4. Fortaleza e ira
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Caravaggio: Jesús expulsa a los mercaderes |
La relación positiva, en cambio, que,
según Santo Tomás, guarda la ira (cuando es justa) con la virtud de la
fortaleza ha venido a resultar en amplia medida incomprensible para el
cristianismo actual y sus censores no cristianos.
Esta falta de comprensión se debe en
parte a la influencia de una suerte de estoicismo espiritualista que ha
excluido prácticamente de la ética cristiana el momento de lo pasional (del
cual es siempre el cuerpo condición concomitante), como si fuese algo extraño e
inconciliable con ella; pero también se explica, en cierto modo, por la
circunstancia de que la actividad explosiva que se manifiesta a través de la
ira es la antítesis natural de una valentía sofrenada «a la burguesa».
Santo Tomás, por el contrario,
encontrándose libre tanto del uno como del otro extremo, afirma que el valiente
hace uso de la ira en el ejercicio de su propio acto, sobre todo al atacar;
«porque el abalanzarse contra el mal es propio de la ira, y de ahí que pueda
ésta entrar en inmediata cooperación con la fortaleza».
Podemos advertir, en consecuencia, cómo
la doctrina clásica de la fortaleza rebasa el angosto círculo de las ideas
convencionales hoy vigentes, no sólo por lo que respecta a la dirección de lo
«pasivo», sino también en lo que se refiere al mencionado aspecto «agresivo» de
la susodicha virtud.
Ello no obstante, debe quedar bien
sentado que lo más propio de la fortaleza no es el ataque, ni la confianza en
sí mismo, ni la ira, sino la resistencia y la paciencia. Mas no —y nunca se
repetirá lo bastante— porque la paciencia y la resistencia sean en absoluto
algo mejor y más perfecto que el ataque y la confianza en sí, sino porque el
mundo real está constituido de tal forma que sólo en el caso ya descrito de más
extrema gravedad, el cual no deja otro margen a la actitud de oposición que la
resistencia, puede revelarse la última y más profunda fuerza anímica del
hombre.
El sistema de poder de «este mundo»
está de tal manera estructurado que no es en el encolerizado ataque, sino en la
resistencia, donde se esconde la última y decisiva prueba de la verdadera
fortaleza, cuya esencia puede encerrarse en esta fórmula: amar y realizar el
bien, aun en el momento en que amenaza el riesgo de la herida o de la muerte,
sin jamás doblegarse ante las conveniencias.
Uno de los datos o realidades fácticas
fundamentales de este mundo, caído en el desorden por el pecado original, es
que la más extrema fuerza del bien se revela en la impotencia.
Y la palabra del Señor: «Mirad, yo os
envío como ovejas ante lobos», designa la situación del cristiano en este
mundo, la cual todavía no ha cambiado.
El solo pensamiento de este orden de
cosas podrá resultar punto menos que insoportable para las «jóvenes
generaciones»; la repugnancia a admitirlo y el íntimo sentimiento de oposición
contra la «resignación» de los que han «capitulado» puede valer justamente como
la nota distintiva de la verdadera juventud.
En esa oposición alienta y vive siempre
el sentido inmortal del hombre para el orden creacional, «propio» y primigenio
del mundo, sentido que el verdadero cristiano no pierde nunca, ni siquiera
cuando, enseñado por la experiencia, aprende a reconocer no sólo
«conceptualmente», sino en lo que tiene de «real» la insoslayable realidad intramundana
del desorden consecutivo al pecado original.
Con lo cual queda dicho, entre
paréntesis, que hay también una manera no cristiana o «precristiana » de
«capitular», cuya superación es tarea perpetua de la juventud, y muy
principalmente de la juventud cristiana.
Por lo demás, conviene añadir que la
frase simbólica de las «ovejas entre lobos» no cobra todo su sentido más que
cuando se alude por ella al estrato profundo, velado por el secreto del ser en
el mundo del cristiano.
Estrato que indudablemente yace como
posibilidad real, codeterminándolos y coloreándolos de la manera más íntima, a
la base de cuantos conflictos concretos plantea la vida, pero que sólo sale a
la luz del día, sin embargo, como realidad desnuda y plena, en el caso extremo del
martirio, que exige inequívocamente de todo cristiano la realización pura e
impermixta del contenido de ese símbolo.
Del lado de acá, empero, y como en la
superficie, por así decirlo, de tal profundidad, se tiende ante nosotros un
campo dilatado donde encuentra libre juego toda modalidad de comportamiento
que, encarándose activamente con el mundo, se aferra al bien y lo practica,
librando batallas sin vacilaciones contra la oposición que puedan presentarle
la estupidez, la pereza, la maldad o la ceguera.
El propio Jesucristo, de cuya mortal
angustia se nutre, al decir de los Padres de la Iglesia, la fuerza que sostiene
al mártir cuando le llega el momento de tener que verter su sangre por la fe; y
cuya vida terrena estuvo hondamente informada por la disposición al holocausto
de su persona, al que se dejó conducir «cual cordero al sacrificio»…, es el
mismo que, blandiendo el látigo, arrojó a los mercaderes del templo; y cuando,
en presencia del sumo sacerdote, el más paciente de los hombres se vio abofeteado
por un siervo, no le tendió él «la otra mejilla», sino que contestó: «Si hablé
mal, da testimonio de lo malo; mas si bien, ¿por qué me hieres?».
En su Comentario al Evangelio
de San Juan, Santo Tomás de Aquino ha llamado la atención sobre la
aparente contradicción que guarda esta escena (como también el pasaje de los
Hechos de los Apóstoles que a continuación se transcribe) con el precepto del
Sermón de la Montaña: «Mas yo os digo que no os opongáis al malvado; antes
bien, al que te golpee la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda».
Es manifiesto que una interpretación
«pasivista » no sabría resolver esta contradicción.
Pero Santo Tomás, y no será ocioso
añadir que de acuerdo con San Agustín, la explica diciendo: «para entender la
Sagrada Escritura debemos tomar por criterio lo que Cristo y los santos
hicieron en la práctica. Pero Cristo no tendió a aquel hombre la otra mejilla.
Ni tampoco Pablo la tendió. Interpretar, por tanto, literalmente el precepto
del Sermón de la Montaña es falsear su significado. Dicho precepto se refiere
más bien a la disposición del alma a soportar, cuando sea
preciso, sin dejarse vencer por la amargura, una segunda afrenta igual
o todavía más grande del agresor. A ello responde la actitud del Señor al
entregar su cuerpo al último suplicio. Aquellas palabras con que replicó han
sido, por consiguiente, de utilidad para nuestra enseñanza».
Y lo mismo hizo el Apóstol San Pablo
cuando, por causa de la libertad con que se expresó, el sumo sacerdote ordenó
que se le «golpease en la boca».
Porque a pesar de que su vida toda
estaba ordenada hacia el martirio, no se limitó a sufrir en silencio el
ultraje, sino que respondió al pontífice: « ¡A ti te golpeará Dios, muro
blanqueado! ¿Y tú, que estás sentado para juzgarme según la ley, me mandas
golpear contra la ley?».
El estar dispuesto a morir en el
supremo trance del martirio, resistiendo pacientemente en el empeño por la
realización del bien, no excluye el riesgo de la acometida ni el belicoso
ataque.
Por el contrario, esta disposición es
la que presta a la actividad del cristiano en el mundo esa superioridad y esa
libertad que tan definitivamente le están negadas a las convulsiones del
activismo.
Fuente:
Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.