sábado, 21 de noviembre de 2015

LA REALEZA DE CRISTO Y LA APOSTASÍA DEL MUNDO MODERNO ( 2 de 2)

LA REVOLUCIÓN ANTICRISTIANA

A mediados del siglo XIV, es decir a fines de la Edad Media, comenzó un movimiento centrífugo de la sociedad respecto de la Iglesia. Era el comienzo del ocaso de la Cristiandad. No que aquella época, reiterémoslo, fuese perfecta, angelical. No fueron pocos sus defectos, como en toda obra humana. Pero dichos defectos o pecados eran reconocidos como tales. De ella pudo decir León XIII, no sin un dejo de nostalgia:
“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad; la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes fecundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el Imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza.
Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer” (Encíclica Immortale Dei, 28).
Evidentemente, ya no estamos en aquellos tiempos. En el ínterin se ha ido produciendo un apartamiento generalizado de Dios y de la Iglesia.
Fue el papa Pío XII quien, en una de sus alocuciones, nos dejó un perfecto resumen de lo acontecido a lo largo de los últimos siglos, en referencia a lo que numerosos autores llamarían “la revolución anticristiana”. Dicho papa señalaba tres grandes jalones del evo moderno.
La primera rebeldía de importancia fue la que encabezó Lutero. El terreno estaba, sin dudas, abonado por las teorías del Humanismo y del Renacimiento, sobre todo del segundo
Renacimiento, con su desmesurada exaltación del hombre. El grito de Lutero significó un mojón capital en este proceso de la modernidad. Lutero es el rechazo de Roma, el rechazo de la constitución jerárquica de la Iglesia. Se seguía aceptando a Dios y también a Cristo, como Verbo encarnado que era, pero se tomaba distancia de la esposa de Cristo, su amada Iglesia.
El segundo hito en este proceso de apartamiento lo marca la Revolución francesa y la cosmovisión por ella sustentada. Los hombres de esa época, más allá de la sangre inocente derramada a raudales, un auténtico genocidio, dieron un paso más, renegando del cristianismo, la religión revelada, y fabricándose una nueva religión incluible en los marcos de la pura razón --por eso fueron llamados “racionalistas”--, con la consiguiente evacuación de todos los misterios de la fe, los cuales, de hecho, trascienden las fronteras de nuestra capacidad racional. No pusieron en cuestión la existencia de Dios, por cierto, pero negaron a la Iglesia y negaron a Cristo como Verbo encarnado, aceptándolo sólo como una gran personalidad. Y aun aquel Dios, cuya existencia toleraron, ya no era el Dios uno y trino, sino un Dios remoto y vaporoso, el Supremo Arquitecto, idea inspirada en el espíritu de la masonería, que fue la gestora principal de aquella Revolución. En fin, tratose de una exaltación desmesurada de la naturaleza, con la consiguiente exclusión del entero orden sobrenatural.
Vino luego la tercera etapa, la más trágica de la historia, la más sangrienta, la etapa del marxismo en el poder, vástago de la Revolución francesa, como se encargaron de señalarlo los iniciadores del nuevo movimiento. El comunismo es primariamente un fenómeno teológico, o mejor, antiteológico. Con su antiteísmo militante no se contentará con negar a la Iglesia (como lo hizo el protestantismo), ni a la Iglesia y a Cristo (como el deísmo racionalista), sino que pretenderá oponerse al mismo Dios. La forma que asumió fue la de una “religión invertida”, la religión de la antiteología, algo realmente demoniaco, considerando a la religión revelada por Dios como “el opio del pueblo”. Se propuso así erradicar la presencia misma de Dios en la sociedad, y si le fuera posible, desarraigar hasta su recuerdo, sobre todo en el corazón de los jóvenes a los que se propuso educar en el más desnudo materialismo.
Tres pasos, por consiguiente: negación de la Iglesia el primero; negación de Cristo y de la Iglesia el segundo; negación de Dios, de Cristo y de la Iglesia el tercero. Tres pasos que no hacen sino concretar y llevar a su plenitud aquel grito impío: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”.-
Un pensador de mediados del siglo XX, Antonio Gramsci, que se contó entre los fundadores del Partido Comunista Italiano, concuerda con numerosos pensadores católicos al afirmar esta secuencia, desde su punto de vista marxista: “El marxismo –escribe-- presupone todo ese pasado cultural: el renacimiento, la reforma, la filosofía alemana, la Revolución francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo que se encuentra en la base de toda la concepción moderna de la vida”. O sea, nada menos que desde el Renacimiento para aquí, un largo y secular proceso que ofrece este fruto maduro, digámosle así, del marxismo.
Hubiéramos podido tratar aquí del Nuevo Orden Mundial, al menos tal como lo presenta Francis Fukuyama, para dotar de un apéndice a este proceso, pero el tiempo no nos lo permite, y ya lo hemos hecho en otro lugar.
Agreguemos tan sólo que este proceso de la modernidad ha puesto la lápida sobre la Cristiandad, la ha destruido. Ha hecho suyo, y victoriosamente, ese grito: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”. Cristo ha sido públicamente expulsado de la familia, del trabajo, del arte, de la milicia, de la política sobre todo, ya que los gobernantes son los que dan forma al entero orden temporal. Ya ha logrado su intento. Sólo quedan algunos islotes de resistencia, cada vez más inermes. Ahora van por todo: destruir el Cristianismo, es decir, erradicar a Cristo del corazón de los individuos. Destronar a Cristo, quien dijo, recordémoslo: “Mi reino está dentro de vosotros”. Habrá que deponerlo también en este nivel más personal.

EL HOMBRE MODERNO

No deja de resultar interesante considerar cómo ha quedado este hombre, que ha sido “enajenado” de la Iglesia, de Cristo y de Dios, el hombre que bajó de Jerusalén a Jericó, que descendió del orden sobrenatural al orden natural, divorciado de aquél, y allí fue despojado de todas sus riquezas hasta quedar tirado en los caminos de la historia.
Hemos desarrollado ampliamente este tema en nuestro libro El hombre moderno. Allí decíamos que el calificativo “moderno” no era prevalentemente cronológico sino axiológico, es decir, valorativo. Entendemos por “hombre moderno” el hombre tal cual ha quedado después de esta larga revolución anticristiana, que lo ha despojado de Dios, de Cristo y de la Iglesia, el hombre que es el resultado de la civilización creada sobre los escombros de la antigua civilización, impregnada por el cristianismo. Trataremos de darle forma a este diagnóstico señalando algunas de sus características.
La primera es el relativismo, sobre el que tanto insistió Benedicto XVI. Esta doctrina se basa en una interpretación peculiar del concepto de verdad, cuya norma ya no sería el objeto acerca del cual se emite un juicio, sino otros elementos, como la psicología del sujeto, lo que afirma la “opinión pública”, etcétera. En su encíclica “Fides et ratio” decía Juan Pablo II que para muchos de nuestros contemporáneos “el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente”, por lo que la verdad se ha vuelto “relativa”. Ya no es más “verdad”, es mera opinión. Cada cual tiene “su” propia verdad. El relativismo no es, por cierto, un error de fresca data, ya que en él han confluido diversas corrientes de pensamiento como el pragmatismo, el historicismo, el democratismo liberal. Tras la renuncia a una tabla objetiva de valores, el relativista anuncia la supervivencia de una sola verdad absoluta, a saber, que todo es relativo.
La segunda característica del hombre de nuestro tiempo es el naturalismo. Esta corriente ideológica se basa en la idea de que la naturaleza se basta por sí sola, en plena emancipación de toda instancia sobrenatural. En el fondo no es sino una expresión del vértigo que producen las alturas a que Dios nos convoca. Es exactamente lo opuesto al cristianismo. Porque ¿qué es el cristianismo? Un doble movimiento, de descenso y de ascenso. Dios desciende, se hace hombre, para que el hombre se eleve, endiosándose por la gracia. Desciende hasta nosotros para que nosotros ascendamos hacia Él. El naturalismo frena al hombre en su impulso ascensional. El hombre se enclaustra en lo natural y allí se abroquela, se niega a trascenderse. Trágica actitud. Porque de hecho no le es posible limitarse a lo natural y allí establecerse. Esta forma de pensar ha llevado a que el hombre se considere como el centro
absoluto del cosmos, seguro de estar ocupando el lugar de Dios y olvidando de que no es el hombre el que hizo a Dios, sino que es Dios quien hizo al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre. No en vano decía San Agustín: “Cuando caes de Dios caes de ti mismo”. No existe el estado de naturaleza pura. Estamos hechos para trascendernos. O nos trascendemos para arriba por la gracia, endiosándonos, o nos trascendemos –trasdescendemos-- para abajo por el pecado, animalizándonos. O endiosados o animalizados. No existe el hombre químicamente puro. Una de las expresiones más importantes del naturalismo es el racionalismo, que clausura la inteligencia del hombre frente a toda verdad que lo trasciende, renunciando así a la revelación, que viene de lo alto.
Otra característica del hombre moderno es el inmanentismo, la actitud del hombre que piensa que esta tierra es su patria definitiva. In-manere: permanecer en. Instalarse en el mundo. Echar raíces en el mundo, en la negación de toda trascendencia, que no existe. Como un topo, encerrado en la cueva de la inmanencia, que nunca ha sacado su cabecita de la cueva, inhabilitándose para conocer el cielo azul. Todo su horizonte es esta tierra.
Señalemos, finalmente, una última característica del hombre moderno: su pérdida del sentido de la existencia. Porque dicho hombre no encuentra sentido a su propia vida. Ya no se pregunta para qué vive ni hacia dónde se dirige. En la lápida de muchos hombres de nuestro tiempo se podría escribir: “El que aquí yace no sabe de dónde vino ni a donde fue”. Caminó durante largos años en la oscuridad de la noche metafísica. Es lo de la zamba: “No sé de ande vengo ni pa donde voy”.
Probablemente sea Viktor Frankl quien mejor haya analizado este síntoma estableciendo un claro diagnóstico del hombre de nuestro tiempo, lo que él llama su “complejo de frustración”, su “vacío existencial”. Ello acaece incluso en sociedades opulentas, quizás aún más que en las subdesarrolladas. Y está en el origen del alcoholismo, la drogadicción, la violencia, los homicidios y los suicidios.

¿QUÉ HACER?

Esta es la época en que nos ha tocado vivir. ¿Qué podemos hacer? Ir a la reconquista de los espacios perdidos. A la reconquista del Cristianismo y de la Cristiandad.
Amar al hombre moderno, pero no para mimarlo o confirmarlo en su actual situación sino para que salga de ella y se salve. Dijimos que era, como aquél de la parábola, el hombre tirado en el camino de la historia. Hagamos como el buen samaritano. Miremos al hombre de nuestro tiempo. Lo vemos maltrecho, desnudo, vulnerado. Curemos sus heridas. Y llevémoslo al mesón de la Iglesia. Entreguémoslo al Cristo que dijo: “Mi reino está dentro de vosotros”. Tratemos que al menos los que nos rodean, o quienes están bajo nuestro cuidado le preparen un trono en su interior.
Y respecto a la Cristiandad, ¿se puede pensar que sea viable su resurrección? Recordemos que San Agustín la proyectó, no en un tiempo de esplendor histórico sino cuando el entero Imperio Romano se encontraba en un momento de total decadencia, rodeada su sede de Hipona de los peores bárbaros, los más terribles, los vándalos. No podemos consentir en que Cristo quede definitivamente destronado, que Cristo haya sido arrojado de la familia, de la
cultura, del arte, de la economía, del ámbito laboral, de las armas, de la política. Pero tampoco nos quedemos en el lamento.
Esforcémonos por la reconquista de lo perdido. Al menos en cuanto esté a nuestro alcance. Recordemos que la Cristiandad no fue algo fantasmagórico, una utopía de gabinete, fue una realidad histórica. No podemos invalidar el propósito de Cristo: “Hágase su voluntad --la del Padre-- así en la tierra como en el cielo”. Cristo quiere que se instaure una suerte de “sinfonía” entre el cielo y la tierra, una sinfonía que proviene de los coros angélicos y los coros terrestres, en perfecta comunión, que cantan una voce, como decimos en el Sanctus de la Misa, a una sola voz. Hay quienes piensan que hay que renunciar a la construcción de la Cristiandad, o que hay que hacer “una nueva Cristiandad”, como proponía Maritain, una cristiandad sustancialmente diversa de la medieval, no unida en un solo rey, Cristo, sino basada en la mera fraternidad natural. Es evidente que no se trata de volver al medioevo, o de reinstaurar algunas costumbres propias de aquellos años. Pero sí de volver a la esencia de la Cristiandad, que no es otra cosa que hacer real aquel grito de San Pablo: Es necesario que Cristo reine.
Y que reine no sólo en los corazones de los individuos sino también en el orden temporal.
No sabemos si aún nos queda mucho tiempo de historia, si no estamos ya en sus postrimerías, en las cercanías de la época del Anticristo, preludio, trágico por cierto, de la victoria final del Señor de la historia. Acertar con el tiempo exacto es algo que nos escapa. Pero lo que sí está a nuestro alcance --aunque sea integrando el pequeño resto, el último resto fiel del que habla el Apocalipsis-- es trabajar para que Él reine, nunca perdiendo la esperanza. Hacer lo que está a nuestro alcance para restaurar las familias y la entera sociedad.
Volcarnos sobre todo el campo de la cultura, tan predileccionado por el enemigo. Formar pequeños islotes de Cristiandad, colegios católicos, pero católicos en serio; familias católicas, pero católicas en serio; universidades católicas, pero católicas en serio. Siempre nos ha gustado convocar, sobre todo cuando estamos rodeados de jóvenes, a aquellos ideales a que fueron convocados los jóvenes cristeros de la heroica México.
Para concretar dicha aspiración se nos ocurrió inventar una sigla: OEA, no en alusión, por cierto, a la malhadada Organización de los Estados Americanos, sino a una consigna bien nuestra,
entendiendo por “O” la palabra oración,
por “E” la palabra estudio,
y por “A” la palabra apostolado.
Dentro de la Oración incluimos todo lo que se refiere a la vida espiritual, la victoria sobre las malas inclinaciones, la adquisición de las virtudes, la plegaria, la vida sacramental, la dirección espiritual, etcétera. El segundo ámbito es el del Estudio, ya que la crisis de nuestro tiempo es, como acabamos de recordarlo, prevalentemente cultural. Será preciso acceder a autores y libros serios y formativos, hoy que se ha perdido el hábito de la lectura, integrarse en grupos juveniles de formación, conocer las doctrinas del enemigo para saber refutarlas, en una palabra, hacer lo que Gramsci llamaba “la revolución
cultural”, si bien en sentido inverso al por él propiciado. Y finalmente el Apostolado, que no es mero proselitismo sino celo apostólico, ardor del alma, llama del espíritu encendido en esa hoguera hirviente de amor que es el Corazón de Cristo. Eso es lo que está a nuestro alcance, el combate. El día del juicio Dios no nos pedirá cuenta de las victorias que hayamos logrado sino de las cicatrices que el combate haya dejado en nosotros.
Terminaremos como lo hemos hecho otras veces, con aquel texto de ese hombre formidable que luchó denodadamente contra la revolución soviética imperante en su amada patria, Alexandr Solzhenitsyn: “Hay un proverbio alemán que dice: Mut verloren, alles verloren (cuando se pierde el coraje, todo está perdido). Hay otro latino que reza: Cuando se pierde la lucidez, se está al borde del abismo. Pero yo me pregunto: ¿Qué se producirá cuando se produce la intersección de ambas pérdidas: la pérdida de la lucidez y la pérdida del coraje? Tal es, a mi juicio, la situación de Occidente”. La lucidez dice relación a la inteligencia. El coraje tiene que ver con la voluntad. Una lucidez sin coraje caracteriza a aquellos católicos que saben valorar adecuadamente la situación, pero al no hacer uso de su voluntad, se convierten en meros ideólogos, hombres de escritorio. No en combatientes. Una voluntad, un coraje sin lucidez, suscita el luchador que no conoce los objetivos de su combate, ignora cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos reales. Y por tanto se vuelve inoperante. Pero cuando ambas cosas --la lucidez y el coraje-- se unen, tenemos al católico que hoy se necesita, el católico militante, el contemplativo y el activo, o mejor, el católico que ha sabido mancomunar la acción y la contemplación.
Agradezco a la Universidad Autónoma de Guadalajara el Doctorado Honoris Causa que generosamente me ha conferido. Me siento honrado de tener parte, aunque sea minúscula, en el glorioso magisterio que sobre esta Universidad ejercita su santo patrono, Anacleto González Flores, a quien considero casi como a un hermano. Esta distinción me permita unirme a su martirial magisterio hecho de palabra, vida y sangre, como ha quedado consignado en la lápida de su tumba: Verbo, vita et sanguine docuit. Dios me contagie su ejemplar entereza.
Nada más.

El reverendo padre Alfredo Sáenz, sacerdote jesuita nacido en Argentina, es doctor en Teología por la Pontificia Universidad de San Anselmo en Roma con especialización en la Sagrada Escritura y posteriormente fue pilar de la formación ministerial de los seminaristas de la Arquidiócesis de Paraná, en Argentina. Es profesor de Patrística y Teología Dogmática en la Universidad del Salvador en Buenos Aires, Argentina.
Ha sido conferencista en varias ciudades de Argentina, México, España e Italia. Es asesor de la Corporación de Científicos Católicos de la Argentina y autor de casi 300 artículos y más de 60 libros entre los cuales se encuentran: Gramsci y la revolución cultural; La caballería; Cristo y las figuras bíblicas; La cristiandad y su cosmovisión; Colección Héroes y Santos, Las siete virtudes olvidadas; La nave y las tempestades, una historia de la Iglesia en 12 volúmenes; El fin de los tiempos en siete autores modernos, y El hombre moderno.

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