martes, 3 de octubre de 2017

Serva ordinem et ordo servabit te.


Aristóteles afirma en su Metafísica que “ordenar es propio del sabio” (I, 2, 982a 18), sapientis est ordinare.

“Conserva el orden y el orden te conservará”. Más que un retruécano esta máxima suena a paradoja. Pero es cierto: la disposición externa de algo no es una acción ajena a nuestra persona. El orden parte del hombre y al hombre vuelve, es una operación que transforma un entorno y que al mismo tiempo repercute en los sujetos. El orden aumenta la “calidad de vida”: ayuda a la economía y al ahorro, permite aprovechar mejor nuestro tiempo, aporta paz y serenidad a uno mismo y a los demás, crea un espacio propicio para cualquier actividad humana (estudio, descanso, convivencia, oración) y la facilita. Es menos complicado cocinar si se conoce con precisión dónde se encuentran los ingredientes e instrumentos requeridos y cuando, de hecho, están allí… de otro modo, se termina llamando con urgencia a un servicio de entrega a domicilio.

Para crear un orden (llámese éste clasificación, catalogación, o la simple asignación de un sitio a un grupo de objetos) se requiere una cabeza muy bien puesta, hace falta razonar. Ordenar-disponer es una tarea humana. El gran filósofo de la antigüedad, Aristóteles, afirma en su Metafísica que “ordenar es propio del sabio” (I, 2, 982a 18), sapientis est ordinare. Antes de establecer un orden tenemos que dedicar unos minutos para pensar dos cosas muy sencillas: qué es lo que tenemos y qué es lo que queremos. El orden será el medio para llegar a ese fin, partiendo de los elementos con que contamos. Cualquier ámbito que exija orden se reduce a este esquema tan simple (qué y para qué), sólo hay que pensar un poco y está hecho.

La conquista del orden abarca fundamentalmente dos etapas: primera, establecer el orden; segunda, mantenerlo. En la primera es preciso dedicar todo el tiempo que se requiera y estar dispuesto a reordenar las veces que sea necesario, sin cansarse de volver a empezar. En la segunda, nunca hay tregua: el orden “se mantiene” en gerundio, soportado por nuestra voluntad y nunca por generación espontánea. En otras palabras: en la formación de este hábito, como en cualquier otro, hay que actuar con decisión y constancia.

¿Cuáles son los lugares o ámbitos en los que conviene establecer y conservar el orden? La respuesta la tiene uno mismo. Las omisiones voluntarias en este punto no tienen ningún sentido. Ser desordenado a propósito no es una virtud ni una moda. Es verdad que no existe ninguna “Liga-internacional-contra-el-desorden” que vaya a meternos a la cárcel por vivir en una habitación en la que parece que habita un huracán. Tampoco hay que temer una confiscación de bienes por carencia de decoro. Los platos rotos los paga cada uno, cada día, a cada instante en su oficina, armario, cocina, estudio, coche, agenda de compromisos… Uno mismo es juez y víctima de su desorden. A veces no pasa casi nada (un retraso inofensivo), otras el precio es demasiado caro (pérdida de una cita, de un examen o del empleo).

Para algunos hombres privilegiados el orden es una manifestación natural de su temperamento. Lo cultivan de modo espontáneo, sin tener que matarse para conservarlo. Otros, más privilegiados aún, deben desgastarse el triple para conseguirlo. La lucha puede durar años, quizá toda la vida, pero vale la pena. Vale la pena cualquier cosa que nos ayude a ser mejores y a vivir con mayor plenitud como, por ejemplo, el orden.

El orden es una elección personal. Si lo quieres y te esfuerzas por alcanzarlo, ¡felicidades y adelante! Si aún no comienzas o no te has convencido, ¡ánimo, nunca es tarde para empezar!

Recuerda: Serva ordinem et ordo servabit te.

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