domingo, 11 de septiembre de 2016

Esperar la primavera

…especialmente en esta estación de la primavera en que toda la naturaleza es rica y bella. Solamente una vez al año, pero una vez no obstante, el mundo que vemos hace estallar sus poderes ocultos y se revela a sí mismo de alguna manera. Entonces aparecen las flores, los árboles frutales, las flores se abren, y la hierba y el trigo crecen. Hay un impulso repentino y un estallido de esta vida oculta que Dios ha colocado en el mundo material. Pues bien, esto es como un ejemplo de lo que el mundo puede hacer por mandato de Dios. Esta tierra que se esponja ahora con flores y hojas, estallará un día en un mundo nuevo de luz y de gloria, en el cual veremos a los santos y a los ángeles. ¿Quién podría pensar sin la experiencia de primaveras anteriores, quién podría concebir dos o tres meses antes, que la naturaleza, aparentemente muerta, pudiera llegar a ser tan espléndida y tan variada?
¡Qué diferente es un árbol, qué diferente la perspectiva, cuando las hojas están en él y cuando caen! ¡Qué inverosímil sería que, antes de tiempo, las ramas secas y desnudas se vistieran súbitamente con lo que es tan brillante y refrescante! Así es que en el buen tiempo de Dios las hojas vienen a los árboles. La estación puede demorarse, pero llegará finalmente.
Lo mismo ocurre con esta primavera eterna que esperan todos los cristianos.
Llegará aunque haya que aguardar. Esperémosla ya que “vendrá y no tardará” (Heb 10,37). Por ello decimos cada día “Venga a nosotros Tu reino”, que quiere decir “Señor muéstrate”, manifiéstate, Tú que te sientas entre los Querubines, muéstrate, despliega Tu fuerza y ven a ayudarnos. La tierra que vemos no nos satisface. No es más que un principio, no es más que una promesa del más allá. Incluso en su mayor gozo, cuando se cubre con todas sus flores, aun entonces, no nos basta. Sabemos que en ella existen muchas cosas que no vemos. Un mundo de santos y de ángeles, un mundo glorioso, el palacio de Dios, la montaña del Señor de los Ejércitos, la Jerusalén Celestial, el trono de Dios y de Cristo, todas estas maravillas eternas, hermosas, misteriosas, e incomprensibles, se ocultan detrás de lo visible. Lo que alcanza nuestra vista es sólo la corteza exterior de un reino eterno y sobre este reino clavamos los ojos de nuestra fe.


John Henry Newman, del Sermón “El mundo invisible”, 16 de julio de 1837.