miércoles, 15 de agosto de 2018

15 de Agosto: la Asunción


 La Asunción

¿Podía ser cielo el Cielo
sin que estuviera María?
Pues desde el primer instante
quedó Ella preservada
de la desgracia que aflige
a toda la raza humana,
por la conquista que haría
a su tiempo el Unigénito,
¿por qué su carne tendría
que pagar el mismo precio?
Si nueve lunas moró
el Sol, tal sagrado seno,
¿cómo no protegería
con su Poder amoroso,
a la que lo amamantó,
de las tinieblas del cieno
y el horror del cementerio?
¡No fuera cielo su Cielo
si le faltara María!
Y ya que el Verbo humanado
recibió de aquellas manos
mil caricias y cuidados
con los besos de sus labios,
ordenó que sus legiones
–los ángeles que lo sirven-
se la llevaran en brazos.
Por eso el Cielo es más cielo
desde que tiene a María.
 MGdeJ
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Los ejes de la educación humanista


LA EDUCACIÓN HUMANISTA
1.    ¿QUÉ INTENTA, QUÉ PRETENDE LA EDUCACIÓN HUMANISTA?
Podemos comenzar por la magnífica definición que plantea Ruiz Sánchez al referirse al proceso de la educación como “el auxilio al hombre, en tanto indigente y falible, para que alcance la plenitud dinámica, esto es, la capacidad estable y el orden interior que le permita alcanzar libre y rectamente, los bienes individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su naturaleza”.
En síntesis: Que el hombre llegue a ser verdaderamente hombre.
Sí, por cierto, se trata de ayudar al otro –hijo, alumno, discípulo- a alcanzar la plenitud, el completamiento, toda la perfección posible en esta vida, la plenitud dinámica, ese plexo armónico de virtudes intelectuales y morales que hacen al hombre verdaderamente humano y libre. Por supuesto, esto consiste en la adquisición de la templanza, la fortaleza, el arte, la ciencia, la prudencia, la sabiduría, la justicia,…  todos hábitos que se adquieren mediante el ejercicio.
El término “auxilio” destaca el hecho de que la actividad principal corre por cuenta del sujeto que se educa, quien está en potencia activa para hacerlo. La persona nunca es un material absolutamente pasivo frente a los actos del educador, como lo sería la arcilla en manos del escultor. Por eso es importante que en la medida que pueda comprenderlo, el educando conozca el fin de lo que se le pide que haga, y que participe queriéndolo.
Se trata, para quien se está educando, de adquirir hábitos operativos, y que estos sean perfectivos: hábitos que no solo permitan hacer obras perfectas, sino que perfeccionen al que las realiza.
Pero además de la adquisición parcial de cada hábito operativo perfectivo, debe buscarse el orden entre ellos, de modo que conduzcan a una personalidad desarrollada armónicamente.
Sabemos que alguien puede ser eximio en un campo, por ejemplo, en el manejo de una técnica artística, o en la indagación científica acerca de un objeto, pero fallar como ser humano en una carencia de autodominio, o de comprensión; también hay casos de personas muy generosas, muy entregadas, pero faltas de modales o rudimentarias intelectualmente. Ambos extremos exhiben desproporciones que implican desarmonía, en el fondo algún desorden.
Por eso para llegar al hombre pleno, al ideal, no se puede prescindir del orden. La educación debe ordenar interiormente a la persona y hacerlo ordenadamente, para lograr la esa armonía que hace bella el alma.

2.    SOBRE EL ORDEN DE LAS POTENCIAS
Mencionar las potencias del alma humana es hablar de las cognoscitivas y las apetitivas. Por ser el hombre un animal racional, las potencias sensibles: sentidos y apetitos sensibles, son análogas a las de los no racionales, aunque siempre impregnadas de la especificidad humana.
A través de los sentidos externos accedemos al mundo que nos rodea: vemos, escuchamos, olemos, gustamos, percibimos lo táctil. Los sentidos internos unifican ese magma de sensaciones, lo organizan, le otorgan valor y conservan, de modo que conformen imágenes y recuerdos: la base de la experiencia.
Para el hombre este acceso al mundo sensible no culmina allí, sino que por la capacidad de “leer-dentro”, la inteligencia capta lo esencial de las cosas, lo universal de ellas, nombrándolo con un verbo mental, o concepto, que se hace expreso en la palabra.
Eso que busca y aprehende la inteligencia, como la vista percibe el color o el oído el sonido, es la verdad, no la verdad moral, que depende de la veracidad de quien habla, sino la verdad ontológica, la verdad que posee cada ser por ser lo que es y no otra cosa.
Por otra parte están los apetitos, que son inclinaciones, tendencias a lo que el conocimiento ha presentado y el sujeto valora como bien para sí.
En el plano sensible se distinguen dos apetitos: el concupiscible, que apetece el bien deleitable, lo que da gusto, disfrute y descanso al cuerpo; y el apetito irascible, que se orienta al bien arduo, ya para conseguir algo difícil, ya para defender el bien que se posee.
Pero el hombre por ser racional puede saltar por encima de los apetitos sensibles, e incluso oponérseles, cuando la inteligencia le muestra un bien más estimable. La voluntad, o apetito racional, es el motor de los actos específicamente humanos.
El uso de la inteligencia y la voluntad coloca al ser humano por encima del resto de los entes del mundo sensible, lo introduce en el universo de la libertad y le permite traspasar las barreras naturales del espacio y el tiempo, otorgando trascendencia e historicidad a sus actos y obras.

La experiencia personal y de la humanidad entera nos muestra que el recto uso de la libertad nos resulta arduo, pues muchas veces “hacemos el mal que no queremos” (Rom 15, 19). A veces fallamos porque nos equivocamos, otras simplemente por ignorancia o por debilidad, y así vamos a los tumbos por la vida. Esa penosa indigencia y ese desorden que tanto termina doliendo, exigen un trabajo continuo, constante, perseverante, para sacarnos del error y la ignorancia, de las tendencias rastreras y egoístas, e ir construyendo el armazón de las virtudes intelectuales y morales que harán de nuestro obrar el de personas prudentes y justas, libres, plenas, sembradoras de paz y de bien, felices.

A través de la educación se trata de adquirir hábitos de reflexión y discernimiento en lo intelectual, de decisión y realización en lo volitivo, acompañando estos actos con la afectividad.
Ese plexo armónico de hábitos buenos constituye el fin mismo de toda educación, pues es lo único que puede otorgar al hombre “la capacidad estable para ordenarse libre y rectamente, en su dinamismo interior y en su autoconducción hacia los bienes individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su naturaleza.” (Ruiz Sánchez, 2003: 21)
Una persona ordenada por las virtudes intelectuales y morales, por tanto plena y en paz consigo misma, se constituye en terreno fértil para la contemplación, se hace capaz del goce más alto que el hombre puede tener en esta vida, el deleite que llena el alma poniéndola de algún modo, en contacto con lo divino.
Pero sobre todo, la persona interiormente ordenada queda naturalmente abierta a la acción de nuevas y mayores gracias, que Dios da a todo hombre, pues “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).

3.         LOS EJES DE LA EDUCACIÓN HUMANISTA
Aquí me propongo indagar en torno a qué ejes construyeron el entretejido de esa educación las grandes culturas humanistas que sobresalen en la historia: la Grecia y la Roma Clásicas, la Cristiandad medieval, la Hispanidad... Postulo que los rasgos que las distinguen fueron eminentemente los tres que siguen:
1. Una inspiración heroica.
2. Una orientación contemplativa.
3. Un amoroso cultivo del signo, en especial del lenguaje.
Entiendo por inspiración heroica, el espíritu que mueve al alma magnánima, buscadora incansable de la verdad y decidida a jugarse por ella, dispuesta a dar siempre más, una vida que se vive con pasión por lo que se es capaz de morir, una vida iluminada constantemente por el ideal, es decir, con “norte” y con coraje, por lo tanto, capaz de realizar cosas grandes. Sin duda, para que el ideal no quede en meros deseos o intenciones, se trata de forjar una voluntad no solo decidida, sino preparada para afrontar lo duro, lo costoso, lo arduo y sacrificado, y esto de modo constante, con tenaz perseverancia.
¿Por qué una inspiración heroica? Porque sin esa vitalidad espiritual, sin el fuego del amor al ideal y el entusiasmo que genera tenerlo, sin la imprescindible fortaleza, no puede darse nada realmente grande, ningún sacrificio constructivo, ni siquiera la perseverancia que exigen las obras importantes, costosas, en las que hay que poner de sí, en una palabra: entregarse. Se necesita para estar disponible cuando se trata de defender o responder por la Fe y por la Patria; y también cuando hay que cumplir el deber cotidiano y los compromisos contraídos a pesar de fatigas, malestares, desilusiones, tentaciones o contratiempos.
Pero para que pueda darse tal inspiración heroica es indispensable que la persona haya visto ejemplos: lejanos y cercanos, virtuales –a través de historias, cuentos, películas-  y sobre todo reales: de la gente que convive; y que a través de esos ejemplos se haya enamorado de un ideal, es decir, que se haya admirado al mirar viendo, y al ver amando, es decir, que haya contemplado la hermosura de esa grandeza moral, de su belleza. Por eso es necesario generar una orientación contemplativa.
Por orientación contemplativa, entiendo el anhelo en pos de la verdad, el bien y la belleza, el deslumbramiento enamorado que suscita su hallazgo, la capacidad de reposar y de gozar en ellos; hábito buscado y cultivado como perfección y fin de la vida humana en este mundo, y preparación óptima para la vida eterna a que aspiramos y que la Misericordia Divina nos promete.
¿Por qué, para que haya educación humanista, ha de darse una orientación contemplativa? Porque lo propio del hombre, lo que lo diferencia del resto del mundo natural y lo especifica, es ser racional. Y pues posee la luz de la inteligencia, el acto de contemplación, que une inteligencia y voluntad en la mirada simple y enamorada de la realidad, es el más elevado y plenificante que realiza el espíritu, por tanto, el más humano y por qué no -tal como plantearon los clásicos- el más divino de los actos.
Para que pueda darse esa orientación contemplativa, que implica la actividad más alta del espíritu, es necesario al hombre tener los espacios necesarios de serenidad, de respeto, de silencio, condiciones que hacen posible refinar la mirada intelectual. El modo natural y óptimo en orden a ese perfeccionamiento de la inteligencia, radica en la capacitación para descubrir el sentido de los signos, para poder producirlos, leerlos y gozarlos, pues tal es su tarea específica.
Por lo tanto, con la expresión: amoroso cultivo del lenguaje, me refiero al trabajo dedicado, delicado y profundo de lectura y escritura en torno al signo, todo signo, pero muy especialmente la palabra. Esto ha producido históricamente todo tipo de maravillas científicas, artísticas y artesanales, desde tratados, poemas y músicas, hasta pinturas, monumentos, así como descubrimientos e inventos, los cuales expresan simbólicamente las vivencias que devienen de la contemplación y son también muchas veces, exhortación al heroísmo, a la superación y trascendencia.
Hoy se ha revalorizado, a partir de las mejores investigaciones de la psicología cognitiva y las neurociencias, la tempranísima inserción del niño en el lenguaje, sobre todo por la importancia que reviste el hecho de darle vocabulario a través de hablarle, contarle, leerle textos, recitar, cantar y hacerlo participar en conversaciones.
De alguna manera, la capacidad de lenguaje, de simbolizar y de descifrar signos, es decir, de encontrar significado más allá de lo sensible, es la que habilita para la contemplación. Y la contemplación de la verdad, la bondad y la belleza, a través de la elevación espiritual que produce, es la que posibilita ensanchar el corazón en las inconmensurables dimensiones de la magnanimidad y el heroísmo. Así vemos cómo se encadenan y sustentan entre sí estos que hemos llamado ejes de la educación humanista.

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lunes, 13 de agosto de 2018

San Juan de la Cruz: la letra y el espíritu (2 de 2)

II. Claves para leer el espíritu que vive en la letra.

Debería incorporar aquí dos tópicos antropológicos que daré por supuestos: la estructura de las potencias del alma humana y su interrelación, así como el dinamismo de las pasiones. Voy a referirme a otras dos realidades que impregnan toda su vida y su obra:

1ª.- El heroísmo. El hombre y su tiempo.

2ª.- La contemplación. 

  1ª. Clave: el heroísmo. El hombre y su tiempo.

Puesto que, como dijo Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”, para entender la obra, hay que intentar conocer al autor y su tiempo. Volemos, pues, hacia el Siglo de Oro español, época de una riqueza humana y cultural con difícil parangón en la historia.
Mientras la Cristiandad se fractura por la Reforma luterana a partir de 1517, vemos surgir una España de vitalidad avasallante, con una catolicidad pletórica y produciendo una constelación de santos de primera magnitud.
En 1534, el mismo año del infausto Cisma Anglicano, San Ignacio ha fundado la Compañía de Jesús, un aguerrido ejército espiritual al servicio del Papa y de la Iglesia.
España, librada ya la secular cruzada contra el musulmán invasor, dueña de su territorio y más dueña de su fe, se impondrá la nueva cruzada de llevar la cruz de Cristo a las gentes de los territorios recién descubiertos.
Rivalizando en hazañas, Hernán Cortés conquista Méjico en 1520, y dos años más tarde, Magallanes con El Cano completan la primera vuelta al mundo, mientras, hacia 1534, Pizarro conquista el Perú. Cada uno de los dos más grandes y organizados imperios de América, cae ante un puñado de españoles que protagonizan estas asombrosas aventuras.
En 1515 ha nacido Santa Teresa, que será llamada por la Providencia para liderar la Reforma del Carmelo, la Orden más antigua de la Iglesia, ya que remonta su tradición al profeta San Elías.
Entre 1545 y 1563 se desarrolla el gran Concilio de Trento.
Y cuando el Siglo de Oro llega al cenit, en 1542, nace en Fontiveros, Ávila, San Juan de la Cruz. Su infancia queda signada por la pérdida de su padre y una angustiosa situación económica familiar, pero también por el oportuno socorro de la Virgen que lo salva de morir ahogado cuando accidentalmente cae en un pozo. En su adolescencia aplica talento y esfuerzo al estudio, mientras trabaja como ayudante en un hospital. Desde niño se ha destacado por su piedad y espíritu penitente.
Cursa Humanidades con los jesuitas de Medina, lo que le otorga una sólida formación intelectual, mientras madura su vocación. A los 21 años ingresa al Carmelo. Los cuatro años siguientes serán de intensos estudios en la Universidad de Salamanca, para ser ordenado sacerdote en 1567. Por esa fecha, con 25 años, tiene la primera entrevista con Santa Teresa, experimentada ya en los caminos del espíritu y que está buscando al monje que pueda secundarla, pues ha obtenido la autorización para fundar conventos descalzos de monjas y frailes fuera de Ávila. Cinco años antes, ha comenzado la Reforma en San José de Ávila.
Socialmente vibran en el aire el ideal caballeresco, las ansias de conquista, no solo material y política, sino ante todo para la fe, como lo prueba la ingente cantidad de misioneros que se despliega a lo largo y a lo ancho de las nuevas tierras conocidas, así como los vientos de sana reforma eclesial que favorece Felipe II (1556- 1598), como defensor de la Fe.
Hay derroche de magnanimidad, espíritu de grandeza, de entrega generosa, de dar el todo por el todo. El gesto de Hernán Cortés al quemar sus naves es representativo de este espíritu resuelto a no volver atrás, a no andar con medias tintas, a ser todo o nada.
El heroísmo raigal, como esfuerzo eminente de la voluntad, hecho con abnegación, con una disposición de entrega personal absoluta y que obtiene como fruto, actos extraordinarios al servicio de Dios, del prójimo o de la Patria, flota en el ambiente, se respira y crea un clima social de generosa disponibilidad y ansias de gloria.
Este espíritu reinante está también inspirado en la oblación solemne de sí que hace San Ignacio a Cristo: “que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome Vuestra Santísima Majestad elegir y recibir en tal vida y estado.” (EE, 98)
En San Juan de la Cruz este heroísmo se hará carne en la doctrina de “las nadas para llegar al Todo” y por su vida de fidelidad sin renuncias, sin dar jamás un paso atrás, sino avanzando siempre hacia la cruz y a la unión de amor con Cristo. Como San Pablo, podrá decir: “En cuanto a mí, nunca suceda que me gloríe sino en la cruz de NSJC, por quien el mundo para mí está crucificado y yo para el mundo” (Gál 6, 14).
El camino para la unión con Dios es la fe. Por ella se renuncia a lo que se ve y en esperanza se aguarda lo que no se ve. El alma debe atravesar la noche de la desnudez, de las negaciones, del despojo, de las renuncias, para, purificada, poder unirse con Dios. “Cuando la fe, a través de la desnudez, la oscuridad y la pobreza espiritual, echa sus raíces en el alma, se vierten en ella, al mismo tiempo, esperanza y amor, ciertamente un amor que no se da a conocer por sentimiento alguno de ternura en el alma, sino que se manifiesta por un mayor ánimo y una desconocida fortaleza.”(Stein, 2006: 119)
Él creyó de modo absoluto las palabras del Señor y se atuvo a ellas: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 38). Por eso dice Edith Stein (2006: 47): “La cruz en su vida fue verdad viva, real y operante. El misterio de la cruz se convirtió en su forma interior, en alma de su alma.”
Varón heroico a lo largo de su existencia, buscó parecerse a Cristo y sufrir por Él y con Él en su misión redentora. Aceptó el tenebroso encarcelamiento de Toledo y graves maltratos, perdonando y bendiciendo a sus perseguidores. Sufrió sin quejas el relegamiento final, la dolorosa enfermedad y el cruel tratamiento a que debió someterse. Supo el día y hora de su muerte y la esperó envuelto en dichosa paz.

2ª. Clave: la contemplación.

Hablar de San Juan de la Cruz, y en general, de los místicos, es imposible si no rozamos al menos el concepto de contemplación, porque toda su obra y su vida se centran allí.
¿De qué hablamos cuando decimos “contemplación”?
Si apelamos a nuestra propia experiencia, recordaremos momentos en que necesitamos detenernos frente a un paisaje, quedarnos con una música, con ese algo que maravilla y deleita, que proporciona un gozo que eleva y al mismo tiempo exige ser manifestado y compartido. También recordaremos el habernos deslumbrado ante una idea, o una relación que descubrimos y nos ha iluminado muchas otras, dando íntima alegría; o haber experimentado una profunda admiración ante actos de virtud heroica, sentimiento de tan hondo calado que genera un vuelco en el corazón y nos hace mejores personas; en todos esos casos hemos tenido un vislumbre de lo que significa contemplar.
Desde la más remota antigüedad, aquellos que fueron reputados como verdaderos sabios, vivieron la contemplación, y algunos llegaron a poder decir algo de ella.
Sin dudas, en la Grecia clásica constituye el ideal más alto.
Platón, en su “Banquete” (212, a), hace decir a Diotima: “Si en algún lugar contempla la bondad divina, en él es digna de vivirse la vida del hombre: por este hecho es inmortal”.
Aristóteles plantea con claridad y sumo realismo que el fin del hombre es la felicidad, la plenitud, la realización máxima, el estado en el que ya no puede desearse ningún otro bien. El bien mayor es el que procede del acto más elevado del hombre sobre el objeto mejor: la contemplación de Dios. A propósito dice Castellani (1995: 229): “Contemplación es el nombre misterioso de la felicidad en la filosofía aristotélica”.
En el principio y en el fin de la contemplación hay amor.
Santo Tomás confirma: “Y puesto que el deleite consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor.” ST, 2-2, q 180 ad 2.
Como el término es análogo, podemos distinguir una contemplación natural y otra sobrenatural. La natural puede provenir del deleite estético frente a la belleza sensible, o el moral que produce el atractivo de la virtud, o el intelectual, por la luz que genera una verdad. La contemplación sobrenatural es infusa, acompaña la vivencia de las virtudes teologales y tiene grados. Pero entre la contemplación natural y la mística hay una diferencia que no es de grado, sino esencial.
San Juan de la Cruz nos habla de la contemplación mística, de ciertas disposiciones que le abren las puertas del alma y, hasta donde un ser humano puede balbucearlo en esta vida, de sus efectos.
En definitiva, contemplación es visión amorosa, es una inmersión, un perderse gozoso en el objeto, admirarse, sorprenderse, alegrarse. En el Cielo será la vida eterna.
La contemplación es “mirada simple de la verdad bajo la influencia del amor” dicen los Salmanticenses. El amor es esencial a su principio y a su fin, por lo que el espíritu entero, inteligencia y voluntad, lejos de apartarse de la realidad, se unen según su capacidad, al objeto.
Por ello se dan en la persona estos fenómenos, que vemos expresados en su poesía:
* Sorpresa, asombro, admiración: pues aunque se haya buscado, el regalo es siempre mayor a lo esperado: “Mi Amado, la montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos;/ la noche sosegada/ en par de los levantes del aurora,/ la música callada,/ la soledad sonora,/ la cena que recrea y enamora.” (Cántico espiritual, 14 y 15)
* Deslumbramiento: se experimenta una invasión de luz, hermosura, grandeza, armonía. “Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura/ y, yéndolos mirando,/ con sola su figura/ vestidos los dejó de hermosura.” (Cántico, 5)
* Contento, gozo: es una alegría profunda de saciedad espiritual que estremece todas las potencias: “Gocémonos, Amado,/ y vámonos a ver en tu hermosura/ al monte y al collado,/ do mana el agua pura;/ entremos más adentro en la espesura.” (Cántico, 36)
* Hay deseo de quedarse allí, permanecer, profundizar… un salir de sí, olvidarse, experimentarse inmerso en una realidad mayor, hermosa y perfecta. “¡Oh noche que guiaste!,/ ¡oh noche amable más que la alborada!/ ¡Oh noche que juntaste Amado con amada,/ amada en el Amado transformada!” (Noche, 5).
* Y puede darse el éxtasis: “El aire del almena,/ cuando yo sus cabellos esparcía,/ con su mano serena/ en mi cuello hería,/ y todos mis sentidos suspendía.” (Noche, 7)

Todo hombre está llamado a la felicidad, a la contemplación. San Juan de la Cruz nos invita, mostrándonos el camino.


REFERENCIAS:
Alonso, Dámaso (1948) La poesía de San Juan de la Cruz. Thesaurus. T. IV. Nº 3. Disponible en: https://cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/04/TH_04_003_032_0.pdf
Castellani, L. (1995) Psicología humana. Mendoza: Ed. Jauja.
Crisógono de Jesús, Fr. O. C. D. (1964) Biografía de San Juan de la Cruz, en: Vida y Obras de San Juan de la Cruz. Madrid: BAC.
Maritain, Jacques (1947) Prólogo. En: P. Bruno de Jésus Marie, San Juan de la Cruz. Buenos Aires: Desclée.
San Ignacio de Loyola (2010) Ejercicios Espirituales. San Rafael: EDIVE.
Platón (1970) Banquete.Madrid: Aguilar.
San Juan de la Cruz (2005) Obras completas. Ed. Crítica por Fr. Lucinio Ruano de la Iglesia. Madrid: BAC.
Santa Edith Stein (2006) La ciencia de la Cruz. Burgos: Monte Carmelo.
Sancho Fermín, Francisco Javier (s/f) La Ciencia de la Cruz de Edith Stein. Disponible en: http://www.teresianum.net/wp-content/uploads/2016/11/Ter_44_1993-2_323-352