«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1)
A Cristo Resucitado en su primera aparición
En tu penosa pasión,
toda vez que levantabas
la mirada del agobio,
nunca dejaste de ver
siguiéndote aquellos ojos.
A pesar que en ese encuentro
tan silencioso y profundo,
ambos dos se comprendían
como nadie jamás pudo,
también con ello se herían.
Porque eran los mismos ojos
que vieron cómo crecías,
que no se abrían sin verte,
y hasta velándote el sueño
adivinaban tu anhelo.
Los viste llenos de lágrimas,
cargados con todo el peso
de ser Madre del Clavado,
también de los que clavaban;
enrojecidos primero,
y luego negros de duelo.
Por eso Tú te apresuras
a iluminarlos con gozo:
son esos ojos queridos
los primeros que Tú buscas
para enjugarles las lágrimas
demostrándole que vives,
y aunque Ella lo sabía,
pues te escuchaba y creía,
los abrirá sorprendida.
Así como en Nazareth
el deseo de su amor
adelantó tu venida,
es éste, que se ha trenzado
totalmente con tu vida,
el que también apresura
el tercero de los días.
Con gratitud, deslumbrados,
por el torrente de gloria
de tu Vida arrolladora
que hace nuevas a las cosas,
están sus ojos gozando,
y contemplando, te adora.
MGdeJ
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