sábado, 28 de mayo de 2016

La magnanimidad intelectual. (2 de 3)

 Por Fray Diego de Jesús

Todo esto parece alejarnos cada vez más de nuestro intento por fundar el buen pensar en magnanimidad. Y así parece, pues solemos asociar la templanza de modo unívoco con la moderación, entendida ésta como refreno de las pasiones. Pero desde una sana antropología, la templanza —temperantia— no es mero “freno”, sino justo medio entre dos extremos igualmente viciados. Para los hombres pálidos del norte —decía con sorna Lewis— esos que ven con suspicacia y recelo todo apasionamiento, la mesura es la madre de todas las virtudes. Para ellos, el famoso “todo con moderación” es la regla de oro del hombre sensato y ético. Pieper los “disclosura”, descerrajando y ventilando el tufillo de esta “tibia atmósfera de invernadero”, donde cultivan su penosa ética burguesa.
Monasterio del Cristo Orante, Tupungato, Mendoza

Para nosotros la templanza es cosa muy otra. Alude ante todo a un ordenar las partes dispares, armonizar lo diverso, proporcionar las partes en el todo (es el sentido primigenio de la sophrosyne griega). El vocablo “moderación” lo expresará bien si ésta supera su sola connotación negativa de freno y limitación y asume su aspecto positivo como aliento y ampliación. Tal vez nuestro castellano “moderador” sea un buen ejemplo, pues quien tenga que hacer de tal (en un debate o conversación, por ejemplo) sabe bien que no sólo le atañe acallar al exaltado o avasallante, sino también promover la participación de los más timoratos o retraídos.
Algo de eso ha de hacer la templanza ante nuestras pasiones. Y apurando el retorno a nuestro asunto digamos: algo de eso ha de hacer la virtud de la studiósitas ante encontradas fuerzas interiores que pugnan por establecer qué sea cognoscible y qué no y entablar la marcha hacia ello. Por decirlo de algún modo: todos llevamos dentro un enano racionalista y un enano irracional. Alguien ha de moderar sus voces para que se aúnen en una armonía superadora.
Si la humildad es la forma fundamental de la templanza, y la magnanimidad es el complemento a la humildad, se entiende bien —ya en términos de intelección— cómo el pensar virtuoso, si carece de grandeza de ánimo astringe inevitablemente el poder de su actividad. Como hermanas gemelas —dirá santo Tomás— tanto la magnanimidad como la humildad se distancian ambas ya de la soberbia como de la pusilanimidad, protegiéndose mutuamente de ambos desvaríos posibles.
Y éste es un nudo meduloso de todo nuestro asunto: el hombre actual es mentecato, retraído, acomplejado, pusilánime y medroso ante el conocimiento de la verdad. Se enfrenta a la realidad con la mente enjuta y encogida, acobardado y abatido ante la impenetrable y hermética materia.
Claro está que esa arrogante superioridad de sabihondo engreído con que este mismo hombre posmoderno se arroga estar en la cresta del máximo desarrollo mental de su especie no es más que la lógica reacción propia de todo acomplejado y resentido.
La soberbia racionalista no es más que la erupción epidérmica del complejo de escepticismo en su fase exultante. Pero el problema de fondo que afrontamos es el de una cultura hundida en la negrura de la pusilanimidad intelectual: la insoportable levedad del conocer, diría Kundera. Una libido sciendi anoréxica y deprimida si no derrotada, que se arredra ante la susurrante realidad. El sordo —negando o sin negar su sordera— sentencia que el mundo es mudo.
De ahí la propuesta por erigir la magnanimidad como eficaz ensanchamiento del horizonte racional. No sólo —como emprende con vigor nuestro Papa Benedicto— en orden a dar cabida a la fe como su horizonte: sino ante todo para dilatar su natural apertura a lo real.
Y esta dilatación la realiza la mítica. El pensamiento mítico es una suerte de elongación de los tullidos tejidos lógicos; un kinesiológico estiramiento de la mente, tan penosamente yerta y entumecida. Es la holgura mítica la que con mano experta y delicada asume la taumatúrgica extenso mentis ad magna.

Pero valga notar esto, tan propio de los recodos humanos: esta mortecina y macilenta libido sciendi carece de apetito. O más precisamente: se siente satisfecha. De ahí que la analogía con la anorexia sea tan oportuna y precisa. El hombre actual no sabe nada, no entiende nada y se siente opíparo así. Como decía el sabio Chesterton, la más terrible maldición que puede abatirse sobre hombres y pueblos, es un mal sin nombre al que llamamos satisfacción.
Se siente lleno pues, por cierto, se lleva a la boca material cognitivo —datos, números, información—, pero que carecen de sustancia. Son puro aire, diría san Pablo, explicando esta ciencia que infla (1Cor 8,1).
Así se instala esta no menuda paradoja, de un hombre que ha dado por perdida la batalla por entender las profundidades de este cosmos, y se erige no obstante muy parado-encima-de (epi-steme) los enigmas que cree dominar, confiándolos al poder científico. La vanagloria del sabihondo cientificista es la expresión exacta de esta paradoja: se siente satisfecho, en el sentido del satis, del tener suficiente, siendo que esa hinchazón es vacua, vana, flatus mentis. De ahí se entiende la suficiencia del necio y la humildad del sabio. Simone Weil —caso paradigmático de magnanimidad mental— alertaba al pensador sobre esta posible “saciedad prematura”.

La magnanimidad intelectual aspira a ingresar en la corriente de vida con que el Amor divino creó los mundos y se manifestó. Conocer, desde esta grandeza de ánimo, tiene la desmesurada pretensión de presenciar no sólo la realidad hecha —el factum— sino el haciendo, el in fieri de la Creación continua. No se conforma con el magnífico prado nevado: quiere ver nevar. Y para eso ingresa en la intimidad misma del Origen, a boca de surgente, al pie del voraz ex nihilo. Bien lo ha espigado Leon-Dufour, en una de las entradas más logradas de su famoso Diccionario bíblico, al tratar la voz “conocer”: para el lenguaje bíblico conocer es intimar; no es apoderarse de un dato sino ingresar y percibir experiencialmente la rugosidad interna de aquello conocido. Así se conoce el sufrimiento, el pecado, la guerra, la paz, el bien y el mal.

Y hay algo magnífico en este conocer como ingresar en una corriente. Tal concepción nos presenta la experiencia cognitiva no como una estática captura fotográfica sino como un dinámico insertarse-en-el-sentido en que una verdad viene siendo. “Hacer la verdad” —misteriosa expresión joánica— es hacer el itinerario, hacer el viaje del no-ser a tal-ser. Y hacerlo en el mismo sentido en que lo hace la realidad en cuestión. Levinas entendió bien esta inclaudicable vinculación entre sens como logos y como dirección, de clara raíz hebrea. Conocer, por tanto, en este decir profundo, desde este ensanchamiento mental, es barrenar la indomable hondura de la realidad en el mismo sentido en que viene. Y el insensato, por tanto, es el que no dio con este rumbo, con esta corriente.
Curiosamente, las “desmedidas” pretensiones de la arrogancia racionalista jamás soñaron siquiera con grandezas tales. ¡Leer el Mundo por dentro! ¡Intus-legere!

miércoles, 25 de mayo de 2016

La magnanimidad intelectual. (1 de 3)

Por Fray Diego de Jesús

Conocida es la definición de magnanimidad que da santo Tomás en su Summa: extenso animi ad magna. Estribando en ello resulta factible intentar imaginar en qué consista esta virtud aplicada al conocimiento. Al apetito cognitivo, para ser más preciso.
La magnanimidad —virtud descuidada, como tantas— es esta tensión del alma hacia grandes cosas, hacia lo extraordinario, hacia lo sublime, hacia el exceso (lo excedido de lo comedido). Algo le dice al hombre que hay más y que puede ese más; que el bien es más grande de lo hasta ahora apetecido; que la verdad es más ígnea y lumbrosa de lo hasta aquí tanteado; y que hay más, mucho más asombro, fascinación, embeleso posible del que uno ha vivido ante lo bello. Algo le dice al hombre… Hay un algo (objetividad), hay un dictum (expresión) y hay un hombre potencialmente receptor de esa —tan inminente como ausente— plusvalía. Esa potencia es inmensidad interior. Es caja de resonancia. Lo diminuto y sutil —anotaba Bloy— sólo retumba cuando la acústica de un espacio inmenso y vacío le ofrece cabida. En tal sentido cabe decir que las frecuencias más delgadas y delicadas en que sintonizar el paso de Dios sólo son percibibles por aquellos que tienen no sólo limpio sino grande el corazón. Magno como inmensa y majestuosa catedral.
Cuando éste se ensancha, hasta el alfiler que cae sobre la losa de su suelo retumba audible. Por eso, si la grandeza de ánimo es el ornato de todas las virtudes —al decir de santo Tomás— nada obsta a que nosotros lo apliquemos a las virtudes intelectuales, que cobran un realce peculiar cuando habitan y operan desde una inmensidad.
Muchos de los rasgos y tonos que santo Tomás, minuciosamente va pincelando en la cuestión 129 —verdadero tratadillo sobre la magnanimidad—, son uno por uno aplicables al orden intelectual. El magnánimo es audaz, es osado, es honrado, no es miedoso, no repara en el parecer ajeno, es intrépido y confiado, empecinado y provocativo, no es esclavo, no es autómata, no es conformista. Desde estos rasgos, cualquiera sospecha los anchurosos horizontes que esto ofrece al pensador magnánimo.
Se trata de pensar bien. Y no se piensa bien con el corazón ni sin el corazón sino en el corazón. Él no es la potencia cognitiva sino el ámbito catedralicio donde ésta despliega sus dotes. Fuera del corazón, el canto de la inteligencia es un opaco y apagado ruido seco, sin reverberancia alguna. Y si fuera él mismo quien procurara cantar, mayor desastre aún sería el resultado… como si el pie intentara escuchar o el ojo caminar.
El hombre moderno —oportuno es recordar que Occidente lleva ya una semana de siglos de modernismo— pendula entre el vidrioso racionalismo y el fláccido irracionalismo; fluctúa entre el piquete demoledor de la duda y el ácido disolvente de la sensación. Del iluminismo al New Age, del cientificismo y positivismo a la cábala y horóscopo.
De ahí este estado de emergencia epocal en que se torna tan apremiante devolverle a la inteligencia humana su precisa ponderación, alejándola tanto del endiosamiento como de la demonización. Huelga avisar que ese doble distanciamiento obviamente no ha de procurarse torpemente buscando el geométrico punto intermedio entre estos desvaríos. Ambos son reduccionismos, y por tanto se alejan en la misma dirección de la verdad, que se halla en el sentido contrario de ambos, en dirección a Lo Abierto.
Desde hace un tiempo se ha instalado un bello tópico para la formación cristiana: la santidad de la inteligencia. Es el antídoto exacto que hace de contrafuego a estas dos distorsiones del saber. El secreto está en incluir el ejercicio de la razón en ese gran proyecto de santificación. No basta con hacer foco en las virtudes teologales y cardinales, aplicadas a afianzar en buenos hábitos el ejercicio de nuestra voluntad. Si bien es cierto que la inteligencia no tiene “salida directa a la calle” más que a través de la voluntad, y que por tanto no puede pecar por sí misma, no anula eso la posibilidad de un “mal” ejercicio de la razón. Tanto por desaciertos de sus propios hábitos (virtudes intelectuales propiamente dicho), como por influencia de las pobrezas de la voluntad al estirar su mano en apetito cognitivo. Famosa, por caso, es aquella aplicación de las virtudes cardinales a la vida intelectual que hacía Emilio Komar, desarrollando con maestría qué fuera la templanza intelectual, o la fortaleza intelectual, no menos que la justicia y prudencia en el ejercicio del buen pensar.
En parecida línea, el valioso padre dominico Marie-Dominique Philippe ha escrito mucho sobre este asunto, acentuando la necesidad de vivir una “purificación del intelecto”. Mas no ha de limitarse el programa de santificación intelectual —insiste el fraile— a la fase negativa; sigue a ella ese positivo crecimiento contemplativo que confiere mayor apertura y visibilidad sobre la realidad completa.
Quien ve más, tiene razón, sintetiza Balthasar en el Epílogo de su Trilogía. Uno podría agregar: quien sana su razón, ve más.
La extenso mentis, de modo espiralado, hace de causa y de efecto en este ir de bien en mejor, en el uso de la razón. Es su fruto y su vientre.
Santo Tomás no desatiende la moralidad de la actividad intelectual. Y no sólo —como podría pensarse— previendo un contexto virtuoso al ejercicio de la razón (como él mismo plantea en el de Veritate cuando reflexiona sobre las razones del desacierto) sino en el ejercicio mismo del pensar. A la virtud en cuestión la llamará studiósitas.

Ahora bien, lo curioso del caso es que el santo considera esta virtud como una forma de templanza; cosa que tal vez muchos no hubiéramos sospechado. Más bien solemos asociar la ardua labor del intelecto con la fortaleza, dado que el tedio y la pereza nos acechan, y el esfuerzo de atención suele flaquear. O con la justicia, ya que se trata de dar a cada realidad la verdad que le corresponde y variada e ingeniosa suele ser nuestra astucia para hacer trampa en esto, y caer en la tan mentada deshonestidad intelectual. Pero no: el Doctor Angélico no lo duda un instante: es un modo de templanza, frente a la insana curiosidad, que es su vicio opuesto.