sábado, 6 de agosto de 2016

LA BELLEZA

Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración.

Al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era bello. La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: «kalokagathia», es decir «belleza-bondad». A este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello».
El modo en que el hombre establece la propia relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando. El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del « talento artístico ». Y, ciertamente, también éste es un talento que hay que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de los talentos (cf. Mt 25, 14-30).
Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística —de poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.— advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad.

La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!».

Párrafos extractados de: San Juan Pablo II, Carta a los artistas, 4/4/1999.