Por Ana Benda, Dra. en Letras
Nos
preguntamos quiénes seríamos sin nuestras lecturas, sin los textos incorporados
(y olvidados) por nuestra memoria. No dudamos en afirmar que somos nuestras
lecturas. A tal punto ellas terminan construyendo nuestra mismidad.
Qué y cómo pensaríamos y sentiríamos la realidad sin los libros que
constituyeron el fundamento de nuestras ideas y de nuestra percepción del
mundo, que tallaron nuestra sensibilidad y configuraron nuestra cosmovisión.
Si
ordenamos en el imaginario individual la biblioteca que convive a nuestro lado
desde la primera infancia, desde el cuento oído, leído por la voz materna,
hasta el último libro comprado, el que estamos leyendo hoy, un universo de
imágenes, ideas, acciones, personajes, tiempos y espacios desconocidos por
nuestra experiencia organiza una secuencia vivencial en nuestro interior muy
difícil de separar de lo que somos. La biblioteca se trueca en “enciclopedia”,
en un solo gran libro que crece con los años, con las páginas agregadas día por
día, y que vive en el riñón más recóndito de nuestra memoria, se consubstancia
con nuestra vida intelectual, moral, estética, práctica, se hace carne en
nosotros y aparece en nuestra conducta tanto o más que lo congénito.
Los cuentos infantiles estructuran una escenografía simbólica de la realidad en la que los personajes y las acciones, los temas y sus repeticiones muestran la vida en su abstracción más alta y en su concreción más real. Nada es tan claramente malo como una bruja ni tan nítidamente bueno como un hada. Nada da a lo ético forma tan íntima e indeleble como esta percepción primigenia, estrictamente estética del mundo, plasmada en el cuento infantil tradicional.
Los
libros de aventuras, las novelas adolescentes de amor, de viajes o guerras o
piratas “inventan” en el lector la experiencia de lo leído. Producen lo que la
lingüística contemporánea ha denominado con justicia “placer lector”.
Desarrollan la imaginación, la pueblan de imágenes y símbolos que sólo el
tiempo terminará de interpretar y, a veces, permanecerán siempre como
misteriosos mojones en la estructuración de la propia identidad:
Sandokán, Sheherazade, Simbad, Gulliver, Marco Polo, Robin Hood, Tristán
e Isolda, el Rey Arturo, Ginebra, Aquiles, Merlín, Abraham, Moisés, David y
otros tantos, despiertan en la conciencia infantil el papel del héroe, de modo
que el planteo aristotélico de la identificación con los mejores se obra con
independencia de la voluntad, como proceso natural en el deseo de ser el mejor
“uno mismo”, el que estamos invitados a ser. Esta función sinfrónica de la
lectura, la que crea empatía, sintonía, admiración por una historia o un héroe
saltando todas las fronteras espaciales y temporales opera la más abstracta y
conmovedora vinculación del ser humano con su pasado. Allí lo siente propio, es su historia la que está leyendo, no algo
ajeno o indiferente a su vida. Los sumerios pueden ser nuestros amigos y
contemporáneos en un tiempo cultural, casi sagrado, que se mide por lo que
aquellos hombres hicieron por nosotros y no por el tiempo que nos distancia.
Admirar y condolerse con David, llorar con Isolda y guardar el Santo Grial con
Arturo nos aseguran haber descubierto el puente que une la cultura con la vida.
La frase de Borges es aquí certera y filosa: “Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado”. Leímos en la infancia y adolescencia con facilidad, con pasión, con ardor y apuro. Queríamos vivir hasta la última gota lo que el libro nos daba de vida.
En estas dos etapas iniciales de trato con el libro, la infancia y la adolescencia, el lector experimenta, quizá inconscientemente, la función lúdica de la lectura. El objeto libro es un juguete más, uno que se le enseña a no romper, uno diferente, pero causa de tanto placer como otro. Este es un punto crucial para su futura trayectoria de lector. El libro da placer o es descartado de la categoría “juguete”. Sin función lúdica primigenia no hay edificación del lector, no hay, en consecuencia, vínculo personal con el libro.
En estas dos etapas iniciales de trato con el libro, la infancia y la adolescencia, el lector experimenta, quizá inconscientemente, la función lúdica de la lectura. El objeto libro es un juguete más, uno que se le enseña a no romper, uno diferente, pero causa de tanto placer como otro. Este es un punto crucial para su futura trayectoria de lector. El libro da placer o es descartado de la categoría “juguete”. Sin función lúdica primigenia no hay edificación del lector, no hay, en consecuencia, vínculo personal con el libro.
El
texto informativo que puebla la escolaridad primaria opera a modo de documental
de la historia y la geografía del mundo, diciendo cómo es este planeta que
habitamos, y qué sabemos hoy del cosmos, qué pasó en la vida de sus hombres y
sus pueblos, y cómo eran y vivieron sus animales y se desarrollaron hace
millones de años sus bosques y selvas, trayendo a la superficie lo oculto en
sus mares y océanos y revelando en sus silencios quiénes somos si para nosotros
fue hecha tanta grandeza, tanta maravilla, y abriendo la pregunta acerca del
autor de tanta gloria que contemplamos en la naturaleza y completamos en los
libros. Porque un libro dice también mucho que no dice. Está el espacio de “lo
no dicho”, lo que el lector irá completando a medida que su “enciclopedia” le
dé armas y herramientas para hacerlo. La lectura se irá tornando un proceso
cada vez más creativo y personal, más placentero y participativo.
Las
ciencias exactas también llegan por los libros mostrando, desde el misterio del
número, un orden, un “cosmos” impreso en la naturaleza de las cosas que
desintegra, por su sola presencia, toda idea de “caos”, que funda la
experiencia de la creación como paternidad.
Las
nociones abstractas de tiempo y espacio comienzan a configurar y preparar
nuestro pensamiento para otros textos.
Y
llegará hasta nuestras manos, esas artesanas del libro, el texto de filosofía,
el que abre la puerta oculta y nos introduce en un jardín secreto en que el
pensamiento cobra alas y sostén sobre el pensamiento ajeno, para tomar forma en
él, para constituirse como tal, para aprender a interrogarlo, a criticarlo, a
cuestionarlo, para iniciarse en el deslumbramiento de descubrir que nos hemos
enamorado del saber, que “el verdadero gozo está en el conocimiento” (Chejov),
para ir sabiendo, sobre el pilar de la sabiduría ajena, históricamente cercana
o lejana, quiénes, en realidad, somos. (“Si leemos un libro antiguo es como si
leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y
nosotros”, dice Borges).
Llegará,
quizá, de la mano de la filosofía el libro de teología, el que se atreve a
indagar en el misterio de Dios, el paradójico texto que clava su mirada en el
Incognoscible y su palabra en el Innombrable, el que nos pone en el lugar
crucial de la vida porque frente al Otro nos empuja a preguntarnos quiénes
somos como criaturas, en nuestra realidad más intensa y dramática, más perenne.
Y nos pone de cara a la muerte.
Leer
es vivir por sustitución. Mil vidas, mil historias, ser otros mil que no
seremos nunca pero, paradójicamente, somos en el tiempo de la lectura.
Para
comprender acabadamente esta idea es necesaria la intuición global de la
resta: si nos quitamos lo leído, ¿quiénes somos?, ¿qué queda de nosotros?,
¿cuál es nuestro nombre si debemos restar al propio el de Dostoievski,
Cervantes, Dante, Shakespeare, Balzac, Aristóteles, Calderón, Kazantzakis,
Platón, San Juan de la Cruz, Niezsche, Machado, Goethe, Quevedo, Salinas,
Heidegger...?
Ya no seríamos quienes
somos sin ellos. Han sido nuestros maestros, pero no de doctrinas ni de ideas
ni de estética. En realidad, lo que nos enseñaron es lo mismo que construyeron:
simultáneamente nos dijeron quiénes somos y nos hicieron los que somos.
La
urdimbre que teje nuestro yo con sus lecturas, ésa es nuestra identidad.
Fuente: Benda, Ana, Hernández de Lamas, Graciela,
Ianantuoni, Elena (2000) La
importancia del uso del libro en la educación. Buenos Aires: Santillana. pp. 13-17.
No hay comentarios:
Publicar un comentario