sábado, 17 de octubre de 2015

LIBRO E IDENTIDAD (1 de 2)

Por Ana Benda, Dra. en Letras

Nos preguntamos quiénes seríamos sin nuestras lecturas, sin los textos incorporados (y olvidados) por nuestra memoria. No dudamos en afirmar que somos nuestras lecturas. A tal punto ellas terminan construyendo nuestra mismidad.
Qué y cómo pensaríamos y sentiríamos la realidad sin los libros que constituyeron el fundamento de nuestras ideas y de nuestra percepción del mundo, que tallaron nuestra sensibilidad y configuraron nuestra cosmovisión.
Si ordenamos en el imaginario individual la biblioteca que convive a nuestro lado desde la primera infancia, desde el cuento oído, leído por la voz materna, hasta el último libro comprado, el que estamos leyendo hoy, un universo de imágenes, ideas, acciones, personajes, tiempos y espacios desconocidos por nuestra experiencia organiza una secuencia vivencial en nuestro interior muy difícil de separar de lo que somos. La biblioteca se trueca en “enciclopedia”, en un solo gran libro que crece con los años, con las páginas agregadas día por día, y que vive en el riñón más recóndito de nuestra memoria, se consubstancia con nuestra vida intelectual, moral, estética, práctica, se hace carne en nosotros y aparece en nuestra conducta tanto o más que lo congénito.

Los cuentos infantiles estructuran una escenografía simbólica de la realidad en la que los personajes y las acciones, los temas y sus repeticiones muestran la vida en su abstracción más alta y en su concreción más real. Nada es tan claramente malo como una bruja ni tan nítidamente bueno como un hada. Nada da a lo ético forma tan íntima e indeleble  como esta percepción primigenia, estrictamente estética del mundo, plasmada en el cuento infantil tradicional.
Los libros de aventuras, las novelas adolescentes de amor, de viajes o guerras o piratas “inventan” en el lector la experiencia de lo leído. Producen lo que la lingüística contemporánea ha denominado con justicia “placer lector”. Desarrollan la imaginación, la pueblan de imágenes y símbolos que sólo el tiempo terminará de interpretar y, a veces, permanecerán siempre como misteriosos mojones en la estructuración de la propia identidad: Sandokán,  Sheherazade, Simbad, Gulliver, Marco Polo, Robin Hood, Tristán e Isolda, el Rey Arturo, Ginebra, Aquiles, Merlín, Abraham, Moisés, David y otros tantos, despiertan en la conciencia infantil el papel del héroe, de modo que el planteo aristotélico de la identificación con los mejores se obra con independencia de la voluntad, como proceso natural en el deseo de ser el mejor “uno mismo”, el que estamos invitados a ser. Esta función sinfrónica de la lectura, la que crea empatía, sintonía, admiración por una historia o un héroe saltando todas las fronteras espaciales y temporales opera la más abstracta y conmovedora vinculación del ser humano con su pasado. Allí lo siente propio, es su historia la que está leyendo, no algo ajeno o indiferente a su vida. Los sumerios pueden ser nuestros amigos y contemporáneos en un tiempo cultural, casi sagrado, que se mide por lo que aquellos hombres hicieron por nosotros y no por el tiempo que nos distancia. Admirar y condolerse con David, llorar con Isolda y guardar el Santo Grial con Arturo nos aseguran haber descubierto el puente que une la cultura con la vida.
La frase de Borges es aquí certera y filosa: “Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado”. Leímos en la infancia y adolescencia con facilidad, con pasión, con ardor y apuro. Queríamos vivir hasta la última gota lo que el libro nos daba de vida.
En estas dos etapas iniciales de trato con el libro, la infancia y la adolescencia, el lector experimenta, quizá inconscientemente, la función lúdica de la lectura. El objeto libro es un juguete más, uno que se le enseña a no romper, uno diferente, pero causa de tanto placer como otro. Este es un punto crucial para su futura trayectoria de lector. El libro da placer o es descartado de la categoría “juguete”. Sin función lúdica primigenia no hay edificación del lector, no hay, en consecuencia, vínculo personal con el libro.  
El texto informativo que puebla la escolaridad primaria opera a modo de documental de la historia y la geografía del mundo, diciendo cómo es este planeta que habitamos, y qué sabemos hoy del cosmos, qué pasó en la vida de sus hombres y sus pueblos, y cómo eran y vivieron sus animales y se desarrollaron hace millones de años sus bosques y selvas, trayendo a la superficie lo oculto en sus mares y océanos y revelando en sus silencios quiénes somos si para nosotros fue hecha tanta grandeza, tanta maravilla, y abriendo la pregunta acerca del autor de tanta gloria que contemplamos en la naturaleza y completamos en los libros. Porque un libro dice también mucho que no dice. Está el espacio de “lo no dicho”, lo que el lector irá completando a medida que su “enciclopedia” le dé armas y herramientas para hacerlo. La lectura se irá tornando un proceso cada vez más creativo y personal, más placentero y participativo.
Las ciencias exactas también llegan por los libros mostrando, desde el misterio del número, un orden, un “cosmos” impreso en la naturaleza de las cosas que desintegra, por su sola presencia, toda idea de “caos”, que funda la experiencia de la creación como paternidad.
Las nociones abstractas de tiempo y espacio comienzan a configurar y preparar nuestro pensamiento para otros textos.
Y llegará hasta nuestras manos, esas artesanas del libro, el texto de filosofía, el que abre la puerta oculta y nos introduce en un jardín secreto en que el pensamiento cobra alas y sostén sobre el pensamiento ajeno, para tomar forma en él, para constituirse como tal, para aprender a interrogarlo, a criticarlo, a cuestionarlo, para iniciarse en el deslumbramiento de descubrir que nos hemos enamorado del saber, que “el verdadero gozo está en el conocimiento” (Chejov), para ir sabiendo, sobre el pilar de la sabiduría ajena, históricamente cercana o lejana, quiénes, en realidad, somos. (“Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros”, dice Borges).
 Llegará, quizá, de la mano de la filosofía el libro de teología, el que se atreve a indagar en el misterio de Dios, el paradójico texto que clava su mirada en el Incognoscible y su palabra en el Innombrable, el que nos pone en el lugar crucial de la vida porque frente al Otro nos empuja a preguntarnos quiénes somos como criaturas, en nuestra realidad más intensa y dramática, más perenne. Y nos pone de cara a la muerte.

Leer es vivir por sustitución. Mil vidas, mil historias, ser otros mil que no seremos nunca pero, paradójicamente, somos en el tiempo de la lectura.
Para comprender acabadamente esta idea es necesaria  la intuición global de la resta: si nos quitamos lo leído, ¿quiénes somos?, ¿qué queda de nosotros?, ¿cuál es nuestro nombre si debemos restar al propio el de Dostoievski, Cervantes, Dante, Shakespeare, Balzac, Aristóteles, Calderón, Kazantzakis, Platón, San Juan de la Cruz, Niezsche, Machado, Goethe, Quevedo, Salinas, Heidegger...?
Ya no seríamos quienes somos sin ellos. Han sido nuestros maestros, pero no de doctrinas ni de ideas ni de estética. En realidad, lo que nos enseñaron es lo mismo que construyeron: simultáneamente nos dijeron quiénes somos y nos hicieron los que somos.
La urdimbre que teje nuestro yo con sus lecturas, ésa es nuestra identidad.



Fuente: Benda, Ana, Hernández de Lamas, Graciela, Ianantuoni, Elena (2000) La importancia del uso del libro en la educación. Buenos Aires: Santillana. pp. 13-17.



miércoles, 14 de octubre de 2015

Nos habla: Santa Teresa de Jesús, maestra de los caminos del espíritu...

¡Oh hermosura que excedéis
a todas las hermosuras!
Sin herir dolor hacéis,
y sin dolor deshacéis,
el amor de las criaturas.

Oh ñudo que así juntáis
dos cosas tan desiguales,
no sé por qué os desatáis,
pues atado fuerza dais
a tener por bien los males.

Juntáis quien no tiene ser
con el Ser que no se acaba;
sin acabar acabáis,
sin tener que amar amáis,
engrandecéis nuestra nada.