sábado, 8 de abril de 2017

Semana Santa, para la reflexión

Dos interrogatorios

(Mt 26, 57-75)


Es madrugada del viernes,
y las tinieblas se espesan
porque la Luz verdadera
se ha ocultado en obediencia.
El palacio de Caifás
es para siempre escenario
de dos interrogatorios
que ocurren en simultáneo.

En la gran sala, el Sinhedrio,
que ya tiene la sentencia,
la hará oficial y solemne
en una farsa que, ciega,
henchida de hipocresía,
vomitará su malicia.
Le pagaron al traidor,
sobornan testigos falsos,
son los sepulcros blanqueados
que cubrirán su maldad
con falaz legalidad.
La Verdad está callada,
pero, cuando es conjurada,
en dos palabras encierra,
con majestuoso valor,
toda la Historia Sagrada
y su esperanza mesiánica.
Como esos jueces inicuos
“no tienen temor de Dios
ni respeto por los hombres”,
ha quedado la mentira
entronizada en sus vidas;
la Verdad los horroriza,
su luz los escandaliza,
y con odio demoníaco
por blasfema la condenan.

En el patio, mientras tanto,
dos azorados discípulos
intentan seguir los pasos
que su maestro está dando.
Son Pedro, el más arriesgado,
y el joven Juan, el amado,
que procuran acercársele
entre el gentío del atrio.
Todo es suspenso esa noche;
la gentuza está expectante,
cuchichea por lo bajo;
porque hasta ellos presienten
que ha de ocurrir lo terrible,
lo más espantoso y grande.
Una sirvienta primero,
y más tarde otros criados,
viendo a Pedro reconocen
que es de los seguidores
del que está siendo juzgado.
Pedro tranquilo al comienzo,
pero luego enfurecido,
replica con juramentos
que nunca lo ha conocido.
Un gallo canta anunciando
que se acerca la mañana;
por dos veces ha cantado,
y despierta la conciencia
de Pedro, porque recuerde
lo que el Maestro dijera:
“has de negarme tres veces”.
Entonces, como un flechazo
que desgarra el corazón,
Jesús lo mira con pena
y él se deshace en llanto.

Señor mío Jesucristo:
cuántas veces, como Pedro,
mi alma envalentonada
juró que te seguiría
“adonde quiera que vayas”.
Y cuántas retrocedí
por torpe respeto humano,
por placeres, vanidades,
o temores infundados.
Dame, Señor, muchas lágrimas
para lavar mis pecados,
pero dame, sobre todo,
buscar siempre tu mirada
y la gracia de encontrarla.



MGdeJ