Una Convención Global de Ateos iba a celebrar su
tercera edición con figuras como Richard Dawkins o Salman Rushdie, y ha tenido
que suspenderse. No hay quorum, ni demanda. ¿Por qué si todo el día estamos
echando pestes de Dios?
Por Miriam Calderón -
No se le oculta a nadie que nuestro mundo avanza hacia la
descristianización a velocidad de crucero.
Subrayo
‘nuestro’ y no ‘el’, porque es muy fácil que caigamos en el ‘efecto pecera’ y
pensemos que este rinconcito cada vez más irrelevante que es Occidente equivale
al planeta entero, y no: en números totales, la Iglesia Católica, por
ejemplo, sigue creciendo cada año.
Pero quienes
se dejan seducir por la vida muelle de Occidente y sus mantras anticristianos
repetidos desde todos los ángulos no suelen hacerlo para constituir una nueva
religión sin Dios.
Su
‘ateísmo’, si queremos llamarlo así, es para buen número de ellos de todo punto
práctico, casi un olvido más que una conclusión, y no suele general un espíritu
muy evangélico.
Una
Convención Global de Ateos iba a celebrar su tercera edición en Melbourne con
rutilantes estrellas del universo sindiós como Richard
Dawkins, Ben Goldacre o Salman Rushdie, y ha tenido que suspenderse, a la
tercera va la vencida, porque no había manera de llenar aquello. Que no había
público. Que los ateos no mostraban el suficiente interés.
No puedo
decir que me sorprenda. Nunca he entendido el espíritu evangélico que anima a
tantos ateos en las redes sociales y en la vida corriente.
Nunca he
entendido ese prurito de reunirse y montar congresos y seminarios para extender
la buena nueva de que no hay buena nueva, de que somos azarosas
estructuras atómicas sin nada especial, no distintas ontológicamente
de una piedra, sin un fin concreto, surgidas por mera casualidad y que acabarán
teniendo el mismo destino que todo lo demás: la nada.
Creo que
casi cualquier católico maduro conoce el ateísmo, en el sentido no solo de que
vive marinado en un entorno abiertamente hostil, sino también de que las
dudas de fe son habituales en los hombres de fe.
Así, estoy
convencida de que un creyente entiende mejor a un ateo que al contrario.
Supongamos
que usted llega a la triste conclusión de que el universo no tiene sentido ni
finalidad, y que somos “como verduras de las eras”. ¿Qué sentido puede
tener reunirse para comunicar semejante ‘bajón’?
¿En qué
esperas mejorar a la humanidad diciéndole que su vida carece de sentido, que es
fruto del ciego azar, que su destino es la eterna nada? ¿Cuál creen que sería
el comportamiento de toda una sociedad que piense así, cuáles serían sus
incentivos?
No sé qué se
responderá esta gente, pero entiendo que no llenen ni un autobús en sus
tenidas. No veo nada animante, apetecible, interesante en todo el asunto.
Hace ya
algunos años se abrió, creo que en Estados Unidos, patria de toda
rareza social, un templo ateo. Sus organizadores querían diseñar una
liturgia, definir días de fiesta, proponer figuras a modo de santos del ateísmo
como modelos o precursores. No les envidio la parroquia, la verdad.
Sencillamente, la
nada no es muy atractiva. Y, desde luego, siempre he pensado que si
algún día perdiera la fe, lo último que querría en este mundo es reunirme con
otros en las mismas circunstancias para celebrar lo que no creo, ir a la
‘iglesia’ -aunque no se llame así- o participar en rituales absolutamente
vacíos.
Si alguna
ventaja tiene ser incrédulo, digo yo, es librarse para siempre de todo
clericalismo, no cambiar uno con sentido por otro sin sentido alguno.
Una parte
importante de los ateos que conozco lo viven como una desgracia. Y en casi
todos es algo en lo que no les apetece regodearse, menos aún celebrar.
Fuente: Extractado de Actuall, 15/11/2017
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