sábado, 21 de noviembre de 2015

LA REALEZA DE CRISTO Y LA APOSTASÍA DEL MUNDO MODERNO ( 2 de 2)

LA REVOLUCIÓN ANTICRISTIANA

A mediados del siglo XIV, es decir a fines de la Edad Media, comenzó un movimiento centrífugo de la sociedad respecto de la Iglesia. Era el comienzo del ocaso de la Cristiandad. No que aquella época, reiterémoslo, fuese perfecta, angelical. No fueron pocos sus defectos, como en toda obra humana. Pero dichos defectos o pecados eran reconocidos como tales. De ella pudo decir León XIII, no sin un dejo de nostalgia:
“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad; la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes fecundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el Imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza.
Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer” (Encíclica Immortale Dei, 28).
Evidentemente, ya no estamos en aquellos tiempos. En el ínterin se ha ido produciendo un apartamiento generalizado de Dios y de la Iglesia.
Fue el papa Pío XII quien, en una de sus alocuciones, nos dejó un perfecto resumen de lo acontecido a lo largo de los últimos siglos, en referencia a lo que numerosos autores llamarían “la revolución anticristiana”. Dicho papa señalaba tres grandes jalones del evo moderno.
La primera rebeldía de importancia fue la que encabezó Lutero. El terreno estaba, sin dudas, abonado por las teorías del Humanismo y del Renacimiento, sobre todo del segundo
Renacimiento, con su desmesurada exaltación del hombre. El grito de Lutero significó un mojón capital en este proceso de la modernidad. Lutero es el rechazo de Roma, el rechazo de la constitución jerárquica de la Iglesia. Se seguía aceptando a Dios y también a Cristo, como Verbo encarnado que era, pero se tomaba distancia de la esposa de Cristo, su amada Iglesia.
El segundo hito en este proceso de apartamiento lo marca la Revolución francesa y la cosmovisión por ella sustentada. Los hombres de esa época, más allá de la sangre inocente derramada a raudales, un auténtico genocidio, dieron un paso más, renegando del cristianismo, la religión revelada, y fabricándose una nueva religión incluible en los marcos de la pura razón --por eso fueron llamados “racionalistas”--, con la consiguiente evacuación de todos los misterios de la fe, los cuales, de hecho, trascienden las fronteras de nuestra capacidad racional. No pusieron en cuestión la existencia de Dios, por cierto, pero negaron a la Iglesia y negaron a Cristo como Verbo encarnado, aceptándolo sólo como una gran personalidad. Y aun aquel Dios, cuya existencia toleraron, ya no era el Dios uno y trino, sino un Dios remoto y vaporoso, el Supremo Arquitecto, idea inspirada en el espíritu de la masonería, que fue la gestora principal de aquella Revolución. En fin, tratose de una exaltación desmesurada de la naturaleza, con la consiguiente exclusión del entero orden sobrenatural.
Vino luego la tercera etapa, la más trágica de la historia, la más sangrienta, la etapa del marxismo en el poder, vástago de la Revolución francesa, como se encargaron de señalarlo los iniciadores del nuevo movimiento. El comunismo es primariamente un fenómeno teológico, o mejor, antiteológico. Con su antiteísmo militante no se contentará con negar a la Iglesia (como lo hizo el protestantismo), ni a la Iglesia y a Cristo (como el deísmo racionalista), sino que pretenderá oponerse al mismo Dios. La forma que asumió fue la de una “religión invertida”, la religión de la antiteología, algo realmente demoniaco, considerando a la religión revelada por Dios como “el opio del pueblo”. Se propuso así erradicar la presencia misma de Dios en la sociedad, y si le fuera posible, desarraigar hasta su recuerdo, sobre todo en el corazón de los jóvenes a los que se propuso educar en el más desnudo materialismo.
Tres pasos, por consiguiente: negación de la Iglesia el primero; negación de Cristo y de la Iglesia el segundo; negación de Dios, de Cristo y de la Iglesia el tercero. Tres pasos que no hacen sino concretar y llevar a su plenitud aquel grito impío: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”.-
Un pensador de mediados del siglo XX, Antonio Gramsci, que se contó entre los fundadores del Partido Comunista Italiano, concuerda con numerosos pensadores católicos al afirmar esta secuencia, desde su punto de vista marxista: “El marxismo –escribe-- presupone todo ese pasado cultural: el renacimiento, la reforma, la filosofía alemana, la Revolución francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo que se encuentra en la base de toda la concepción moderna de la vida”. O sea, nada menos que desde el Renacimiento para aquí, un largo y secular proceso que ofrece este fruto maduro, digámosle así, del marxismo.
Hubiéramos podido tratar aquí del Nuevo Orden Mundial, al menos tal como lo presenta Francis Fukuyama, para dotar de un apéndice a este proceso, pero el tiempo no nos lo permite, y ya lo hemos hecho en otro lugar.
Agreguemos tan sólo que este proceso de la modernidad ha puesto la lápida sobre la Cristiandad, la ha destruido. Ha hecho suyo, y victoriosamente, ese grito: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”. Cristo ha sido públicamente expulsado de la familia, del trabajo, del arte, de la milicia, de la política sobre todo, ya que los gobernantes son los que dan forma al entero orden temporal. Ya ha logrado su intento. Sólo quedan algunos islotes de resistencia, cada vez más inermes. Ahora van por todo: destruir el Cristianismo, es decir, erradicar a Cristo del corazón de los individuos. Destronar a Cristo, quien dijo, recordémoslo: “Mi reino está dentro de vosotros”. Habrá que deponerlo también en este nivel más personal.

EL HOMBRE MODERNO

No deja de resultar interesante considerar cómo ha quedado este hombre, que ha sido “enajenado” de la Iglesia, de Cristo y de Dios, el hombre que bajó de Jerusalén a Jericó, que descendió del orden sobrenatural al orden natural, divorciado de aquél, y allí fue despojado de todas sus riquezas hasta quedar tirado en los caminos de la historia.
Hemos desarrollado ampliamente este tema en nuestro libro El hombre moderno. Allí decíamos que el calificativo “moderno” no era prevalentemente cronológico sino axiológico, es decir, valorativo. Entendemos por “hombre moderno” el hombre tal cual ha quedado después de esta larga revolución anticristiana, que lo ha despojado de Dios, de Cristo y de la Iglesia, el hombre que es el resultado de la civilización creada sobre los escombros de la antigua civilización, impregnada por el cristianismo. Trataremos de darle forma a este diagnóstico señalando algunas de sus características.
La primera es el relativismo, sobre el que tanto insistió Benedicto XVI. Esta doctrina se basa en una interpretación peculiar del concepto de verdad, cuya norma ya no sería el objeto acerca del cual se emite un juicio, sino otros elementos, como la psicología del sujeto, lo que afirma la “opinión pública”, etcétera. En su encíclica “Fides et ratio” decía Juan Pablo II que para muchos de nuestros contemporáneos “el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente”, por lo que la verdad se ha vuelto “relativa”. Ya no es más “verdad”, es mera opinión. Cada cual tiene “su” propia verdad. El relativismo no es, por cierto, un error de fresca data, ya que en él han confluido diversas corrientes de pensamiento como el pragmatismo, el historicismo, el democratismo liberal. Tras la renuncia a una tabla objetiva de valores, el relativista anuncia la supervivencia de una sola verdad absoluta, a saber, que todo es relativo.
La segunda característica del hombre de nuestro tiempo es el naturalismo. Esta corriente ideológica se basa en la idea de que la naturaleza se basta por sí sola, en plena emancipación de toda instancia sobrenatural. En el fondo no es sino una expresión del vértigo que producen las alturas a que Dios nos convoca. Es exactamente lo opuesto al cristianismo. Porque ¿qué es el cristianismo? Un doble movimiento, de descenso y de ascenso. Dios desciende, se hace hombre, para que el hombre se eleve, endiosándose por la gracia. Desciende hasta nosotros para que nosotros ascendamos hacia Él. El naturalismo frena al hombre en su impulso ascensional. El hombre se enclaustra en lo natural y allí se abroquela, se niega a trascenderse. Trágica actitud. Porque de hecho no le es posible limitarse a lo natural y allí establecerse. Esta forma de pensar ha llevado a que el hombre se considere como el centro
absoluto del cosmos, seguro de estar ocupando el lugar de Dios y olvidando de que no es el hombre el que hizo a Dios, sino que es Dios quien hizo al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre. No en vano decía San Agustín: “Cuando caes de Dios caes de ti mismo”. No existe el estado de naturaleza pura. Estamos hechos para trascendernos. O nos trascendemos para arriba por la gracia, endiosándonos, o nos trascendemos –trasdescendemos-- para abajo por el pecado, animalizándonos. O endiosados o animalizados. No existe el hombre químicamente puro. Una de las expresiones más importantes del naturalismo es el racionalismo, que clausura la inteligencia del hombre frente a toda verdad que lo trasciende, renunciando así a la revelación, que viene de lo alto.
Otra característica del hombre moderno es el inmanentismo, la actitud del hombre que piensa que esta tierra es su patria definitiva. In-manere: permanecer en. Instalarse en el mundo. Echar raíces en el mundo, en la negación de toda trascendencia, que no existe. Como un topo, encerrado en la cueva de la inmanencia, que nunca ha sacado su cabecita de la cueva, inhabilitándose para conocer el cielo azul. Todo su horizonte es esta tierra.
Señalemos, finalmente, una última característica del hombre moderno: su pérdida del sentido de la existencia. Porque dicho hombre no encuentra sentido a su propia vida. Ya no se pregunta para qué vive ni hacia dónde se dirige. En la lápida de muchos hombres de nuestro tiempo se podría escribir: “El que aquí yace no sabe de dónde vino ni a donde fue”. Caminó durante largos años en la oscuridad de la noche metafísica. Es lo de la zamba: “No sé de ande vengo ni pa donde voy”.
Probablemente sea Viktor Frankl quien mejor haya analizado este síntoma estableciendo un claro diagnóstico del hombre de nuestro tiempo, lo que él llama su “complejo de frustración”, su “vacío existencial”. Ello acaece incluso en sociedades opulentas, quizás aún más que en las subdesarrolladas. Y está en el origen del alcoholismo, la drogadicción, la violencia, los homicidios y los suicidios.

¿QUÉ HACER?

Esta es la época en que nos ha tocado vivir. ¿Qué podemos hacer? Ir a la reconquista de los espacios perdidos. A la reconquista del Cristianismo y de la Cristiandad.
Amar al hombre moderno, pero no para mimarlo o confirmarlo en su actual situación sino para que salga de ella y se salve. Dijimos que era, como aquél de la parábola, el hombre tirado en el camino de la historia. Hagamos como el buen samaritano. Miremos al hombre de nuestro tiempo. Lo vemos maltrecho, desnudo, vulnerado. Curemos sus heridas. Y llevémoslo al mesón de la Iglesia. Entreguémoslo al Cristo que dijo: “Mi reino está dentro de vosotros”. Tratemos que al menos los que nos rodean, o quienes están bajo nuestro cuidado le preparen un trono en su interior.
Y respecto a la Cristiandad, ¿se puede pensar que sea viable su resurrección? Recordemos que San Agustín la proyectó, no en un tiempo de esplendor histórico sino cuando el entero Imperio Romano se encontraba en un momento de total decadencia, rodeada su sede de Hipona de los peores bárbaros, los más terribles, los vándalos. No podemos consentir en que Cristo quede definitivamente destronado, que Cristo haya sido arrojado de la familia, de la
cultura, del arte, de la economía, del ámbito laboral, de las armas, de la política. Pero tampoco nos quedemos en el lamento.
Esforcémonos por la reconquista de lo perdido. Al menos en cuanto esté a nuestro alcance. Recordemos que la Cristiandad no fue algo fantasmagórico, una utopía de gabinete, fue una realidad histórica. No podemos invalidar el propósito de Cristo: “Hágase su voluntad --la del Padre-- así en la tierra como en el cielo”. Cristo quiere que se instaure una suerte de “sinfonía” entre el cielo y la tierra, una sinfonía que proviene de los coros angélicos y los coros terrestres, en perfecta comunión, que cantan una voce, como decimos en el Sanctus de la Misa, a una sola voz. Hay quienes piensan que hay que renunciar a la construcción de la Cristiandad, o que hay que hacer “una nueva Cristiandad”, como proponía Maritain, una cristiandad sustancialmente diversa de la medieval, no unida en un solo rey, Cristo, sino basada en la mera fraternidad natural. Es evidente que no se trata de volver al medioevo, o de reinstaurar algunas costumbres propias de aquellos años. Pero sí de volver a la esencia de la Cristiandad, que no es otra cosa que hacer real aquel grito de San Pablo: Es necesario que Cristo reine.
Y que reine no sólo en los corazones de los individuos sino también en el orden temporal.
No sabemos si aún nos queda mucho tiempo de historia, si no estamos ya en sus postrimerías, en las cercanías de la época del Anticristo, preludio, trágico por cierto, de la victoria final del Señor de la historia. Acertar con el tiempo exacto es algo que nos escapa. Pero lo que sí está a nuestro alcance --aunque sea integrando el pequeño resto, el último resto fiel del que habla el Apocalipsis-- es trabajar para que Él reine, nunca perdiendo la esperanza. Hacer lo que está a nuestro alcance para restaurar las familias y la entera sociedad.
Volcarnos sobre todo el campo de la cultura, tan predileccionado por el enemigo. Formar pequeños islotes de Cristiandad, colegios católicos, pero católicos en serio; familias católicas, pero católicas en serio; universidades católicas, pero católicas en serio. Siempre nos ha gustado convocar, sobre todo cuando estamos rodeados de jóvenes, a aquellos ideales a que fueron convocados los jóvenes cristeros de la heroica México.
Para concretar dicha aspiración se nos ocurrió inventar una sigla: OEA, no en alusión, por cierto, a la malhadada Organización de los Estados Americanos, sino a una consigna bien nuestra,
entendiendo por “O” la palabra oración,
por “E” la palabra estudio,
y por “A” la palabra apostolado.
Dentro de la Oración incluimos todo lo que se refiere a la vida espiritual, la victoria sobre las malas inclinaciones, la adquisición de las virtudes, la plegaria, la vida sacramental, la dirección espiritual, etcétera. El segundo ámbito es el del Estudio, ya que la crisis de nuestro tiempo es, como acabamos de recordarlo, prevalentemente cultural. Será preciso acceder a autores y libros serios y formativos, hoy que se ha perdido el hábito de la lectura, integrarse en grupos juveniles de formación, conocer las doctrinas del enemigo para saber refutarlas, en una palabra, hacer lo que Gramsci llamaba “la revolución
cultural”, si bien en sentido inverso al por él propiciado. Y finalmente el Apostolado, que no es mero proselitismo sino celo apostólico, ardor del alma, llama del espíritu encendido en esa hoguera hirviente de amor que es el Corazón de Cristo. Eso es lo que está a nuestro alcance, el combate. El día del juicio Dios no nos pedirá cuenta de las victorias que hayamos logrado sino de las cicatrices que el combate haya dejado en nosotros.
Terminaremos como lo hemos hecho otras veces, con aquel texto de ese hombre formidable que luchó denodadamente contra la revolución soviética imperante en su amada patria, Alexandr Solzhenitsyn: “Hay un proverbio alemán que dice: Mut verloren, alles verloren (cuando se pierde el coraje, todo está perdido). Hay otro latino que reza: Cuando se pierde la lucidez, se está al borde del abismo. Pero yo me pregunto: ¿Qué se producirá cuando se produce la intersección de ambas pérdidas: la pérdida de la lucidez y la pérdida del coraje? Tal es, a mi juicio, la situación de Occidente”. La lucidez dice relación a la inteligencia. El coraje tiene que ver con la voluntad. Una lucidez sin coraje caracteriza a aquellos católicos que saben valorar adecuadamente la situación, pero al no hacer uso de su voluntad, se convierten en meros ideólogos, hombres de escritorio. No en combatientes. Una voluntad, un coraje sin lucidez, suscita el luchador que no conoce los objetivos de su combate, ignora cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos reales. Y por tanto se vuelve inoperante. Pero cuando ambas cosas --la lucidez y el coraje-- se unen, tenemos al católico que hoy se necesita, el católico militante, el contemplativo y el activo, o mejor, el católico que ha sabido mancomunar la acción y la contemplación.
Agradezco a la Universidad Autónoma de Guadalajara el Doctorado Honoris Causa que generosamente me ha conferido. Me siento honrado de tener parte, aunque sea minúscula, en el glorioso magisterio que sobre esta Universidad ejercita su santo patrono, Anacleto González Flores, a quien considero casi como a un hermano. Esta distinción me permita unirme a su martirial magisterio hecho de palabra, vida y sangre, como ha quedado consignado en la lápida de su tumba: Verbo, vita et sanguine docuit. Dios me contagie su ejemplar entereza.
Nada más.

El reverendo padre Alfredo Sáenz, sacerdote jesuita nacido en Argentina, es doctor en Teología por la Pontificia Universidad de San Anselmo en Roma con especialización en la Sagrada Escritura y posteriormente fue pilar de la formación ministerial de los seminaristas de la Arquidiócesis de Paraná, en Argentina. Es profesor de Patrística y Teología Dogmática en la Universidad del Salvador en Buenos Aires, Argentina.
Ha sido conferencista en varias ciudades de Argentina, México, España e Italia. Es asesor de la Corporación de Científicos Católicos de la Argentina y autor de casi 300 artículos y más de 60 libros entre los cuales se encuentran: Gramsci y la revolución cultural; La caballería; Cristo y las figuras bíblicas; La cristiandad y su cosmovisión; Colección Héroes y Santos, Las siete virtudes olvidadas; La nave y las tempestades, una historia de la Iglesia en 12 volúmenes; El fin de los tiempos en siete autores modernos, y El hombre moderno.

viernes, 20 de noviembre de 2015

LA REALEZA DE CRISTO Y LA APOSTASÍA DEL MUNDO MODERNO (1 de 2)


Por Alfredo Sáenz / Sacerdote jesuita
Tesis doctoral presentada por el Dr. Alfredo Sáenz durante el X Foro Internacional Fe y Ciencia, para recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Guadalajara

CRISTO, PLENITUD DE LA HISTORIA

Toda la historia camina hacia Cristo, tanto la del pueblo judío como la de los pueblos gentiles.
El Antiguo Testamento, ante todo, cobra su sentido plenario cuando se lo considera como preparando su venida. Adán lo preludió como primer padre del género humano; Abel, como hijo inmolado y asesinado por su hermano; Melquisedec se le adelantó como sacerdote del Altísimo; Moisés como el legislador de la primera alianza; David lo figuró como rey guerrero y Salomón como rey pacífico.
Todos esos personajes no fueron sino bocetos de Cristo, de la figura esplendorosa de Cristo. No nos es lícito leer el Antiguo Testamento con ojos judíos, que se quedan en los bosquejos, sino con ojos cristianos, ya que cada uno de esos personajes son bocetos de Cristo: nuevo Adán, nuevo hijo sacrificado por sus hermanos, nuevo legislador, nuevo sumo sacerdote, nuevo rey guerrero, nuevo rey pacífico.
Cristo, como el sacerdote que se dirige a celebrar la Santa Misa cierra la procesión de entrada, cosecha todo el Antiguo Testamento y le da su sentido final. Cuando Él llegó, bien pudo decir: Ego sum, yo soy aquel anunciado por mis predecesores, tipos y figuras de mi ser y de mi obrar.
Pero no sólo los personajes, hechos e instituciones del pueblo elegido trabajaron para Cristo. También trabajó para Él el mundo de los gentiles. Sócrates, Platón, Aristóteles, toda la filosofía griega, en última instancia, pensó para Él. Alejandría balbuceó su “logos” para que San Juan lo pudiera recoger en el prólogo de su Evangelio.
También se puso al servicio del Señor el Imperio Romano, ofreciéndole su grandeza, su derecho, su organización, su paz augusta, hasta sus caminos… por los que transitarían los apóstoles de Cristo para anunciar su Buena Nueva.
A la luz de esta visión panorámica no deja de resultar conmovedora aquella expresión de San Pablo para referirse al sublime momento de la Encarnación: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos…” el Verbo encarnado aparece como el supremo heredero del largo esfuerzo de los siglos, que tanto colaboraron en esta parturición divino-humana.

LA REALEZA DE CRISTO
Y LA TEOLOGÍA DE LA HISTORIA

“¿Tú eres Rey?”, le preguntaría Pilatos al Señor. La respuesta es categórica: “Tú lo has dicho. Yo soy Rey. Para esto nací. Para esto vine al mundo”. El fin de la Encarnación es
ejercer su señorío sobre la humanidad. Para eso ha venido. Para eso ha nacido. El universo entero gravita hacia Cristo como hacía su término. No resulta, pues, extraño advertir cómo los profetas, cuando se refirieron al futuro Mesías, no vacilaron en llamarlo Rey. “Un niño nos ha nacido –dijo Isaías-. El Imperio ha sido asentado sobre sus hombros”. Y Daniel: “Yo miraba en las visiones de la noche… Él avanzó hasta el anciano. Y éste le dio el poder, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su reino no tendrá fin”. Nada, pues, de extraño que cuando el ángel anunció su venida a la Santísima Virgen, no vaciló en decirle que “el Señor Dios le daría el trono de David su padre; que reinaría en la casa de Jacob para siempre y su reino no tendría fin”. De ahí la gallarda afirmación de Santo Tomás: “Cristo tiene alma de rey”. Cabe preguntarse cuál es el ámbito de su realeza. Él mismo nos lo dejó explicitado: “Mi reino está dentro de vosotros”, señaló. Tal es el primer recinto de su realeza, los corazones de los individuos. Su propósito es erigir en cada uno de ellos un trono desde donde poder ejercer su señorío. Él quiere que nuestra memoria, nuestro entendimiento, nuestra voluntad, nuestros afectos, nuestra alma y nuestro cuerpo se pongan a su servicio. Pero ello no es todo. Quienes a dicho espacio –el individual- pretenden limitar su soberanía son los llamados católicos liberales, los católicos de sacristía. Porque el Señor se ha propuesto también reinar sobre las sociedades que construyen los hombres. “Erraría gravemente –dice Pío XI en su encíclica Quas primas– el que quiera arrebatar a Cristo Hombre el poder sobre todas las cosas temporales”. A lo que el Papa agregaba: “No hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la voluntad de Cristo que lo están cada uno de ellos separadamente”.
Por lo que el Santo Padre concluye: “No rehúsen, pues, los jefes de las naciones el prestar público testimonio de reverencia al imperio de Cristo juntamente con sus pueblos si quieren, con la integridad de su poder, el incremento y el progreso de la patria”. Su señorío se extiende, pues, al entero orden temporal, las artes, la milicia, la economía, la educación, y sobre todo la política, que informa los demás campos. No otra cosa es lo que el cardenal Pie llamaba “la política del Padrenuestro”: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Esta enseñanza que nos llega a través de la Sagrada Escritura constituye el fundamento de lo que se ha dado en llamar la teología de la historia.
El maestro en dicha materia es San Agustín, quien nos ha dejado un prolijo desarrollo de la misma, sobre todo en su imperecedera obra De Civitate Dei. Es sabido que muchos siglos después, a fines del siglo XIX, el papa León XIII recomendó el estudio de Santo Tomás, bastante olvidado por aquel entonces, como maestro fundamental de la teología dogmática. Gracias a Dios, su anhelo se vio cumplido, creándose centros de estudios tomistas e introduciéndose la enseñanza del Doctor Angélico en los institutos teológicos. Pero en aquella ocasión el mismo papa exhortó también, y ello es menos conocido, al estudio del pensamiento de San Agustín como maestro de la historia vista desde la teología, es decir, desde los ojos de Dios.
Haciendo eco a dicha exhortación, digamos algo de dicho gran Padre de la Iglesia. El obispo de Hipona entiende el devenir de los siglos como un conflicto de raigambre teológica entre dos cosmovisiones, o “Dos Ciudades”, según le agrada decir, la Ciudad de Dios y la Ciudad del Mundo; la primera, que se funda en la afirmación del primado de Dios y la consiguiente
sumisión a Él de todas las demás cosas, el hombre incluido, al señorío de Dios; y la Ciudad del Mundo, que enarbola el primado del hombre, considerando todo lo demás, Dios incluido, como subordinado al hombre. “Dos amores crearon dos ciudades: el amor de Dios hasta el menosprecio de sí la ciudad de Dios, y el amor de sí hasta el menosprecio de Dios la ciudad del hombre”. El conflicto entre ambas ciudades es el que da todo su sentido a la historia. Obviamente San Agustín desarrolla luego morosamente su afirmación general. Las dos ciudades, afirma, no son reductibles a espacios geográficos determinados, como si los hombres de una ciudad viviesen en una zona concreta y los restantes en otra. Porque, en realidad, nos dice, están mezclados. Hay hombres de la ciudad de Dios en todas las naciones, y hombres de la ciudad del Mundo conviviendo con los primeros. Los miembros de ambas ciudades están, pues, entremezclados. Cada ciudad, nos sigue enseñando el doctor de la historia, tiene su propio Rey, el de la Ciudad de Dios es Cristo y el de la Ciudad del Mundo es Satanás. Una ciudad, la de Dios, es peregrina, porque si bien sus ciudadanos viven en este mundo, como los otros, saben que su patria definitiva no es ésta sino el cielo; los integrantes de la otra ciudad son inmanentistas, ya que hunden sus raíces en la tierra, a la que consideran su patria terminal. Cada ciudad tiene su propia consigna: “Es necesario que Cristo reine”, gritan los miembros de la Ciudad de Dios, mientras que los otros enarbolan su pretendida y soberbia autonomía: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”.
Pero San Agustín revela su admirable genio cuando nos señala que esta división de los integrantes de las Dos Ciudades, no es reductible al ámbito de la historia de los hombres, sino que descubre el origen de dicha división tan tajante en el mundo angélico. Los dos gritos que dividen a los hombres resonaron previamente en las alturas. Puestos ante una alternativa, un grupo de ángeles exclamó Mikael, que significa Quién como Dios; tal era el nombre del arcángel San Miguel, el abanderado de las milicias celestiales fieles. Y el otro grupo gritó: Non serviam, me niego a servir; tal fue la proclama de Satanás, el caudillo de los ángeles rebeldes.
Las Dos Ciudades no se restringen pues, según lo señalamos, a sólo el género humano, sino que la división alcanza a los ángeles, que precedieron a los hombres. Con todo, concluye San Agustín, no son cuatro las ciudades, dos de ángeles y dos de hombres, sino sólo dos. Los ángeles fieles están aliados con los hombres de la Ciudad de Dios y los ángeles perversos inspiran a los miembros de la Ciudad del Mundo. De ahí la sagacidad con que los hombres de esta última ciudad se mueven, hacen planes que trascienden los siglos. Lo preternatural se une con lo natural. Agreguemos, finalmente, que los dos gritos permanecen, por así decirlo, suspendidos en el aire, de modo que en cada época hay quienes adhieren al uno o prefieren el otro.

CRISTIANISMO Y CRISTIANDAD

La historia del Cristianismo comienza, como resulta obvio, con la aparición histórica del Verbo encarnado. Hemos dicho que en los días de su vida terrestre nos comunicó su propósito de reinar en los corazones y en las sociedades. Dicho doble propósito se concretó en lo que podríamos llamar, distinguiéndolos, el Cristianismo y la Cristiandad.
El Cristianismo tiene que ver con las personas individuales, cuando en sus corazones reina Cristo.
La Cristiandad, en cambio, traduce lo que el Concilio llamó “la consagración del mundo”, es decir, del orden temporal. No siempre ambos propósitos se cumplen conjuntamente. Así en la primitiva Iglesia hubo Cristianismo pero no Cristiandad, dado que, si bien eran numerosos los cristianos, heroicos, por cierto, ya que fueron duramente perseguidos por el Imperio Romano que era pagano, con todo no hubo Cristiandad, ya que mal se podía pretender en aquellos tiempos que a Cristo le fuera posible reinar en una sociedad militantemente opositora.
A pesar de ello los cristianos no se creyeron autorizados a renunciar a dicho segundo propósito. Sobre todo hombres como San Agustín la soñaron y hasta la programaron, en cierta manera, aun sabiendo que en aquellos momentos no era prácticamente realizable.
Su libro De Civitate Dei ofrece un bosquejo inicial de la Cristiandad. Sobre sus huellas, luego de la invasión de los bárbaros y su ulterior conversión al catolicismo, se fue preparando ya más de cerca. Obviamente no tenemos tiempo de exponer los jalones que hubieron de transitarse para lograr que se implantara la Cristiandad. Ya Carlomagno era lector empedernido del libro de oro de la Cristiandad, De Civitate Dei, y comenzó a gestarla, si bien incoándola. El proyecto salvífico querido por Cristo, quedó consolidado en la llamada Edad Media, que duró unos tres siglos, entre mediados del siglo XI hasta mediados del siglo XIV. Esa época ha sido vilipendiada por la intelligentzia dominante.
El nombre mismo de “Edad Media” no deja de ser absurdo. Todas las edades son medias entre la anterior y la que sigue. Pero lo que los autores del Renacimiento, que fueron quienes le aplicaron dicha denominación, quisieron decir, al apodarla de esa forma, es que se trató de un período que hizo de puente entre dos grandes y florecientes momentos de la historia, el de la civilización greco-latina y el del Renacimiento, el cual, como su nombre quería indicarlo, implicaba una retoma de aquella gloriosa civilización, luego de esta vilipendiada “época media”, época de tinieblas, de oscurecimiento generalizado. No otra cosa es lo que se enseña en los institutos educativos.
¿Qué podemos decir acerca del llamado medioevo? Debemos señalar, ante todo, que en modo alguno afirmamos que fue una época perfecta, sin lunares. Los hubo, por cierto, pero fueron considerados tales. Sin embargo, más allá de dichas limitaciones, inherentes a toda actividad humana, se trató de una época esplendorosa, en que el espíritu del Evangelio, como lo señalamos antes, logró impregnar el entero orden temporal.
Ello se realizó ante todo en el campo de la cultura. Fue en ese tiempo cuando nacieron las Universidades, las primeras del mundo, varios cientos de universidades que cubrieron la geografía europea de aquellos tiempos. En ellas florecieron talentos de primera magnitud como San Bernardo, Santo Tomás, San Buenaventura, y tantos más. Asimismo el espíritu del Evangelio impregnó el ámbito laboral. Fue la época del florecimiento de las corporaciones artesanales, no enfrentadas con los patrones, como lo estarían en los tiempos del capitalismo. Cada corporación tenía sus reglamentos de acuerdo al orden natural, en el respeto del justo precio de sus productos. El joven entraba en la corporación del oficio por él elegido, pasando por una suerte de “catecumenado” laboral: de aprendiz llegaba a artesano, título que le era conferido en una ceremonia religiosa. Cada corporación tenía su santo protector, por
lo general alguno que hubiera ejercitado el mismo oficio que sus integrantes.
También el espíritu del Evangelio llegó al ejercicio de las armas. La Iglesia de esmeró en evangelizar a los bárbaros, que habían llegado a Europa masacrando, y les enseñó a renunciar a la violencia injusta. Así nació el estamento de la caballería, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada. El caballero fue un personaje predileccionado en el medioevo. Él también era ungido como tal en una ceremonia religiosa, donde un sacerdote le iba entregando el uniforme y las diversas armas, de manera semejante al modo en que un sacerdote se reviste para celebrar la Santa Misa. La espada y la lanza eran los héroes de la vigilia, que solía celebrarse en la catedral. La ceremonia terminaba con el espaldarazo. A los noveles caballeros se les explicaba que la agresividad que todos tenemos debía ser empleada para abrirse paso frente a los obstáculos que impedían alcanzar el bien. El recurso a la fuerza existe en toda sociedad. Si se lo quita al caballero, como de hecho sucedió al desaparecer la Cristiandad, no desaparece: la ejercerá el bandido, el usurero, la empresa sin alma, o el Estado endiosado. Así nació el ejército nuevo, impregnado de espíritu católico.
Asimismo se abordó el campo del arte. No era posible que quedase olvidado en una época que ponía su gozo en adherirse a la verdad, natural y sobrenatural, tan íntimamente unida con la belleza, que no es otra cosa que el esplendor de la verdad. Los dos estilos arquitectónicos que se vieron privilegiados en todo el mapa de la Cristiandad, fueron el románico y el gótico. Si bien también los edificios civiles se nos muestran esbeltos, lo mejor del arte medieval se concentró en las catedrales. El arte románico apareció en torno a Año Mil, con reminiscencias de Roma, de Bizancio, e incluso del Islam. Sus iglesias robustas, inspiradas en la basílica romana, simbolizaban admirablemente la solidez en la fe. Luego floreció el gótico, de ímpetu tan vertical, que simboliza el vuelo libre y audaz del alma mística hacia las alturas, hacia Dios. La agilidad de los altos muros, sostenidos desde afuera por los contrafuertes, permitía abrir ventanales de colores que parecían llamar a la iluminación policroma de los vitrales. Una fiesta de luz. Lo propio del gótico fue la ojiva, o mejor, el cruce de ojivas, que se cierran como se juntan las manos para la plegaria.
Dentro del entorno del misterio, la música sagrada ocupaba un lugar relevante, sobre todo la música gregoriana, la más adecuada para la catedral y tan pletórica de belleza. No en vano diría Mozart: “Yo daría toda mi obra por haber escrito el Prefacio de la Misa gregoriana”. La catedral fue algo así como el centro de la Cristiandad. De allí emanaba toda la actividad cultural de la época: el teatro, la literatura… Pocas veces una sociedad se expresó por entero en sus monumentos.
La Edad Media logró hacerlo en las catedrales. Imaginemos que de toda aquella época no hubieran subsistido más que las catedrales: ellas bastarían para que comprendiésemos su cosmovisión. La catedral es la expresión más adecuada del espíritu de la Cristiandad. Chartres fue comparada con la Suma Teológica de Santo Tomás. La Catedral es Cruzada, Suma, Universidad, Caballería, Corporación. Qué bien lo entendemos a Dostoievski cuando en su Diario íntimo, relatando sus reflexiones mientras recorría la vieja Europa, nos cuenta con estremecimiento cómo, en cierta ocasión, advirtiendo la decadencia espiritual y la ruina moral de Occidente, ya rebelde el espíritu de la Cristiandad, se arrojó sobre los restos de una catedral superviviente, y abrazando esas ruinas, lloró amargamente pero también lleno de nostalgia y emoción.
Destaquemos, finalmente, cómo la Cristiandad consagró el poder político. Una pléyade de reyes santos cubrió el mapa de Europa: San Luis de Francia, San Fernando de España, San Vladímir de la antigua Rusia, San Enrique de Alemania, San Esteban de Hungría, y tantos más. Desde el siglo XI los reyes eran consagrados como tales en la catedral. La víspera de la coronación, se dirigían por la tarde a la iglesia, permaneciendo allí en oración hasta la madrugada. Al llegar la hora, juraban sobre los Santos Evangelios ser fieles a los deberes de su mandato. Luego, a semejanza de los sacerdotes que se aprestan a celebrar la Misa, eran revestidos con los atributos reales, pieza por pieza, de acuerdo a un ritual litúrgico que aún se conserva. En el momento culminante, el arzobispo, tomando óleo consagrado, lo ungía en la frente, en el pecho y en los hombros. Luego lo revestían con la túnica y la capa, ascendiendo de este modo al trono, con el cetro en la mano derecha y la varita de la justicia en la izquierda, mientras el arzobispo y los nobles colocaban pausadamente la corona sobre su frente. Desde ahora era “el vicario de Dios para el orden temporal”.


miércoles, 18 de noviembre de 2015




"Un militantismo pseudo-progresista está des-educando a nuestros hijos"

Claudia Peiró
El educador y ensayista francés Marc Le Bris dijo a Infobae que una igualdad mal entendida lleva a negar la selección por el mérito e "impide a los niños correr hacia lo mejor, como los futbolistas hacia el arco"

Marc Le Bris fue formado como maestro en los tiempos rebeldes de Mayo del 68, cuando la consigna por excelencia era "prohibido prohibir" y "abajo la selección". La primera enseñanza que le dieron fue: "Los alumnos tienen más para enseñarnos a nosotros (los maestros) que nosotros a ellos".
Unos pocos años de práctica en el aula le bastaron para darse cuenta del error. Desde entonces, en paralelo a su larga carrera docente –está retirado del cargo de Director de Escuela primaria desde hace dos años- se dedicó a cuestionar todos los derivados de aquella concepción: losmétodos de enseñanza de lectura llamados globales o naturales, la idea de que "el alumno construye su propio saber", la negación de la autoridad docente, la autonomía del niño y una obsesión por los métodos que lleva a desmerecer los contenidos, es decir ni más ni menos el conocimiento.
También denuncia los eufemismos con los que hoy se busca justificar y ocultar el fracasode estas concepciones: la prohibición de la repitencia, la eliminación de las notas porque discriminan, el remplazo de los grados por "ciclos" (para disimular que los niños ya no aprenden a leer y escribir en un año como en la escuela tradicional), la creación de diplomas nuevos de baja calidad para quienes fracasan en la universidad, etcétera.
Salvando las diferencias entre ambos países, Francia y Argentina viven una situación similar: tenían una escuela pública de excelencia que estas concepciones educativas están llevando a una continua degradación. Según la última encuesta PISA (2013), en Francia, 22% de los alumnos de lo que equivaldría a nuestro 1er año de secundaria (es decir de 12 ó 13 años) están en "situación de fracaso grave" y son "incapaces de participar de manera activa y eficaz en la vida social". Y una encuesta del propio gobierno francés constató que 20 por ciento –uno de cada cinco- de los alumnos de 3er año del secundario son "incapaces de darle sentido a una información y de interpretar un texto simple".
Dos de los teóricos responsables de estas concepciones, señalados por Le Bris, son consumidos también entre nosotros: el sociólogo Pierre Bourdieu, ya fallecido, pero siempre leído en nuestras universidades, y el pedagogo Philippe Meirieu quien, pese a los malos resultados de su gestión al frente de los institutos de formación docente de su país, fue recibido en Argentina como portador de una verdad revelada, cuando vino en diciembre de 2013 invitado por Flacso.
Es especialmente interesante escuchar a Le Bris explicar la incidencia de estas visiones en los malos resultados de los alumnos franceses, en momentos en que las autoridades educativas argentinas se disponen a dar un paso más hacia la destrucción de los últimos reductos de excelencia de nuestra educación pública, disminuyendo la exigencia en los colegios secundarios que dependen de la Universidad de Buenos Aires (Nacional, Pellegrini, ILSE), en los que ahora se podrá pasar de año con dos materias sin aprobar, cuando hasta ahora se aceptaba una sola previa. No sólo eso: en el nuevo colegio de la UBA (la recién creada Escuela Técnica Universitaria de Lugano), se sustituyó el examen de ingreso tradicional en estos establecimientos por un sorteo. "El objetivo es lograr inclusión con calidad académica. El acceso no será meritocrático", afirman sin sonrojarse.
Última aclaración, antes de leer lo que sigue: Marc Le Bris, autor entre otros títulos de "Y vuestros hijos no sabrán leer ni sumar", no es de derecha; hijo de militantes comunistas, sus simpatías políticas van más bien hacia la izquierda, lo que no le impide reconocer que ésta suele ser mucho más destructiva –o desconstructiva, para usa la jerga académica de moda- en materia de Educación.
-Usted ubica un punto de inflexión en la educación en Francia hacia fines de los 60, cuando se van gestando estas teorías pedagógicas a las que hoy responsabiliza de la decadencia educativa en su país...
Yo estaba entonces en el instituto de formación de maestros y creí en eso: creí que estábamos salvando a los niños de la zoncera en la cual los mantenía la clase dominante, pero luego la realidad de la práctica.... Mis padres eran maestros, de izquierda, comunistas, y con el b-a = ba, el método Boscher (1), sacaron a los hijos de los campesinos del analfabetismo y los llevaron a integrar las elites.
¿Qué pasó luego?
Esa eficacia de la educación francesa hasta los años 60 fue derribada ideológicamente por gente que era aún más progresista, en el sentido político, eran militantes, algunos sindicatos de izquierda –los partidos de izquierda están muy representados en el ámbito docente- que inventaron o trajeron estos métodos, entre comillas revolucionarios, que iban a salvar a los hijos del proletariado de las garras de la patronal.
¿Qué lo llevó a usted a revisar todo eso?
Tuve que sumergirme en la realidad para ver que eso era totalmente falso, esa descripción era una descripción militante, partidaria, no era una descripción de la realidad. A partir de los años 70 dejamos hacer cosas mucho más peligrosas para la sociedad que aquellas contra las cuales decíamos enfrentarnos; dejamos instalarse la des-culturación. El oficio de maestro era notable en la Francia de aquellos años, pero permitimos que fuese destruida toda la práctica material de la enseñanza que en los tiempos de mis padres estaba en manos de los docentes; todo eso fue descartado, despreciado, dejado de lado, y se perdió un oficio. A los grandes maestros que tenía Francia, grandes profesionales, se los pasó a retiro con tremendo desprecio. La escuela de los años 60 era excelente. El problema que tenemos hoy en Francia es que ya nadie sabe cómohacer y la escuela francesa, después del paso del señor Philippe Meirieu y de Jean Foucambert, defensor del método global de enseñanza de lectura (2), la escuela francesa está en caída libre, luego de haber sido una de las mejores del mundo.
"BOURDIEU DICE QUE LA ESCUELA ESTÁ AL SERVICIO DEL CAPITALISMO, DE LA CLASE DOMINANTE. NO ES CIERTO"
Al revés de lo que sostuvieron muchos teóricos, usted afirma que la escuela francesa tradicional era igualadora...
La escuela pública francesa iba consciente y voluntariamente hacia una finalidad, ejercía su autoridad, era un santuario en el cual los niños podían evolucionar, aparte de sus padres, aparte de la educación familiar. El gran progreso de la escuela se dio a partir de 1880 y 1920. Y en 1950, el hijo de campesino se convierte en subdirector de (la empresa estatal) Electricidad de Francia, y los hijos de obreros se convierten en profesionales, no todos, por supuesto, pero hubo una renovación de las elites, gracias a la escuela pública, es decir, gracias a la elevación de los mejores en base al mérito escolar.
Esa renovación tuvo lugar, contrariamente a lo que fue escrito por sociólogos como Pierre Bourdieu, que dice lo contrario de lo real. Bourdieu dice que la escuela reproduce la estructura social y que está para eso. Que está al servicio del capitalismo, de la clase dominante. Es mentira. Yo tuve compañeros que eran hijos de campesinos bretones y que se convirtieron en grandes ingenieros, en gerentes de grandes empresas francesas. Pero la cosa va más lejos aún. Como el fenómeno en Francia tiene 30 años, ya vemos el resultado: las familias burguesas de izquierda -en Francia la izquierda es muy burguesa-, que son familias letradas, familias de grandes lectores, que creyeron en todas estas teorías y se alegraron por la libertad que se les daba a sus niños, generan hijos iletrados. Es decir, se da el fenómeno contrario a lo hecho por la Tercera República (1870-1940) y en especial después de la Primera Guerra cuando, mediante un gran esfuerzo de la escuela primaria, se alfabetizó, se ilustró a un país entero.Ahora estamos des-ilustrando, mediocrizando a estos hijos de burgueses con los que ahora no sabemos qué hacer.
"QUE UN PAÍS CREE UNA LICENCIATURA DE CLOWN ES EL SÍNTOMA DE UNA GRAVE DECADENCIA"
¿Y qué se hace con ellos?
Bueno, como las verdaderas clases dominantes hoy en Francia son estos burgueses de izquierda, han creado una gran cantidad de diplomas de poco valor para poder diplomar a todos estos malos alumnos. Francia es una productora en gran cantidad de estos pequeños diplomas. Francia resolvió este problema de los hijos de la clase dominante real, es decir, de izquierda, inventando diplomas. Tenemos incluso una Licenciatura en Clown (payaso). Le aseguro que es verdad. Para mí, que un país cree una Licenciatura de Clown es el síntoma de una grave decadencia.
La influencia de algunos de esos autores que usted menciona sigue vigente, incluso fuera de Francia...
Considero que Meirieu, Bourdieu y Foucambert son destructores de sociedad. La escuela del señor Meirieu no hizo un trabajo de exigencia, de rigor, de civilidad, hacia los niños,especialmente los más desfavorecidos, al punto que tenemos en Francia hoy zonas sin ley, zonas de iletrismo. La escuela de Meirieu no hizo su trabajo y es responsable de esta destrucción muy profunda del tejido social que hace que Francia sea un país en decadencia, no sólo escolar, sino moral.
¿De donde viene esta concepción de que el niño construye su propio saber, que el maestro aprende más del niño que viceversa?
¿Cómo hemos llegado a esta negación de lo real?, me pregunto yo. A ser capaces de decir lo contario de la realidad. En la escuela normal de maestros, yo tenía un profesor que nos dijo y nos hizo escribir en nuestra carpeta: "Los alumnos tienen más para enseñarnos a nosotros que nosotros a ellos". Puedo aceptar que, en algún momento, ante un chico que no entendía algo, yo haya aprendido a explicárselo mejor, pero aparte de eso, que dos y dos son cuatro soy yo el que se lo tengo que enseñar a él. Esta forma de hablar al revés, este estilo de poner lo secundario en el lugar de lo principal, se ha convertido en un funcionamiento intelectual: en vez de describir la realidad, hacemos comunicación, comunicamos, decimos cosas lindas.
La otra explicación que encuentro es el trauma de la Segunda Guerra Mundial. Pese a la ilustración, a la ciencia, al progreso, pese a todo eso, fuimos a la barbarie en esos años. Y la peor expresión de esa barbarie fue la selección, por criterios raciales y religiosos. Esa selección es la herida de Occidente.
Entonces, a partir de los años 60, se amalgamó eso con el hecho de poner una buena nota a los buenos alumnos y una mala nota a los malos alumnos. Una de las consignas de Mayo del 68 era "¡Abajo la selección!" La selección fue vista por un lado como la expresión de la barbarie y, por el otro, siguiendo a Bourdieu, como obra de las clases dominantes, más o menos oculta. Para mí es la conjunción de estas dos cosas, las teorías de Bourdieu sobre que la selección es una obra de las clases dominantes que se preservan embruteciendo al pueblo, lo que por otra parte es falso, y el hecho de que queremos ser todos exactamente iguales y así hemos llegado a negar la realidad, a no decir las cosas como son.
"LA ESCUELA DE HOY ES COMO UN EQUIPO DE FÚTBOL QUE TIENE PROHIBIDOS LOS GOLES"
¿Cómo se refleja esta negativa a la selección?
Por ejemplo, si una clase determinada de escuela tiene buenos resultados, o muy buenos resultados, se lo oculta, al punto de que el maestro que trabajó bien no tiene "retorno" para saber cómo va su trabajo. Trabajamos a ciegas los maestros, pero también los niños. Antes le poníamos 10 al alumno que respondía bien a 10 preguntas. Hoy NO le ponemos un 2 al que no sabe nada. No le decimos nada porque no hay que seleccionar. Al chico que no aprendió las tablas de multiplicar no podemos decirle que eso está mal, que es malo para él, malo para su carrera, para su apertura mental; no se le dice nada porque no queremos seleccionar y eso impide a los niños correr hacia lo mejor, como los jugadores de fútbol hacia el arco. La escuela que surge de esto es como un equipo de fútbol que tiene prohibidos los goles. Es un caos. Nos peleamos en la cancha, hacemos otra cosa, ya no sabemos actuar individual ni colectivamente.
En Argentina se ha prohibido recientemente la repitencia entre 1º y 2º grado con el argumento de que los niños necesitan más de un año para aprender a leer y escribir. Pero en la escuela tradicional se aprendía a leer, escribir, sumar y restar en el primer grado, ¿no es cierto?
Sí, es lo normal, incluso muchos aprenden a leer en preescolar. No es difícil aprender a leer. Por poco que al niño se le enseñen unas letras y sílabas, aprenderá a leer. Lo que es difícil es aprender a leer con métodos que no están hechos para eso. Con el método global, entre 4 y 5 niños de cada 10 no saben leer a fin de año. Y con el método alfabético, apenas 2 de cada 100.Me he cansado de pedirle al Ministerio que haga una medición de los resultados al término del primer grado en función del método de lectura utilizado. Basta un año para hacerlo. Pero nunca lo he logrado.
"HAY QUE PARAR CON LAS IDEOLOGÍAS, COMPARAR RESULTADOS, Y LISTO"
Lo que sí hemos logrado en este combate iniciado hace unos quince años, desde que yo empecé a publicar mis críticas, es la libertad pedagógica para que los maestros puedan usar el método que consideren más eficaz, y cada vez son más los que vuelven al alfabético. Las cosas están cambiando, pero no todo lo rápidamente que yo desearía. Ahora bien, cuando la izquierda vuelve al poder, todos los progresos sobre cuestiones de lectura y de eficacia de la enseñanza retroceden. No digo que la derecha haya hecho demasiado en materia educativa, pero la izquierda siempre es catastróficamente desorganizadora en esto, se la pasa reescribiendo los programas, prohibiendo la repitencia, hablan de suprimir las notas, tuvimos 3 ministros en 4 años, no saben para qué lado van...
Hay un momento en que hay que parar las ideologías, porque estos son temas técnicos, hay que hacer lo que funciona, se comparan dos métodos y se ven los resultados, y listo.
Y tengo que seguir reflexionando sobre su pregunta, porque no respondí del todo. ¿Por qué se instaló con tanta fuerza esta negación del rol docente y de la transmisión del saber como función central de la escuela?