Por Eulogio
Mouchet
“¿Para qué?”, me pregunta de manera retórica. Él no busca
una justificación a la pregunta, sino excusarse en su acto de no hacerlo. Darío
- quien hace esta pregunta a mí, al cielo, a la existencia - tiene 16 años,
buena salud, y el plan de abandonar el colegio secundario para hacer unas
“changas”, ahorrar y poder comprarse la moto para finalmente ser “delivery” de
pizza. Y mi imaginación se remonta a ese momento en el que uno es pequeño pero
con una mente inmensa, ilimitada como la imaginación, y le preguntan: “¿qué
querés ser cuando seas grande?”
“Quiero ser delivery de pizza”. Esta última escena podría
pertenecer a una obra del grotesco o la tragicomedia. Para algunos teóricos
sociales este es un cuadro típico de la llamada “generación Z” o
“post-millennials”, los nacidos hacia finales de la década del 90 y comienzos
de siglo XXI hasta la actualidad.
Como Darío hay muchos casos. Iguales, similares o peores
todos comparten un factor común: la falta de perspectiva, de horizonte, de
ambición, de curiosidad, de búsqueda de desarrollo personal en sociedad. El por
qué de esto no se debe a una única razón, sino a una sumatoria de factores,
circunstancias, métodos, costumbres, etc. Sea como fuere la situación existe y
hay de parte nuestra, una imposibilidad de dar vuelta la cara, de mirar para
otro lado e ignorar esta circunstancia. Creemos que detrás de cada renuncia, de
cada alejamiento, de cada horizonte resquebrajado de estos jóvenes no hay una
decisión feliz sino un paso equivocado producto de la inexperiencia, de la
desesperanza y del sufrimiento.
Jean Paul Sartre hacia el final de “A puerta
cerrada” hace decir a uno de sus personajes la famosa frase: “el
infierno son los demás”. Dicho así no hay mucha esperanza en el prójimo, y
mucho menos en uno mismo, condenado a vivir en soledad, cosa que tampoco
promete grandes deleites. Hay perspectivas -lamentablemente muchas- que
comparten esta visión: en el otro está la miseria, el enemigo, lo ominoso, lo
extraño, la amenaza, el déficit, la incapacidad, el obstáculo. A lo largo de la
historia se ha utilizado bastante este recurso para generar enemigos,
representar males, ejecutar condenas, y hasta también para generar
artificialmente una extraña cohesión o un principio de identidad grupal.
Nuestra perspectiva es diferente. Nuestra Fundación y quienes se relacionan con
nosotros, quienes trabajan junto a nosotros, quienes nos apoyan, estamos
convencidos de la necesidad del otro, no como amenaza, sino como igual -a pesar
de las diferencias, celebrando la diversidad- con el que lograremos salir
adelante y superar los obstáculos. Es que es en ese “Otro” donde reside la
posibilidad del amor. Y no hay amor sin esa otredad.
Por lo tanto el vínculo con el otro, con sus alegrías y sus
sufrimientos, con sus esperanzas y desesperanzas, y su falta o no de
perspectiva es algo que lo vivimos como propio, donde nosotros y el otro
formamos una unidad.
“¿Para qué?” Y la pregunta de Darío es seguida
inmediatamente por otra:
“¿Para qué estudiar?”. Ambas aún me retumban. Y en ellas
ahora escucho también un reproche a mí, a la vida, a la existencia, al cielo, a
quien corresponda. Es su excusa que busca señalar las ausencias de
oportunidades, los cielos no iluminados de horizontes sin perspectiva.
Es
cierto, Darío: el educarse es un esfuerzo y, como tal, cuesta. También muchas
veces tomar consciencia trae desilusiones y amargura. De ahí que se diga que el
ignorante es feliz. Pero no estoy de acuerdo con esa frase.
La ignorancia no
trae felicidad, trae incertidumbre y la incapacidad de resolver problemas o la
facilidad de caer en ellos. La ignorancia es la que conduce al bebé a
introducir sus dedos en el enchufe o al adulto a tomar decisiones importantes a
ciegas. La educación, la capacitación de uno, el desarrollo de las aptitudes y
las virtudes propias, eso es lo único que nos brindará las herramientas para
lograr una vida dichosa. Es cierto: la educación no trae la felicidad ni
resuelve nuestros problemas. Nosotros somos los que lo hacemos a través de las
herramientas que la educación nos da. Paulo Freire dijo alguna vez: “La
educación no cambia al mundo, cambia a las personas que van a cambiar al
mundo.” Seamos autores de nuestros actos, no más espectadores.
La palabra “magnanimidad” tal como puede inferirse en sus
letras: “magna animi”, es decir: el alma magna, nos habla sobre el alma y su
grandeza. Santo Tomás, en la cuestión 129 de su Summa, la refiere
como “una tendencia del ánimo hacia cosas grandes” (extenso animi ad
magna ). Y luego agrega que una persona magnánima tiende a “actos
dignos de gran honor”.
¿Qué promesa hay en ser delivery de pizza? O mejor dicho:
¿qué promesas faltan para que esa sea la cima de la montaña de una vida? ¿El
ser humano se está convirtiendo en alguien que ya no aspira a grandes hazañas,
a grandes descubrimientos? ¿El espíritu humano se está convirtiendo en un
desierto? ¿Hasta aquí llegó el cambio climático? ¿O será que las circunstancias
hacen que uno no se logre desarrollar como se esperaría? Hay algo que es cierto
en la vida: la semilla, fuera de la tierra y sin agua, no se desarrolla. La
semilla es semilla y está en su potencialidad ser árbol, crecer, expandirse,
ser bosque. Sólo necesita de las circunstancias correctas para que aquello que
era potencia sea finalmente acto.
Un compromiso ético y moral nos empuja. Creemos en que
grandes cosas pueden hacerse, creemos en que hay posibilidades, oportunidades,
futuro. Queremos ayudar a que las circunstancias estén dadas para que, tal como
esa semilla que da origen al bosque, estas vidas puedan crecer y desarrollarse
de la manera más sana y natural posible. Creemos en las palabras de Darío, no
el delivery de pizza, sino el poeta que supo decir: “Juventud divino tesoro”.
No queremos desperdiciar ese tesoro. Estamos aquí porque creemos en la
juventud.
“¿Para qué?”, me pregunta de manera retórica.
“Para ser aquello que merecés ser, Darío.”