El Padre más grande de la
Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia
y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia dejó
una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
San Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona
(hoy Anaba, en la costa de Argelia), y que de
esta ciudad del África romana, de la que san Agustín fue obispo desde el año
395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo
sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz
de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca.
Las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual es
su obra más famosa. Por su atención a la interioridad y a la psicología,
constituye un modelo único en la literatura, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida
espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, permanece
para siempre, como una "cumbre" espiritual.
San Agustín nació en Tagaste, en el África
romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que
después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer
apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo
educó en la fe cristiana. Aunque fascinado por la figura de Jesucristo, se
alejó cada vez más de la fe y de la práctica eclesial, como sucede también hoy
a muchos jóvenes.
Cuando Agustín leyó el Hortensius, obra de Cicerón que después se
perdió, ese texto despertó su amor por la sabiduría.
No quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su
deseo de verdad... De esta manera, cayó
en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una
religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos
principios: el bien y el mal. Se
hizo maniqueo, convencido de que había encontrado la síntesis entre
racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una
ventaja concreta para su vida. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas
personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y
progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería
mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el
bautismo junto al lago de Como, participando en los Diálogos que
san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Alrededor de sus veinte años, fue profesor de gramática y pronto se
convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo,
comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente
desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas;
se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial
y donde había obtenido un puesto de prestigio.
En Milán, Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.
En Milán, Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.
La conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al
final de un largo y agitado camino interior. Se trasladó al campo, al norte de
Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo y un
pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la
Vigilia pascual, en la catedral de Milán.
Después del bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus
amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su
hijo.
Tras regresar a su patria, se estableció en Hipona para fundar allí un
monasterio. En esa ciudad fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con
algunos compañeros la vida monástica, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.
Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida
pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor
entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad.
En Hipona, cuatro años
después, fue consagrado obispo, y lo fue ejemplar por
su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a
sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del
clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de los
exponentes más importantes del cristianismo de esa época: muy activo en
el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus
más de 35 años de episcopado, influyó notablemente en la Iglesia del África romana y en el
cristianismo de su tiempo, afrontando herejías tenaces
y disgregadoras, como el maniqueísmo y el pelagianismo, que
ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su
vida: afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba
asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su
amigo Posidio, el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los
salmos penitenciales "y pidió que colgaran las hojas en la pared de
enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y
leer, y lloraba intensamente sin interrupción" Así pasaron los últimos
días de su vida. Falleció el 28 de agosto del año 430, sin
haber cumplido los 76 años.
En sus escritos lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san
Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o
menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo,
un contemporáneo que me habla, que habla con su fe lozana y actual.
Fuente: Benedicto XVI. Audiencias de los Miércoles 9 y 23 de
enero de 2008. (Extractos)