencia, la verdad produce disgusto y gradualmente aprendemos a sostener y defender el error.



Newman. John Henry (2011) El mundo invisible. Buenos Aires: Vórtice. Pp. 117 y 121.

jueves, 12 de enero de 2017

FORTALEZA (4 de 4)

4. Fortaleza e ira


Caravaggio: Jesús expulsa a los mercaderes
La relación positiva, en cambio, que, según Santo Tomás, guarda la ira (cuando es justa) con la virtud de la fortaleza ha venido a resultar en amplia medida incomprensible para el cristianismo actual y sus censores no cristianos.
Esta falta de comprensión se debe en parte a la influencia de una suerte de estoicismo espiritualista que ha excluido prácticamente de la ética cristiana el momento de lo pasional (del cual es siempre el cuerpo condición concomitante), como si fuese algo extraño e inconciliable con ella; pero también se explica, en cierto modo, por la circunstancia de que la actividad explosiva que se manifiesta a través de la ira es la antítesis natural de una valentía sofrenada «a la burguesa».
Santo Tomás, por el contrario, encontrándose libre tanto del uno como del otro extremo, afirma que el valiente hace uso de la ira en el ejercicio de su propio acto, sobre todo al atacar; «porque el abalanzarse contra el mal es propio de la ira, y de ahí que pueda ésta entrar en inmediata cooperación con la fortaleza».
Podemos advertir, en consecuencia, cómo la doctrina clásica de la fortaleza rebasa el angosto círculo de las ideas convencionales hoy vigentes, no sólo por lo que respecta a la dirección de lo «pasivo», sino también en lo que se refiere al mencionado aspecto «agresivo» de la susodicha virtud.
Ello no obstante, debe quedar bien sentado que lo más propio de la fortaleza no es el ataque, ni la confianza en sí mismo, ni la ira, sino la resistencia y la paciencia. Mas no —y nunca se repetirá lo bastante— porque la paciencia y la resistencia sean en absoluto algo mejor y más perfecto que el ataque y la confianza en sí, sino porque el mundo real está constituido de tal forma que sólo en el caso ya descrito de más extrema gravedad, el cual no deja otro margen a la actitud de oposición que la resistencia, puede revelarse la última y más profunda fuerza anímica del hombre.
El sistema de poder de «este mundo» está de tal manera estructurado que no es en el encolerizado ataque, sino en la resistencia, donde se esconde la última y decisiva prueba de la verdadera fortaleza, cuya esencia puede encerrarse en esta fórmula: amar y realizar el bien, aun en el momento en que amenaza el riesgo de la herida o de la muerte, sin jamás doblegarse ante las conveniencias.
Uno de los datos o realidades fácticas fundamentales de este mundo, caído en el desorden por el pecado original, es que la más extrema fuerza del bien se revela en la impotencia.
Y la palabra del Señor: «Mirad, yo os envío como ovejas ante lobos», designa la situación del cristiano en este mundo, la cual todavía no ha cambiado.
El solo pensamiento de este orden de cosas podrá resultar punto menos que insoportable para las «jóvenes generaciones»; la repugnancia a admitirlo y el íntimo sentimiento de oposición contra la «resignación» de los que han «capitulado» puede valer justamente como la nota distintiva de la verdadera juventud.
En esa oposición alienta y vive siempre el sentido inmortal del hombre para el orden creacional, «propio» y primigenio del mundo, sentido que el verdadero cristiano no pierde nunca, ni siquiera cuando, enseñado por la experiencia, aprende a reconocer no sólo «conceptualmente», sino en lo que tiene de «real» la insoslayable realidad intramundana del desorden consecutivo al pecado original.
Con lo cual queda dicho, entre paréntesis, que hay también una manera no cristiana o «precristiana » de «capitular», cuya superación es tarea perpetua de la juventud, y muy principalmente de la juventud cristiana.
Por lo demás, conviene añadir que la frase simbólica de las «ovejas entre lobos» no cobra todo su sentido más que cuando se alude por ella al estrato profundo, velado por el secreto del ser en el mundo del cristiano.
Estrato que indudablemente yace como posibilidad real, codeterminándolos y coloreándolos de la manera más íntima, a la base de cuantos conflictos concretos plantea la vida, pero que sólo sale a la luz del día, sin embargo, como realidad desnuda y plena, en el caso extremo del martirio, que exige inequívocamente de todo cristiano la realización pura e impermixta del contenido de ese símbolo.
Del lado de acá, empero, y como en la superficie, por así decirlo, de tal profundidad, se tiende ante nosotros un campo dilatado donde encuentra libre juego toda modalidad de comportamiento que, encarándose activamente con el mundo, se aferra al bien y lo practica, librando batallas sin vacilaciones contra la oposición que puedan presentarle la estupidez, la pereza, la maldad o la ceguera.
El propio Jesucristo, de cuya mortal angustia se nutre, al decir de los Padres de la Iglesia, la fuerza que sostiene al mártir cuando le llega el momento de tener que verter su sangre por la fe; y cuya vida terrena estuvo hondamente informada por la disposición al holocausto de su persona, al que se dejó conducir «cual cordero al sacrificio»…, es el mismo que, blandiendo el látigo, arrojó a los mercaderes del templo; y cuando, en presencia del sumo sacerdote, el más paciente de los hombres se vio abofeteado por un siervo, no le tendió él «la otra mejilla», sino que contestó: «Si hablé mal, da testimonio de lo malo; mas si bien, ¿por qué me hieres?».
En su Comentario al Evangelio de San Juan, Santo Tomás de Aquino ha llamado la atención sobre la aparente contradicción que guarda esta escena (como también el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que a continuación se transcribe) con el precepto del Sermón de la Montaña: «Mas yo os digo que no os opongáis al malvado; antes bien, al que te golpee la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda».
Es manifiesto que una interpretación «pasivista » no sabría resolver esta contradicción.
Pero Santo Tomás, y no será ocioso añadir que de acuerdo con San Agustín, la explica diciendo: «para entender la Sagrada Escritura debemos tomar por criterio lo que Cristo y los santos hicieron en la práctica. Pero Cristo no tendió a aquel hombre la otra mejilla. Ni tampoco Pablo la tendió. Interpretar, por tanto, literalmente el precepto del Sermón de la Montaña es falsear su significado. Dicho precepto se refiere más bien a la disposición del alma a soportar, cuando sea preciso, sin dejarse vencer por la amargura, una segunda afrenta igual o todavía más grande del agresor. A ello responde la actitud del Señor al entregar su cuerpo al último suplicio. Aquellas palabras con que replicó han sido, por consiguiente, de utilidad para nuestra enseñanza».
Y lo mismo hizo el Apóstol San Pablo cuando, por causa de la libertad con que se expresó, el sumo sacerdote ordenó que se le «golpease en la boca».
Porque a pesar de que su vida toda estaba ordenada hacia el martirio, no se limitó a sufrir en silencio el ultraje, sino que respondió al pontífice: « ¡A ti te golpeará Dios, muro blanqueado! ¿Y tú, que estás sentado para juzgarme según la ley, me mandas golpear contra la ley?».
El estar dispuesto a morir en el supremo trance del martirio, resistiendo pacientemente en el empeño por la realización del bien, no excluye el riesgo de la acometida ni el belicoso ataque.
Por el contrario, esta disposición es la que presta a la actividad del cristiano en el mundo esa superioridad y esa libertad que tan definitivamente le están negadas a las convulsiones del activismo.

Fuente: Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.



martes, 10 de enero de 2017

FORTALEZA (3 de 4)

3. Paciencia fortaleza


Más oportuna, si cabe, resulta la anterior observación por lo que respecta a la imagen hoy vigente de la virtud de la paciencia.
La paciencia es para Santo Tomás un ingrediente necesario de la fortaleza.
La causa de que esta coordinación de paciencia y fortaleza nos parezca absurda no reside sólo en el hecho de que hoy tendamos a malentender en un sentido fácilmente activista la esencia de la fortaleza, sino sobre todo en la circunstancia de que, a los ojos de nuestra imaginación, la virtud de la paciencia ha venido a significar —como antítesis de lo que fue para la teología clásica— un padecer incapaz de llevar a cabo cualquier discriminación sensata, ávido de desempeñar su papel de «víctima», consumido por la aflicción, falto de alegría y de médula y abierto de brazos sin distinción a todo género de mal que le salga al paso, cuando no es que se lanza a buscarlo por propia iniciativa.
Pero la paciencia es algo radicalmente diverso de la irreflexiva aceptación de toda suerte de mal: «paciente es no el que no huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un desordenado estado de tristeza».
Ser paciente significa no dejarse arrebatar la serenidad ni la clarividencia del alma por las heridas que se reciben mientras se hace el bien.
La virtud de la paciencia no es incompatible con una actividad que en forma enérgica se mantiene adherida al bien, sino justa, expresa y únicamente con la tristeza y el desorden del corazón.
La paciencia preserva al hombre del peligro de que su espíritu sea quebrantado por la tristeza y pierda su grandeza: «ne frangatur animus per tristitiam et decidat a sua magnitudine».
De ahí que no sea la paciencia el espejo empañado de las lágrimas de una vida «rota» (como tal vez pudiera sugerir la inspección de lo que, bajo múltiples aspectos se muestra y ensalza con este nombre), sino el rutilante emblema de una invulnerabilidad última.
La paciencia es, como dice Hildegarda de Bingen, «la columna que ante nada se doblega».
Y Santo Tomás, basándose en la Sagrada Escritura, resume lo esencial con la infalibilidad de su extraordinaria puntería: «por la paciencia se mantiene el hombre en posesión de su alma».
El que es valeroso es también —y precisamente por ser valeroso— paciente.
Pero no a la inversa: la paciencia está lejos de implicar la virtud total de la fortaleza; tan lejos o más aún de lo que pueda estarlo, por su parte, el acto de resistencia, al que la paciencia se ordena.
Porque el valiente no sólo sabe soportar sin interior desorden el mal cuando es inevitable, sino que tampoco se recata de «abalanzarse» (insilire)acometedor sobre él y desviarlo cuando puede tener sentido hacerlo.
A esta segunda eventualidad se ordena, como actitud interna del valiente, la disposición para el ataque: la animosidad, la confianza en sí mismo y la esperanza en la victoria: «la confianza, que es parte de la fortaleza, lleva consigo la esperanza que pone el hombre en sí mismo y que naturalmente supone la ayuda de Dios».
Cosas son éstas tan evidentes que hacen superflua toda ulterior explicación.



Fuente: Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.