LA EDUCACIÓN HUMANISTA
1.
¿QUÉ INTENTA, QUÉ PRETENDE LA
EDUCACIÓN HUMANISTA?
Podemos
comenzar por la magnífica definición que plantea Ruiz Sánchez al referirse al
proceso de la educación como “el auxilio al hombre, en tanto indigente y
falible, para que alcance la plenitud dinámica, esto es, la capacidad estable y
el orden interior que le permita alcanzar libre y rectamente, los bienes
individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su
naturaleza”.
En síntesis: Que el hombre llegue a ser
verdaderamente hombre.
Sí,
por cierto, se trata de ayudar al otro –hijo, alumno, discípulo- a alcanzar la
plenitud, el completamiento, toda la perfección posible en esta vida, la plenitud dinámica, ese plexo armónico de
virtudes intelectuales y morales que hacen al hombre verdaderamente humano y
libre. Por supuesto, esto consiste en la adquisición de la templanza, la fortaleza,
el arte, la ciencia, la prudencia, la sabiduría, la justicia,… todos hábitos que se adquieren mediante el
ejercicio.
El
término “auxilio” destaca el hecho de que la actividad principal corre por
cuenta del sujeto que se educa, quien está en potencia activa para hacerlo. La persona nunca es un material
absolutamente pasivo frente a los actos del educador, como lo sería la arcilla en
manos del escultor. Por eso es importante que en la medida que pueda
comprenderlo, el educando conozca el fin de lo que se le pide que haga, y que
participe queriéndolo.
Se
trata, para quien se está educando, de adquirir hábitos operativos, y que estos
sean perfectivos: hábitos que no solo permitan hacer obras perfectas, sino que
perfeccionen al que las realiza.
Pero
además de la adquisición parcial de cada hábito operativo perfectivo, debe
buscarse el orden entre ellos, de modo que conduzcan a una personalidad
desarrollada armónicamente.
Sabemos
que alguien puede ser eximio en un campo, por ejemplo, en el manejo de una
técnica artística, o en la indagación científica acerca de un objeto, pero
fallar como ser humano en una carencia de autodominio, o de comprensión;
también hay casos de personas muy generosas, muy entregadas, pero faltas de
modales o rudimentarias intelectualmente. Ambos extremos exhiben
desproporciones que implican desarmonía, en el fondo algún desorden.
Por
eso para llegar al hombre pleno, al ideal, no se puede prescindir del orden. La
educación debe ordenar interiormente a la persona y hacerlo ordenadamente, para
lograr la esa armonía que hace bella el alma.
2.
SOBRE EL ORDEN DE LAS POTENCIAS
Mencionar
las potencias del alma humana es hablar de las cognoscitivas y las apetitivas.
Por ser el hombre un animal racional,
las potencias sensibles: sentidos y apetitos sensibles, son análogas a las de
los no racionales, aunque siempre impregnadas de la especificidad humana.
A
través de los sentidos externos
accedemos al mundo que nos rodea: vemos, escuchamos, olemos, gustamos,
percibimos lo táctil. Los sentidos
internos unifican ese magma de sensaciones, lo organizan, le otorgan valor
y conservan, de modo que conformen imágenes y recuerdos: la base de la
experiencia.
Para
el hombre este acceso al mundo sensible no culmina allí, sino que por la
capacidad de “leer-dentro”, la inteligencia
capta lo esencial de las cosas, lo universal de ellas, nombrándolo con un verbo
mental, o concepto, que se hace expreso en la palabra.
Eso
que busca y aprehende la inteligencia, como la vista percibe el color o el oído
el sonido, es la verdad, no la
verdad moral, que depende de la veracidad de quien habla, sino la verdad ontológica, la verdad que posee
cada ser por ser lo que es y no otra cosa.
Por
otra parte están los apetitos, que
son inclinaciones, tendencias a lo que el conocimiento ha presentado y el
sujeto valora como bien para sí.
En el
plano sensible se distinguen dos apetitos:
el concupiscible, que apetece el
bien deleitable, lo que da gusto, disfrute y descanso al cuerpo; y el apetito irascible, que se orienta al bien
arduo, ya para conseguir algo difícil, ya para defender el bien que se posee.
Pero
el hombre por ser racional puede saltar por encima de los apetitos sensibles, e
incluso oponérseles, cuando la inteligencia le muestra un bien más estimable.
La voluntad, o apetito racional, es
el motor de los actos específicamente humanos.
El uso
de la inteligencia y la voluntad coloca al ser humano por encima del resto de
los entes del mundo sensible, lo introduce en el universo de la libertad y le
permite traspasar las barreras naturales del espacio y el tiempo, otorgando
trascendencia e historicidad a sus actos y obras.
La
experiencia personal y de la humanidad entera nos muestra que el recto uso de
la libertad nos resulta arduo, pues muchas veces “hacemos el mal que no
queremos” (Rom 15, 19). A veces fallamos porque nos equivocamos, otras
simplemente por ignorancia o por debilidad, y así vamos a los tumbos por la
vida. Esa penosa indigencia y ese desorden que tanto termina doliendo, exigen
un trabajo continuo, constante, perseverante, para sacarnos del error y la
ignorancia, de las tendencias rastreras y egoístas, e ir construyendo el
armazón de las virtudes intelectuales y morales que harán de nuestro obrar el
de personas prudentes y justas, libres, plenas, sembradoras de paz y de bien,
felices.
A
través de la educación se trata de adquirir hábitos de reflexión y discernimiento
en lo intelectual, de decisión y
realización en lo volitivo,
acompañando estos actos con la afectividad.
Ese plexo
armónico de hábitos buenos constituye el fin mismo de toda educación, pues es
lo único que puede otorgar al hombre “la capacidad estable para ordenarse libre
y rectamente, en su dinamismo interior y en su autoconducción hacia los bienes
individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su
naturaleza.” (Ruiz Sánchez, 2003: 21)
Una
persona ordenada por las virtudes intelectuales y morales, por tanto plena y en
paz consigo misma, se constituye en terreno fértil para la contemplación, se
hace capaz del goce más alto que el hombre puede tener en esta vida, el deleite
que llena el alma poniéndola de algún modo, en contacto con lo divino.
Pero sobre todo, la persona
interiormente ordenada queda naturalmente abierta a la acción de nuevas y
mayores gracias, que Dios da a todo hombre, pues “quiere que todos se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).
3.
LOS
EJES DE LA EDUCACIÓN HUMANISTA
Aquí me propongo indagar en
torno a qué ejes construyeron el entretejido de esa educación las grandes
culturas humanistas que sobresalen en la historia: la Grecia y la Roma
Clásicas, la Cristiandad medieval, la Hispanidad... Postulo que los rasgos que
las distinguen fueron eminentemente los tres que siguen:
1. Una inspiración heroica.
2. Una orientación contemplativa.
3. Un amoroso cultivo del signo, en especial del lenguaje.
Entiendo por inspiración
heroica, el espíritu que mueve al alma magnánima, buscadora incansable
de la verdad y decidida a jugarse por ella, dispuesta a dar siempre más, una
vida que se vive con pasión por lo que se es capaz de morir, una vida iluminada
constantemente por el ideal, es decir, con “norte” y con coraje, por lo tanto,
capaz de realizar cosas grandes. Sin duda, para que el ideal no quede en meros
deseos o intenciones, se trata de forjar una voluntad no solo decidida, sino
preparada para afrontar lo duro, lo costoso, lo arduo y sacrificado, y esto de
modo constante, con tenaz perseverancia.
¿Por qué una
inspiración heroica? Porque sin esa vitalidad espiritual, sin el fuego del amor
al ideal y el entusiasmo que genera tenerlo, sin la imprescindible fortaleza, no
puede darse nada realmente grande, ningún sacrificio constructivo, ni siquiera
la perseverancia que exigen las obras importantes, costosas, en las que hay que
poner de sí, en una palabra: entregarse. Se necesita para estar disponible
cuando se trata de defender o responder por la Fe y por la Patria; y también
cuando hay que cumplir el deber cotidiano y los compromisos contraídos a pesar
de fatigas, malestares, desilusiones, tentaciones o contratiempos.
Pero para que
pueda darse tal inspiración heroica es indispensable que la persona haya visto
ejemplos: lejanos y cercanos, virtuales –a través de historias, cuentos,
películas- y sobre todo reales: de la
gente que convive; y que a través de esos ejemplos se haya enamorado de un
ideal, es decir, que se haya admirado al mirar viendo, y al ver amando, es
decir, que haya contemplado la hermosura de esa grandeza moral, de su belleza. Por
eso es necesario generar una orientación contemplativa.
Por orientación
contemplativa, entiendo el anhelo en pos de la verdad, el bien y la belleza,
el deslumbramiento enamorado que suscita su hallazgo, la capacidad de reposar y
de gozar en ellos; hábito buscado y cultivado como perfección y fin de la vida
humana en este mundo, y preparación óptima para la vida eterna a que aspiramos
y que la Misericordia Divina nos promete.
¿Por qué, para
que haya educación humanista, ha de darse una orientación contemplativa? Porque
lo propio del hombre, lo que lo diferencia del resto del mundo natural y lo
especifica, es ser racional. Y pues posee la luz de la inteligencia, el acto de
contemplación, que une inteligencia y voluntad en la mirada simple y enamorada
de la realidad, es el más elevado y plenificante que realiza el espíritu, por
tanto, el más humano y por qué no -tal como plantearon los clásicos- el más
divino de los actos.
Para que pueda
darse esa orientación contemplativa, que implica la actividad más alta del
espíritu, es necesario al hombre tener los espacios necesarios de serenidad, de
respeto, de silencio, condiciones que hacen posible refinar la mirada
intelectual. El modo natural y óptimo en orden a ese perfeccionamiento de la
inteligencia, radica en la capacitación para descubrir el sentido de los
signos, para poder producirlos, leerlos y gozarlos, pues tal es su tarea específica.
Por lo tanto, con la expresión: amoroso
cultivo del lenguaje, me refiero al trabajo dedicado, delicado y
profundo de lectura y escritura en
torno al signo, todo signo, pero muy especialmente la palabra. Esto ha producido históricamente todo tipo de maravillas científicas,
artísticas y artesanales, desde tratados, poemas y músicas, hasta pinturas, monumentos,
así como descubrimientos e inventos, los cuales expresan simbólicamente las
vivencias que devienen de la contemplación y son también muchas veces, exhortación
al heroísmo, a la superación y trascendencia.
Hoy se ha revalorizado, a partir de las mejores investigaciones de la
psicología cognitiva y las neurociencias, la tempranísima inserción del niño en el lenguaje, sobre todo por la
importancia que reviste el hecho de darle vocabulario a través de hablarle,
contarle, leerle textos, recitar, cantar y hacerlo participar en conversaciones.
De alguna manera, la capacidad de lenguaje, de simbolizar y de descifrar
signos, es decir, de encontrar significado más allá de lo sensible, es la que
habilita para la contemplación. Y la contemplación de la verdad, la bondad y la
belleza, a través de la elevación espiritual que produce, es la que posibilita
ensanchar el corazón en las inconmensurables dimensiones de la magnanimidad y
el heroísmo. Así vemos cómo se encadenan y sustentan entre sí estos que hemos
llamado ejes de la educación humanista.
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