sábado, 18 de junio de 2016

ORACIÓN DE UN MAESTRO




Mora en mí, y yo comenzaré a brillar como Tú brillas, a brillar de modo que sea luz para los demás. La luz, oh Jesús, vendrá toda de Ti, ninguno de sus rayos será mío. Ningún mérito para mí. Serás Tú quien luzca a través de mí sobre los demás. ¡Oh! que te alabe como más te gusta, esto es, brillando por encima de todos cuantos me rodean. Dales la luz como a mí, ilumínalos conmigo, por mí. Enséñame a manifestar tu alabanza, tu verdad, tu voluntad. Hazme predicar sin predicación, no con palabras, sino con mi ejemplo y con la fuerza atractiva, la influencia amable de mis actos, con mi visible parecido con tus santos y la evidente plenitud del amor que llenará mi corazón.

Bto. Card. John Henry Newman
Meditations and Devotions, 5.
Imagen: Escudo cardenalicio de J. H. Newman, con la leyenda "El corazón habla al corazón".


martes, 14 de junio de 2016

El juego supremo... o la gran batalla, en un fragmento memorable.

Adán se demora en aquel regreso de medianoche: su andar es lento y dubitativo, como el de alguien que no desea llegar. Íntima es la noche, abstracta la calle, sin principio ni término la lluvia. Y Adán quisiera olvidar y olvidarse, acunado por el viento, o disolverse como un pedazo de sal en el agua que cae y cae susurrando su antigua canción de diluvio; pero todo él es un ojo desvelado que se vuelve a sí mismo y se contempla en una fría mirada. Se ha detenido ahora junto al umbral de la vieja Cloto, desierto como la noche: allí, a la sombra de Cloto la hilandera, los niños jugaban al Ángel y el Demonio. Adán toca el mármol helado, en una suerte de caricia.

Campanario de San Bernardo,
en Villa Crespo, Buenos Aires
—Un juego de símbolos. ¿Qué buscan Ángel y Demonio? Una flor. ¿Qué flor? La alegre o triste rosa predestinada. Sí, el juego de los juegos, acaso. Pero si el alma recibe nombre de rosa o de clavel antes que Ángel y Demonio vengan a reclamar su clavel o su rosa, ¿dónde queda el libre albedrío de las almas y dónde su responsabilidad? Juego de leyes oscuras: los teólogos en suspenso. En todo caso, los chicos lo juegan con alegría, como si fuese una comedia y no un drama. ¿Y si no fuese un drama, sino una comedia inefable del gran Autor? Entonces habría que jugarla como los niños, con inocencia y alegría, con ese maravilloso entregamiento de los niños y de los santos. El drama está en haber perdido inocencia y alegría. Por eso aconsejaba Él: "Haceos como niños." ¡Difícil! ¡Ah, la vieja Cloto ha jugado bien, sin duda: creo que la eligió el Ángel! Nos encontramos algunas veces, al amanecer, frente a San Bernardo: yo vuelvo de la noche, sin haberla dormido, sucio de malgastadas vigilias y avergonzado ante la nueva luz que me hiere como un remordimiento; Cloto sale de la iglesia, tras haber oído la misa de alba, con su remendado chalón en la cabeza y su antiguo rosario entre los dedos. Nos miramos, yo sucio y envidioso, ella limpia y exacta. Me sonríe: creo que me sonríe a mí solo, a menos que la sonrisa de la vieja sea universal como la luz. Y Cloto me redime con su mirada y su sonrisa: lo sabe todo y me absuelve, tal vez porque ha recobrado la sabiduría de los niños que juegan al Ángel y el Demonio. ¡Qué bueno sería esta noche apoyar las sienes en sus duras rodillas de abuela, y escuchar de su boca el gran secreto!

Pero vacío está el umbral de Cloto, y Adán Buenosayres lo toca, en una suerte de caricia. La noche sin límites, la calle borrosa y la infinita lluvia crean en torno suyo un ambiente abstracto en el cual, sin esfuerzo alguno, adivina el alma y se adivina. Nunca sintió Adán, como ahora, la certidumbre de una gran adivinación; pero todo él es un ojo desvelado que se vuelve a sí mismo, abarca su propia indignidad y se dice que ya es demasiado tarde para recoger la sabiduría de Cloto. Por eso, al retomar su camino, lleva en sí la noción de su muerte definitiva. ¡No sabe —y es bueno que no lo sepa— que sólo va herido y que la naturaleza de sus llagas es admirable! Se cree solo y derrotado, ¡y no sabe que a su alrededor milicias invisibles acaban de reunirse y combaten ahora por su alma, en un silencioso entrevero de espadas angélicas y tridentes demoníacos! No lo sabe, ¡y es bueno que lo ignore! Pero, ¿no es aquella la Flor del Barrio? Sí, Adán reconoce a la Flor del Barrio que, metida en el hueco de su puerta, aguarda como siempre al Desconocido, puestos los ojos en el fondo de la calle, pintarrajeada y vestida como una novia de juguete. Según el ritmo del viento, un farol bailarín le arroja y le retira su chorro de luz; y Adán, enfrentado ahora con la mujer, observa que su rostro embadurnado de cremas no tiene vida, que no se mueven sus pestañas duras de rimmel, que sus miembros están rígidos como nunca bajo la ropa de colores abigarrados. Y le pregunta él: "Flor del Barrio, ¿a quién esperas?" ¡Nada! La Flor del Barrio no responde. Un terror desconocido se apodera entonces de Adán Buenosayres: le parece advertir ahora un algo de artificial en aquellos ojos, en aquella boca, en aquellos petrificados músculos faciales. La sugestión es tan viva, que Adán no resiste al impulso de tocar aquel rostro. Pero no bien lo hace, una máscara de cartón se le queda entre los dedos. Y aparece detrás el verdadero semblante de la Flor del Barrio: los ojos cóncavos, la nariz roída, la desdentada boca de la Muerte.

—¡Imaginación! ¡Afanada siempre, como ahora, en su telar mentiroso! No me bastó forzar a las criaturas, exigiéndoles lo que no debían o no sabían dar; sino que, apoderándome de sus fantasmas, les hice cumplir destinos extraños a su esencia, poéticos algunos y otros inconfesables. ¡En cuántas posiciones inventadas me coloqué yo mismo, tejedor de humo, desde mi niñez! Confieso haber imaginado entonces la muerte de mi madre, y haberla padecido en sueños, como si fuese verdadera. Confieso haber derrotado al campeón mundial Jack Dempsey, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante la gritería frenética de cien mil espectadores. Confieso haber hecho saltar la banca de Monte Carlo, en una noche prodigiosa, y haberme alejado luego, rico de oro y melancolía, entre una doble hilera de tahures corteses y bellas prostitutas internacionales. Confieso haber padecido la furia de Orlando, a causa de celosos amores, y haber demolido a Villa Crespo, sin otro utensilio que una maza de combate. Confieso haber sido pioneer de la Patagonia, y haber fundado allí la ciudad y puerto de Orionópolís, famosa por su expansión naval, dueña y señora de los siete mares. Confieso haber ejercido la dictadura de mi patria, la cual, bajo mi férula, conoció una nueva Edad de Oro mediante la aplicación de las doctrinas políticas de Aristóteles. Confieso haberme dado al más puro ascetismo en la provincia de Corrientes, donde curé leprosos, hice milagros y alcancé la bienaventuranza. Confieso haber vivido existencias poético-filosófico-heroico-licenciosas en la India de Rama, en el Egipto de Menés, en la Grecia de Platón, en la Roma de Virgilio, en la Edad Media del monje Abelardo, en... ¡Basta!

Adán Buenosayres quiere librarse de aquellos monstruosos hijos de su imaginación que vuelven ahora, uno tras otro, desfilan ante su avergonzada conciencia, esbozan gestos ridículos, posturas teatrales, actitudes malditas. Pero los monstruos insisten; y Adán tiene la impresión de que giran en torno suyo, riendo como demonios, palmeando sus bocas ululantes y guiñando sus ojos malignos, en una ronda carnavalesca.

—¡Basta! ¡Basta! He malogrado mí único destino real, por asumir cien formas inventadas, tejedor de humo. O tal vez, a la manera de un dios inmóvil que, sin alterarse ni romper su necesaria unidad, desarrollase ad intra sus posibilidades, como soñando... ¿Analogía? ¡No! Megalomanía. ¡Sólo un literato!

Espadas angélicas y tridentes demoníacos chocan sin ruido en la calle Gurruchaga: se disputan el alma de Adán Buenosayres, un literato; porque, según la economía suprema, vale más el alma de un hombre que todo el universo visible. Pero Adán no lo sabe, y es bueno que no lo sepa todavía.









Fragmento de: Adán Buenosayres, L V, Parte III, de Leopoldo Marechal.