Se está
librando una nueva e insólita guerra, solapada o desembozada, pero siempre
artera.
Ya no se
trata solamente de pueblos, facciones o partidos que luchan entre sí, aunque
también se dan esas tristes y crueles luchas. Hoy el hombre mismo es el
enemigo; todo hombre, cualquier hombre. Por lo tanto pesa sobre él un anatema
de aniquilación, de exterminio.
Uno de los
frentes tiene por objetivo que no nazcan hombres. De muchas maneras esto se va
logrando.
En
principio se inculca en las mujeres cierto horror a la maternidad: que te
esclavizas, que pierdes la figura y el encanto, que te impide realizarte, que
ya tendrás tiempo… Y se disuelve en los varones el sentido de paternidad, de
autoridad, de cuidado y responsabilidad.
Para facilitar
y promover tal objetivo se brinda a varones y mujeres variedad de medios para
tener sexo infecundo, y no sólo se presenta como posibilidad y se hace muy accesible,
sino que se aconseja, se publicita y se promueve a través de todo tipo de
campañas y últimamente a través de programas de educación de todos los niveles
de escolaridad. Por si todo esto no alcanza, se alienta de todas las formas
posibles la homosexualidad, que por definición es infecunda. Se busca corromper
desde la infancia, inoculando ideas perversas acerca de la identidad sexual,
destruyendo el pudor y la inocencia.
Si por casualidad,
descuido, error, ignorancia o pasión se ha dado una concepción no deseada, todo el aparato “sanitario” -¡qué macabra
ironía!- se pone al servicio de tronchar esa nueva vida, de cercenar la del
inocente con una condena a muerte avalada por la legislación de la enorme
mayoría de los países.
En este
frente quedan millones y millones de caídos. Caídos sin voz que los defienda o
reclame, caídos supremamente inocentes e indefensos.
Pero hay
otro frente de guerra para los que lograron sortear aquella barrera puesta a la
vida. Éste es el de nacer o crecer en una familia destruida o sin familia.
Muchos
quedan privados de la experiencia de tener un padre. Crecen junto a madres
solas, que suelen ser atentas por sus hijos, pero que muchas veces aplacan su
soledad y dificultades con nuevas parejas, las cuales, habitualmente y por
diversos motivos, no asumen el rol paterno, o lo desfiguran con esos niños que
no viven como propios.
Algunos
quedan con papá y mamá a medias, de tiempo compartido, compartido con otras
actividades, cuando no con otros hijos, otras familias, otras parejas, para los
cuales muchas veces son vistos no sólo como intrusos o como extraños, sino como
potenciales competidores o actuales enemigos.
Otros,
aunque viven con sus padres biológicos, saben que ellos no están casados, que
no han podido o no han querido hacer el compromiso para siempre. Esto también trae inseguridad, porque los seres
humanos necesitamos vivir con certezas, con esa certeza que provee la entrega
generosa y la voluntad firme de estar junto a los que amamos pase lo que pase.
Se ha
desalentado el compromiso matrimonial, sobre todo a través del cine, las novelas
y los modelos de famosos que presenta
el periodismo. Así se ha dado el fenómeno social inverso al que en otros
momentos ejercieron los santos, de modo que el hombre común se dice: “Si éstos
y éstas pudieron, ¿por qué yo no?”. Las
consecuencias sociales están a la vista: desde mitad del s XX hasta hoy ha
habido una rotunda transformación de costumbres acompañada por una violenta
degradación moral.
Puede que
alguno piense así: “Mira, aquí en este mundo cada uno hace lo que se le antoja;
nadie es fiel a su palabra; nadie puede confiar demasiado en el otro, ni yo
mismo sé si voy a poder mantenerme en las promesas que hago… quiero ser
honesto, por lo tanto prefiero vivir el día a día.” Pero ésta, aún en gente con
supuestas “buenas intenciones”, no llega a ser una actitud propiamente humana.
El hombre es capaz, por el espíritu, de elevarse por encima de las circunstancias
y hasta del instinto, hacer lo que le indica su conciencia y mantener sus
convicciones aun a costa de su vida.
El
matrimonio natural –de un varón con una mujer, para siempre- y por ende la
familia, es la institución que socialmente protege a los más débiles en los
momentos cruciales del nacimiento y desarrollo: los niños. Pero no sólo:
también protege a la mujer de ser explotada sexualmente y al ser humano anciano
de quedar en abandono. La familia es la primera transmisora de la cultura,
especialmente a través del lenguaje y de las costumbres y hábitos que inculca.
Cristo ha
elevado a sacramento el matrimonio natural: ¿qué significa esto?: Que lo
santifica, es decir, que no sólo es bueno y necesario para la vida en la
tierra, sino que prepara y da méritos para la vida del cielo. Además, que otorga
gracias especiales para llevar adelante el compromiso y la misión de los
esposos, los cuales implican inmensas satisfacciones, pero también enormes
renuncias y dificultades. Y desde entonces, para un cristiano, estar casado
significa haber recibido el sacramento. Hay quienes no lo reciben porque no
pueden, ya que los ata algún compromiso anterior. Esos tales pueden ofrecer el
dolor que les provoca tal situación, y mantener la oración. Dios no dejará caer
una sola de sus súplicas ni de sus lágrimas.
Pero si un
cristiano desprecia la gracia, es como si dijera al Señor: “¡Guárdate esas
gracias, que a mí no me sirven, ni me interesan. Tampoco para mi familia y mis
hijos. He elegido vivir de espaldas a tus leyes!” Por eso no es extraño, sino
de una profunda y terrible lógica, todo el mal que vemos hiriendo aquí y allá,
asaltándonos.
La guerra
al hombre está llegando a límites insospechados. Cuando nos preguntamos por los
motivos, salen a relucir cuestiones políticas y económicas, que no terminan de
explicar un fenómeno tan monstruoso.
En esta
guerra quedamos todos, absolutamente todos involucrados. No hay neutralidad
posible. Por eso, vale preguntarse: Yo,
¿de qué lado estoy?
MGdeJ