Aristóteles afirma en su Metafísica que “ordenar es propio del sabio” (I,
2, 982a 18), sapientis est ordinare.
“Conserva el orden y el orden te conservará”. Más que un retruécano esta
máxima suena a paradoja. Pero es cierto: la disposición externa de algo no es
una acción ajena a nuestra persona. El orden parte del hombre y al hombre
vuelve, es una operación que transforma un entorno y que al mismo tiempo
repercute en los sujetos. El orden aumenta la “calidad de vida”: ayuda a la
economía y al ahorro, permite aprovechar mejor nuestro tiempo, aporta paz y
serenidad a uno mismo y a los demás, crea un espacio propicio para cualquier
actividad humana (estudio, descanso, convivencia, oración) y la facilita. Es
menos complicado cocinar si se conoce con precisión dónde se encuentran los
ingredientes e instrumentos requeridos y cuando, de hecho, están allí… de otro
modo, se termina llamando con urgencia a un servicio de entrega a domicilio.
Para crear un orden (llámese éste clasificación, catalogación, o la
simple asignación de un sitio a un grupo de objetos) se requiere una cabeza muy
bien puesta, hace falta razonar. Ordenar-disponer es una tarea humana. El gran
filósofo de la antigüedad, Aristóteles, afirma en su Metafísica que
“ordenar es propio del sabio” (I, 2, 982a 18), sapientis est ordinare.
Antes de establecer un orden tenemos que dedicar unos minutos para pensar dos
cosas muy sencillas: qué es lo que tenemos y qué es lo que queremos. El orden
será el medio para llegar a ese fin, partiendo de los elementos con que
contamos. Cualquier ámbito que exija orden se reduce a este esquema tan simple
(qué y para qué), sólo hay que pensar un poco y está hecho.
La conquista del orden abarca fundamentalmente dos etapas: primera, establecer
el orden; segunda, mantenerlo. En la primera es preciso dedicar todo el tiempo
que se requiera y estar dispuesto a reordenar las veces que sea necesario, sin
cansarse de volver a empezar. En la segunda, nunca hay tregua: el orden “se
mantiene” en gerundio, soportado por nuestra voluntad y nunca por
generación espontánea. En otras palabras: en la formación de este hábito, como
en cualquier otro, hay que actuar con decisión y constancia.
¿Cuáles son los lugares o ámbitos en los que conviene establecer y
conservar el orden? La respuesta la tiene uno mismo. Las omisiones voluntarias
en este punto no tienen ningún sentido. Ser desordenado a propósito no es una
virtud ni una moda. Es verdad que no existe ninguna
“Liga-internacional-contra-el-desorden” que vaya a meternos a la cárcel por
vivir en una habitación en la que parece que habita un huracán. Tampoco hay que
temer una confiscación de bienes por carencia de decoro. Los platos rotos los
paga cada uno, cada día, a cada instante en su oficina, armario, cocina,
estudio, coche, agenda de compromisos… Uno mismo es juez y víctima de su
desorden. A veces no pasa casi nada (un retraso inofensivo), otras el precio es
demasiado caro (pérdida de una cita, de un examen o del empleo).
Para algunos hombres privilegiados el orden es una manifestación natural
de su temperamento. Lo cultivan de modo espontáneo, sin tener que matarse para
conservarlo. Otros, más privilegiados aún, deben desgastarse el triple para
conseguirlo. La lucha puede durar años, quizá toda la vida, pero vale la pena.
Vale la pena cualquier cosa que nos ayude a ser mejores y a vivir con mayor
plenitud como, por ejemplo, el orden.
El orden es una elección personal. Si lo quieres y te esfuerzas por
alcanzarlo, ¡felicidades y adelante! Si aún no comienzas o no te has
convencido, ¡ánimo, nunca es tarde para empezar!
Recuerda: Serva ordinem et ordo servabit te.
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