Una vez convencidos que
todo viene de Dios, nos inmunizamos definitivamente contra el desaliento.
Si, en efecto, sin la unión con Jesucristo por la fe y el amor nada podemos,
con ellas podremos todo cuanto Dios exige de nosotros.
"Todo lo puedo, exclamaba San Pablo, en Aquel que me
conforta." (Fil 4, 13)
Nuestra unión con Cristo se compadece bien, no con el pecado
-especialmente el deliberado o habitual, incluso el venial- sino con nuestras
debilidades, miserias y faltas de pura fragilidad. "Dios conoce la arcilla
de que hemos sido formados" (S 102, 14). Él sabe que "el espíritu
está dispuesto, pero la carne es flaca" (Mt 26, 41).
No nos abatamos, pues, ante los desfallecimientos, no nos espanten
las tentaciones; para esto tenemos indicado el último instrumento: "No
desesperar nunca de la misericordia divina". Si hubiéremos empleado mal
los otros instrumentos, no soltemos de la mano "nunca" éste. El demonio se complace en arrastrarnos en
nuestra vida espiritual a la tristeza y al desfallecimiento, cierto de que un
alma contagiada de tristeza abandona y con gran detrimento propio, la práctica
de las buenas obras.
Si aparece tal movimiento en nuestro corazón, estemos seguros de
que proviene del demonio o de nuestro orgullo, y de que, siguiéndolo,
escuchamos al demonio, hábil en servirse de nuestro orgullo. ¿Podrá jamás proceder de Dios un
sentimiento de desconfianza, de desesperación? "Nunca".
Aunque hubiésemos caído en pecados graves, o permaneciésemos mucho
tiempo infieles a Dios, el Espíritu Santo ciertamente nos movería a penitencia
y expiación; San Benito nos exhorta a "llorar los pecados de la vida
pasada y a enmendarlos" (Regla, Cap 4), pero nos excita además a la
esperanza y a la confianza en Dios "rico en misericordia" (Ef 2, 4).
¿Desconfiar? ¿Desfallecer? ¿Desesperar? Nunca jamás. Mientras
vivimos en este mundo no debemos perder la confianza, puesto que las
satisfacciones y méritos de Cristo son infinitos, y el Padre Celestial se
complace en derramar sobre Él los tesoros de gracia y santidad que ha destinado
para las almas, y estos tesoros son inagotables; y el mismo Jesús "siempre
intercede por nosotros cerca de su Padre" (Hbr 7, 25). Nuestra fuerza está
en Él, no en nosotros: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta".
Dom Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, Ed.
Litúrgica Española, Barcelona, 1949, pp. 174-175.
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