…especialmente en
esta estación de la primavera en que toda la naturaleza es rica y bella.
Solamente una vez al año, pero una vez no obstante, el mundo que vemos hace
estallar sus poderes ocultos y se revela a sí mismo de alguna manera. Entonces
aparecen las flores, los árboles frutales, las flores se abren, y la hierba y
el trigo crecen. Hay un impulso repentino y un estallido de esta vida oculta
que Dios ha colocado en el mundo material. Pues bien, esto es como un ejemplo
de lo que el mundo puede hacer por mandato de Dios. Esta tierra que se esponja
ahora con flores y hojas, estallará un día en un mundo nuevo de luz y de
gloria, en el cual veremos a los santos y a los ángeles. ¿Quién podría pensar
sin la experiencia de primaveras anteriores, quién podría concebir dos o tres meses
antes, que la naturaleza, aparentemente muerta, pudiera llegar a ser tan
espléndida y tan variada?
¡Qué diferente es
un árbol, qué diferente la perspectiva, cuando las hojas están en él y cuando
caen! ¡Qué inverosímil sería que, antes de tiempo, las ramas secas y desnudas
se vistieran súbitamente con lo que es tan brillante y refrescante! Así es que
en el buen tiempo de Dios las hojas vienen a los árboles. La estación puede
demorarse, pero llegará finalmente.
Lo mismo ocurre con
esta primavera eterna que esperan todos los cristianos.
Llegará aunque haya
que aguardar. Esperémosla ya que “vendrá y no tardará” (Heb 10,37). Por ello
decimos cada día “Venga a nosotros Tu reino”, que quiere decir “Señor
muéstrate”, manifiéstate, Tú que te sientas entre los Querubines, muéstrate,
despliega Tu fuerza y ven a ayudarnos. La tierra que vemos no nos satisface. No
es más que un principio, no es más que una promesa del más allá. Incluso en su
mayor gozo, cuando se cubre con todas sus flores, aun entonces, no nos basta.
Sabemos que en ella existen muchas cosas que no vemos. Un mundo de santos y de
ángeles, un mundo glorioso, el palacio de Dios, la montaña del Señor de los
Ejércitos, la Jerusalén Celestial, el trono de Dios y de Cristo, todas estas
maravillas eternas, hermosas, misteriosas, e incomprensibles, se ocultan detrás
de lo visible. Lo que alcanza nuestra vista es sólo la corteza exterior de un
reino eterno y sobre este reino clavamos los ojos de nuestra fe.
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