martes, 31 de mayo de 2016

La magnanimidad intelectual. (3 de 3)

Por Fray Diego de Jesús

 No es azaroso el vínculo semántico entre el verbo holgar y el sustantivo holgura. La quietud ensancha. Lo enseña con maestría Pieper en su imperecedero Ocio y vida intelectual: la facultad de holgar, como don de inmersión contemplativa, eleva festivamente el corazón, trascendiéndolo del cerrado orden laboral, orbitándolo en la inmensidad del aire libre. Si es cierto —como insiste san Gregorio de Nisa— que sólo el asombro conoce, esto ocurre porque el asombro amplía, el asombro ensancha, el asombro expande la capacidad receptiva de lo real. Por eso cuando se dice, con los griegos, que el asombro es el comienzo de la Filosofía hay que celar que se lo esté entendiendo no como mero initium sino como estable principium. Para contemplar la magnificencia de lo real —insiste Pieper— no alcanza con partirdel asombro sino que es preciso no salir del asombro. Nosotros agregaríamos: el asombro es la forma interna, la acústica de esta grandeza mental.
Justamente lo magno conjuga esa bipolaridad propia del asombro: que es perplejidad, sorpresa, incógnita no menos que patente constatación de una maravilla presente. El asombro, al igual que la magnanimidad, es a la vez humilde y esperanzado. Este desiderium sciendi —como el Angélico llama al asombro— es deseo y fruición a la vez. Nunca saciedad. Pero gozo y alegría ante la inatrapable y fascinante inmensidad impactando sobre nuestra inerme apertura.
Y es justamente por efecto de la magnanimidad, que el asombro no vive su experiencia de vértigo como náusea sino como delectación: se goza de que la realidad sea siempre-más-grande que sus cálculos y que su instrumental de medición.
Quien piensa con espíritu enjuto, se afana, antes que cualquier otra cosa, en demarcar los límites, las fronteras, los términos de su objeto. En cambio quien piensa desde la grandeza de ánimo, ante todo aborda su objeto en su inmensidad, presumiéndolo intangible, inconmensurable. De algún modo —con grano de sal— vale aquella distinción que mostraba Jean Leclercq entre la teología escolar y la monástica: la primera hace desembocar la Lectio en Quaestio; tras hacer foco en algo, lo subsiguiente es cuestionarlo. En cambio, el método monástico plantea otra secuencia: la Lectio deriva en Meditatio. La luz del logos emerge a la experiencia por paladeo, por absorción sublingual o por serena ruminatio, en que somos transpuestos a la anchura del objeto meditado y librados de la estrechura del sujeto meditante. La quaestio —al menos desde la última escolástica decadente— tiene pretensiones de dominio y domesticación y no de dejar-ser.
Como dice Balthasar en su Mein Werk, “para ser objetivo, lo primero es ‘dejar-ser’ a lo que se manifiesta. Lo primero no es la dominación del material sensible que se nos ofrece por las categorías del sujeto, sino la postura de servicio al objeto.”
Postura de servicio: no hay grandeza de ánimo mayor que esa.

De ahí que la tan mentada honestidad intelectual tenga más que ver con la templanza que con la justicia: pues consiste en una docilidad, ductilidad, maleabilidad a la acción del objeto, que es el amo y señor al que uno sirve en su verdad. Magnífica asociación hace el Padre Régamey, OP, —un estudioso de la santidad de la inteligencia— vinculando esta honestidad con el ser llevados donde no queremos del texto joánico (Jn 21,18). Esta irresistencia y puesta en servicio hace del pensador virtuoso un viajero a mundos tan imprevistos como magníficos.
Como dijimos, suele acentuarse de la curiosidad un afán desmedido por conocer lo innecesario, lo vano o lo peligroso. Pero santo Tomás, al desarrollar uno por uno los posibles desórdenes de la studiósitas agrega una posibilidad poco apuntada: y es el vicio no de conocer de más sino de menos. Mejor dicho, de conocer de modo incompleto, desarticulado de la totalidad a la que debe ordenarse y subordinarse.
No todos los recaudos han de centrarse en cuidarse de que no nos ocurra como a Psijé, que al querer espiar a Eros dormido y levantar su encendido candil sobre su amante, volcó aceite sobre él, ahuyentándolo para siempre. Si por evitar tal desgracia prescindimos del aceite, no habrá riesgos de volcarlo… mas tampoco de alumbrar.
Monasterio del Cristo Orante
Hay un vicio de “incompletud”, de fragmentación y de apocamiento cognitivo que tulle el alma y entumece la vida intelectual.
Por eso nuestra vindicación de la tónica mítica apunta entre otras cosas a restablecer el tono muscular, la intensidad —vehementia, como dice santo Tomás— para aplicar la mente a la indómita realidad con audacia y parresía, en un impulso vital propio del lúdico amor, que ensancha todo cuanto toca.
Es el genial Chesterton quien, hablando de su propia historia, dirá que “la conversión llama al hombre aestirar su mente igual que quien despierta de un sueño se siente impulsado a estirar los brazos y las piernas.”
Pues de este desperezar mental trata todo esto.
Valga terminar con una expresión de santo Tomás poco reparada, sacada de su clase inaugural como maestro de teología. Allí apunta tres notas que han de ser propias del buen intelectual: “la humildad para someterse; el recto sentido para juzgar bien y la fecundidad del espíritu, gracias a la cual le basta oír pocas cosas para evocar muchas.” Terna que corresponde con justeza a aquella otra terna, que ya hemos glosado otras veces Mito, Plegaria y Misterio: la humildad de la volátil imprecisión mítica, cargada cual ascua incandescente en punta de flecha de la rectísima orientación oracional, que se clava en el centro del Misterio desde donde fecunda el espíritu evocándole todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles.
No es otro “el festival divino” que los dioses —según dice Platón— otorgan cada tanto al hombre para alivio de su penosa vida laboral.
Sólo el magnánimo sabe elogiar. Sólo el magnánimo sabe adentrarse en la fiesta del pensar. Y allí, celebrar la anchurosa inmensidad del ser.