Viví en Shanghai, la llamada perla de Oriente. Una urbe colosal de 18 millones de habitantes en la que el ciudadano es como un grano de arena en medio del desierto, camina como un autómata y presencia desde la barrera como el mundo cambia a una velocidad vertiginosa.
En China Dios no existe. Allí millones de almas vagan buscando un sentido a sus vidas. ¿Y si existe? Tampoco importa, porque buscarlo es prácticamente un delito.

No sentí la persecución de cerca. Mejor dicho, no sentí el agobio de la persecución. Pero sí supe lo que es sentirse como una delincuente por el simple hecho de querer ser libre.
Soy católica y la libertad y facilidad de poder asistir a misa era para mí algo natural. Por lo que vivir en Shanghai fue toda una aventura. Si quería seguir a Dios, debía de hacerlo de forma clandestina.
En China el derecho a la libertad religiosa no pertenece al individuo, sino que lo otorga el Estado y sólo lo pueden expresar las personas registradas en la Asociación Patriótica de los Católicos Chinos, el instrumento del Partido Comunista para gestionar el control de la Iglesia Católica.
La pertenencia a la misma es voluntaria pero en la práctica, quien no la acepta está cometiendo una ilegalidad.

En la ciudad de Shanghai oficialmente tan solo hay una misa católica a diario, a las 7 de la mañana en chino, y otra los domingos a las 12 en inglés, en la catedral.
Los funcionarios del Gobierno de Pekín toman nota de todo lo que se dice en las misas y luego pasan los informes a las autoridades