viernes, 20 de noviembre de 2015

LA REALEZA DE CRISTO Y LA APOSTASÍA DEL MUNDO MODERNO (1 de 2)


Por Alfredo Sáenz / Sacerdote jesuita
Tesis doctoral presentada por el Dr. Alfredo Sáenz durante el X Foro Internacional Fe y Ciencia, para recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Guadalajara

CRISTO, PLENITUD DE LA HISTORIA

Toda la historia camina hacia Cristo, tanto la del pueblo judío como la de los pueblos gentiles.
El Antiguo Testamento, ante todo, cobra su sentido plenario cuando se lo considera como preparando su venida. Adán lo preludió como primer padre del género humano; Abel, como hijo inmolado y asesinado por su hermano; Melquisedec se le adelantó como sacerdote del Altísimo; Moisés como el legislador de la primera alianza; David lo figuró como rey guerrero y Salomón como rey pacífico.
Todos esos personajes no fueron sino bocetos de Cristo, de la figura esplendorosa de Cristo. No nos es lícito leer el Antiguo Testamento con ojos judíos, que se quedan en los bosquejos, sino con ojos cristianos, ya que cada uno de esos personajes son bocetos de Cristo: nuevo Adán, nuevo hijo sacrificado por sus hermanos, nuevo legislador, nuevo sumo sacerdote, nuevo rey guerrero, nuevo rey pacífico.
Cristo, como el sacerdote que se dirige a celebrar la Santa Misa cierra la procesión de entrada, cosecha todo el Antiguo Testamento y le da su sentido final. Cuando Él llegó, bien pudo decir: Ego sum, yo soy aquel anunciado por mis predecesores, tipos y figuras de mi ser y de mi obrar.
Pero no sólo los personajes, hechos e instituciones del pueblo elegido trabajaron para Cristo. También trabajó para Él el mundo de los gentiles. Sócrates, Platón, Aristóteles, toda la filosofía griega, en última instancia, pensó para Él. Alejandría balbuceó su “logos” para que San Juan lo pudiera recoger en el prólogo de su Evangelio.
También se puso al servicio del Señor el Imperio Romano, ofreciéndole su grandeza, su derecho, su organización, su paz augusta, hasta sus caminos… por los que transitarían los apóstoles de Cristo para anunciar su Buena Nueva.
A la luz de esta visión panorámica no deja de resultar conmovedora aquella expresión de San Pablo para referirse al sublime momento de la Encarnación: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos…” el Verbo encarnado aparece como el supremo heredero del largo esfuerzo de los siglos, que tanto colaboraron en esta parturición divino-humana.

LA REALEZA DE CRISTO
Y LA TEOLOGÍA DE LA HISTORIA

“¿Tú eres Rey?”, le preguntaría Pilatos al Señor. La respuesta es categórica: “Tú lo has dicho. Yo soy Rey. Para esto nací. Para esto vine al mundo”. El fin de la Encarnación es
ejercer su señorío sobre la humanidad. Para eso ha venido. Para eso ha nacido. El universo entero gravita hacia Cristo como hacía su término. No resulta, pues, extraño advertir cómo los profetas, cuando se refirieron al futuro Mesías, no vacilaron en llamarlo Rey. “Un niño nos ha nacido –dijo Isaías-. El Imperio ha sido asentado sobre sus hombros”. Y Daniel: “Yo miraba en las visiones de la noche… Él avanzó hasta el anciano. Y éste le dio el poder, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su reino no tendrá fin”. Nada, pues, de extraño que cuando el ángel anunció su venida a la Santísima Virgen, no vaciló en decirle que “el Señor Dios le daría el trono de David su padre; que reinaría en la casa de Jacob para siempre y su reino no tendría fin”. De ahí la gallarda afirmación de Santo Tomás: “Cristo tiene alma de rey”. Cabe preguntarse cuál es el ámbito de su realeza. Él mismo nos lo dejó explicitado: “Mi reino está dentro de vosotros”, señaló. Tal es el primer recinto de su realeza, los corazones de los individuos. Su propósito es erigir en cada uno de ellos un trono desde donde poder ejercer su señorío. Él quiere que nuestra memoria, nuestro entendimiento, nuestra voluntad, nuestros afectos, nuestra alma y nuestro cuerpo se pongan a su servicio. Pero ello no es todo. Quienes a dicho espacio –el individual- pretenden limitar su soberanía son los llamados católicos liberales, los católicos de sacristía. Porque el Señor se ha propuesto también reinar sobre las sociedades que construyen los hombres. “Erraría gravemente –dice Pío XI en su encíclica Quas primas– el que quiera arrebatar a Cristo Hombre el poder sobre todas las cosas temporales”. A lo que el Papa agregaba: “No hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la voluntad de Cristo que lo están cada uno de ellos separadamente”.
Por lo que el Santo Padre concluye: “No rehúsen, pues, los jefes de las naciones el prestar público testimonio de reverencia al imperio de Cristo juntamente con sus pueblos si quieren, con la integridad de su poder, el incremento y el progreso de la patria”. Su señorío se extiende, pues, al entero orden temporal, las artes, la milicia, la economía, la educación, y sobre todo la política, que informa los demás campos. No otra cosa es lo que el cardenal Pie llamaba “la política del Padrenuestro”: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Esta enseñanza que nos llega a través de la Sagrada Escritura constituye el fundamento de lo que se ha dado en llamar la teología de la historia.
El maestro en dicha materia es San Agustín, quien nos ha dejado un prolijo desarrollo de la misma, sobre todo en su imperecedera obra De Civitate Dei. Es sabido que muchos siglos después, a fines del siglo XIX, el papa León XIII recomendó el estudio de Santo Tomás, bastante olvidado por aquel entonces, como maestro fundamental de la teología dogmática. Gracias a Dios, su anhelo se vio cumplido, creándose centros de estudios tomistas e introduciéndose la enseñanza del Doctor Angélico en los institutos teológicos. Pero en aquella ocasión el mismo papa exhortó también, y ello es menos conocido, al estudio del pensamiento de San Agustín como maestro de la historia vista desde la teología, es decir, desde los ojos de Dios.
Haciendo eco a dicha exhortación, digamos algo de dicho gran Padre de la Iglesia. El obispo de Hipona entiende el devenir de los siglos como un conflicto de raigambre teológica entre dos cosmovisiones, o “Dos Ciudades”, según le agrada decir, la Ciudad de Dios y la Ciudad del Mundo; la primera, que se funda en la afirmación del primado de Dios y la consiguiente
sumisión a Él de todas las demás cosas, el hombre incluido, al señorío de Dios; y la Ciudad del Mundo, que enarbola el primado del hombre, considerando todo lo demás, Dios incluido, como subordinado al hombre. “Dos amores crearon dos ciudades: el amor de Dios hasta el menosprecio de sí la ciudad de Dios, y el amor de sí hasta el menosprecio de Dios la ciudad del hombre”. El conflicto entre ambas ciudades es el que da todo su sentido a la historia. Obviamente San Agustín desarrolla luego morosamente su afirmación general. Las dos ciudades, afirma, no son reductibles a espacios geográficos determinados, como si los hombres de una ciudad viviesen en una zona concreta y los restantes en otra. Porque, en realidad, nos dice, están mezclados. Hay hombres de la ciudad de Dios en todas las naciones, y hombres de la ciudad del Mundo conviviendo con los primeros. Los miembros de ambas ciudades están, pues, entremezclados. Cada ciudad, nos sigue enseñando el doctor de la historia, tiene su propio Rey, el de la Ciudad de Dios es Cristo y el de la Ciudad del Mundo es Satanás. Una ciudad, la de Dios, es peregrina, porque si bien sus ciudadanos viven en este mundo, como los otros, saben que su patria definitiva no es ésta sino el cielo; los integrantes de la otra ciudad son inmanentistas, ya que hunden sus raíces en la tierra, a la que consideran su patria terminal. Cada ciudad tiene su propia consigna: “Es necesario que Cristo reine”, gritan los miembros de la Ciudad de Dios, mientras que los otros enarbolan su pretendida y soberbia autonomía: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”.
Pero San Agustín revela su admirable genio cuando nos señala que esta división de los integrantes de las Dos Ciudades, no es reductible al ámbito de la historia de los hombres, sino que descubre el origen de dicha división tan tajante en el mundo angélico. Los dos gritos que dividen a los hombres resonaron previamente en las alturas. Puestos ante una alternativa, un grupo de ángeles exclamó Mikael, que significa Quién como Dios; tal era el nombre del arcángel San Miguel, el abanderado de las milicias celestiales fieles. Y el otro grupo gritó: Non serviam, me niego a servir; tal fue la proclama de Satanás, el caudillo de los ángeles rebeldes.
Las Dos Ciudades no se restringen pues, según lo señalamos, a sólo el género humano, sino que la división alcanza a los ángeles, que precedieron a los hombres. Con todo, concluye San Agustín, no son cuatro las ciudades, dos de ángeles y dos de hombres, sino sólo dos. Los ángeles fieles están aliados con los hombres de la Ciudad de Dios y los ángeles perversos inspiran a los miembros de la Ciudad del Mundo. De ahí la sagacidad con que los hombres de esta última ciudad se mueven, hacen planes que trascienden los siglos. Lo preternatural se une con lo natural. Agreguemos, finalmente, que los dos gritos permanecen, por así decirlo, suspendidos en el aire, de modo que en cada época hay quienes adhieren al uno o prefieren el otro.

CRISTIANISMO Y CRISTIANDAD

La historia del Cristianismo comienza, como resulta obvio, con la aparición histórica del Verbo encarnado. Hemos dicho que en los días de su vida terrestre nos comunicó su propósito de reinar en los corazones y en las sociedades. Dicho doble propósito se concretó en lo que podríamos llamar, distinguiéndolos, el Cristianismo y la Cristiandad.
El Cristianismo tiene que ver con las personas individuales, cuando en sus corazones reina Cristo.
La Cristiandad, en cambio, traduce lo que el Concilio llamó “la consagración del mundo”, es decir, del orden temporal. No siempre ambos propósitos se cumplen conjuntamente. Así en la primitiva Iglesia hubo Cristianismo pero no Cristiandad, dado que, si bien eran numerosos los cristianos, heroicos, por cierto, ya que fueron duramente perseguidos por el Imperio Romano que era pagano, con todo no hubo Cristiandad, ya que mal se podía pretender en aquellos tiempos que a Cristo le fuera posible reinar en una sociedad militantemente opositora.
A pesar de ello los cristianos no se creyeron autorizados a renunciar a dicho segundo propósito. Sobre todo hombres como San Agustín la soñaron y hasta la programaron, en cierta manera, aun sabiendo que en aquellos momentos no era prácticamente realizable.
Su libro De Civitate Dei ofrece un bosquejo inicial de la Cristiandad. Sobre sus huellas, luego de la invasión de los bárbaros y su ulterior conversión al catolicismo, se fue preparando ya más de cerca. Obviamente no tenemos tiempo de exponer los jalones que hubieron de transitarse para lograr que se implantara la Cristiandad. Ya Carlomagno era lector empedernido del libro de oro de la Cristiandad, De Civitate Dei, y comenzó a gestarla, si bien incoándola. El proyecto salvífico querido por Cristo, quedó consolidado en la llamada Edad Media, que duró unos tres siglos, entre mediados del siglo XI hasta mediados del siglo XIV. Esa época ha sido vilipendiada por la intelligentzia dominante.
El nombre mismo de “Edad Media” no deja de ser absurdo. Todas las edades son medias entre la anterior y la que sigue. Pero lo que los autores del Renacimiento, que fueron quienes le aplicaron dicha denominación, quisieron decir, al apodarla de esa forma, es que se trató de un período que hizo de puente entre dos grandes y florecientes momentos de la historia, el de la civilización greco-latina y el del Renacimiento, el cual, como su nombre quería indicarlo, implicaba una retoma de aquella gloriosa civilización, luego de esta vilipendiada “época media”, época de tinieblas, de oscurecimiento generalizado. No otra cosa es lo que se enseña en los institutos educativos.
¿Qué podemos decir acerca del llamado medioevo? Debemos señalar, ante todo, que en modo alguno afirmamos que fue una época perfecta, sin lunares. Los hubo, por cierto, pero fueron considerados tales. Sin embargo, más allá de dichas limitaciones, inherentes a toda actividad humana, se trató de una época esplendorosa, en que el espíritu del Evangelio, como lo señalamos antes, logró impregnar el entero orden temporal.
Ello se realizó ante todo en el campo de la cultura. Fue en ese tiempo cuando nacieron las Universidades, las primeras del mundo, varios cientos de universidades que cubrieron la geografía europea de aquellos tiempos. En ellas florecieron talentos de primera magnitud como San Bernardo, Santo Tomás, San Buenaventura, y tantos más. Asimismo el espíritu del Evangelio impregnó el ámbito laboral. Fue la época del florecimiento de las corporaciones artesanales, no enfrentadas con los patrones, como lo estarían en los tiempos del capitalismo. Cada corporación tenía sus reglamentos de acuerdo al orden natural, en el respeto del justo precio de sus productos. El joven entraba en la corporación del oficio por él elegido, pasando por una suerte de “catecumenado” laboral: de aprendiz llegaba a artesano, título que le era conferido en una ceremonia religiosa. Cada corporación tenía su santo protector, por
lo general alguno que hubiera ejercitado el mismo oficio que sus integrantes.
También el espíritu del Evangelio llegó al ejercicio de las armas. La Iglesia de esmeró en evangelizar a los bárbaros, que habían llegado a Europa masacrando, y les enseñó a renunciar a la violencia injusta. Así nació el estamento de la caballería, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada. El caballero fue un personaje predileccionado en el medioevo. Él también era ungido como tal en una ceremonia religiosa, donde un sacerdote le iba entregando el uniforme y las diversas armas, de manera semejante al modo en que un sacerdote se reviste para celebrar la Santa Misa. La espada y la lanza eran los héroes de la vigilia, que solía celebrarse en la catedral. La ceremonia terminaba con el espaldarazo. A los noveles caballeros se les explicaba que la agresividad que todos tenemos debía ser empleada para abrirse paso frente a los obstáculos que impedían alcanzar el bien. El recurso a la fuerza existe en toda sociedad. Si se lo quita al caballero, como de hecho sucedió al desaparecer la Cristiandad, no desaparece: la ejercerá el bandido, el usurero, la empresa sin alma, o el Estado endiosado. Así nació el ejército nuevo, impregnado de espíritu católico.
Asimismo se abordó el campo del arte. No era posible que quedase olvidado en una época que ponía su gozo en adherirse a la verdad, natural y sobrenatural, tan íntimamente unida con la belleza, que no es otra cosa que el esplendor de la verdad. Los dos estilos arquitectónicos que se vieron privilegiados en todo el mapa de la Cristiandad, fueron el románico y el gótico. Si bien también los edificios civiles se nos muestran esbeltos, lo mejor del arte medieval se concentró en las catedrales. El arte románico apareció en torno a Año Mil, con reminiscencias de Roma, de Bizancio, e incluso del Islam. Sus iglesias robustas, inspiradas en la basílica romana, simbolizaban admirablemente la solidez en la fe. Luego floreció el gótico, de ímpetu tan vertical, que simboliza el vuelo libre y audaz del alma mística hacia las alturas, hacia Dios. La agilidad de los altos muros, sostenidos desde afuera por los contrafuertes, permitía abrir ventanales de colores que parecían llamar a la iluminación policroma de los vitrales. Una fiesta de luz. Lo propio del gótico fue la ojiva, o mejor, el cruce de ojivas, que se cierran como se juntan las manos para la plegaria.
Dentro del entorno del misterio, la música sagrada ocupaba un lugar relevante, sobre todo la música gregoriana, la más adecuada para la catedral y tan pletórica de belleza. No en vano diría Mozart: “Yo daría toda mi obra por haber escrito el Prefacio de la Misa gregoriana”. La catedral fue algo así como el centro de la Cristiandad. De allí emanaba toda la actividad cultural de la época: el teatro, la literatura… Pocas veces una sociedad se expresó por entero en sus monumentos.
La Edad Media logró hacerlo en las catedrales. Imaginemos que de toda aquella época no hubieran subsistido más que las catedrales: ellas bastarían para que comprendiésemos su cosmovisión. La catedral es la expresión más adecuada del espíritu de la Cristiandad. Chartres fue comparada con la Suma Teológica de Santo Tomás. La Catedral es Cruzada, Suma, Universidad, Caballería, Corporación. Qué bien lo entendemos a Dostoievski cuando en su Diario íntimo, relatando sus reflexiones mientras recorría la vieja Europa, nos cuenta con estremecimiento cómo, en cierta ocasión, advirtiendo la decadencia espiritual y la ruina moral de Occidente, ya rebelde el espíritu de la Cristiandad, se arrojó sobre los restos de una catedral superviviente, y abrazando esas ruinas, lloró amargamente pero también lleno de nostalgia y emoción.
Destaquemos, finalmente, cómo la Cristiandad consagró el poder político. Una pléyade de reyes santos cubrió el mapa de Europa: San Luis de Francia, San Fernando de España, San Vladímir de la antigua Rusia, San Enrique de Alemania, San Esteban de Hungría, y tantos más. Desde el siglo XI los reyes eran consagrados como tales en la catedral. La víspera de la coronación, se dirigían por la tarde a la iglesia, permaneciendo allí en oración hasta la madrugada. Al llegar la hora, juraban sobre los Santos Evangelios ser fieles a los deberes de su mandato. Luego, a semejanza de los sacerdotes que se aprestan a celebrar la Misa, eran revestidos con los atributos reales, pieza por pieza, de acuerdo a un ritual litúrgico que aún se conserva. En el momento culminante, el arzobispo, tomando óleo consagrado, lo ungía en la frente, en el pecho y en los hombros. Luego lo revestían con la túnica y la capa, ascendiendo de este modo al trono, con el cetro en la mano derecha y la varita de la justicia en la izquierda, mientras el arzobispo y los nobles colocaban pausadamente la corona sobre su frente. Desde ahora era “el vicario de Dios para el orden temporal”.


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