LA RESTAURACIÓN DE
LA EDUCACIÓN TRADICIONAL
Historia de un (re) “descubrimiento”
Debemos
primero remontarnos al inicio de la década
de 1930 y la Gran Depresión. En medio del caos económico y social que asolaba a los Estados Unidos, muchas pequeñas universidades se encontraban ante la posibilidad cierta de cerrar
sus puertas. Una de éstas era la Universidad de
Chicago.
Los
administradores de la Universidad decidieron contratar como presidente
(equivalente a nuestro rector) al joven decano de Derecho de la tradicional
Universidad de Yale, Robert Hutchins.
Para ese entonces Hutchins había adoptado las ideas de su
amigo, Mortimer Adler, un
joven profesor de Filosofía de la Universidad de
Columbia (Nueva York) que había implementado entre sus
alumnos la lectura obligatoria de los libros clásicos
de la cultura occidental. Sin filtros, sin opiniones “autorizadas”, sin resúmenes ni manuales ni tratados; sólo la materia prima para que los alumnos sacaran sus propias
conclusiones.
Los
bachilleres de artes (algo así como licenciados en
humanidades) estudiaban todos un mismo c ore curriculum (programa central) que incluía todos los grandes libros de Occidente.
Sin embargo, algo faltaba. Para fines de la década,
el presbiteriano Hutchins y el judío
Adler habían alcanzado el convencimiento de que la
verdadera solución a los problemas filosóficos planteados en estos Grandes Libros estaba en Aristóteles y en Tomás de Aquino, y en ese
sentido quisieron reformar la Escuela de Leyes. Pero ni el cuerpo de profesores
(faculty ) ni los
administradores quisieron saber nada con ello. El Perennialismo había alcanzado su techo, aunque las ideas de Hutchins y Adler se
aplicaron con éxito diverso en pequeñas universidades humanísticas (liberal arts colleges ).
Treinta años después del experimento de Hutchins y Adler, tres profesores de la Universidad de Kansas (en el pueblo de Lawrence, Estado de Kansas) comenzaron uno propio, mucho más atrevido. En 1971, Dennis Quinn, John Senior y Frank Nelick, tal el nombre de esos docentes, dieron inicio a un programa de cuatro semestres para alumnos de primer y segundo año: The Pearson Integrated Humanities Program (IHP, Programa Pearson de Humanidades Integradas). La financiación del programa provenía justamente de la Beca Pearson para el estudio de la civilización occidental.
Treinta años después del experimento de Hutchins y Adler, tres profesores de la Universidad de Kansas (en el pueblo de Lawrence, Estado de Kansas) comenzaron uno propio, mucho más atrevido. En 1971, Dennis Quinn, John Senior y Frank Nelick, tal el nombre de esos docentes, dieron inicio a un programa de cuatro semestres para alumnos de primer y segundo año: The Pearson Integrated Humanities Program (IHP, Programa Pearson de Humanidades Integradas). La financiación del programa provenía justamente de la Beca Pearson para el estudio de la civilización occidental.
En
tiempos en que las universidades estadounidenses experimentaban graves
problemas estudiantiles vinculados a la protesta antibélica (Vietnam), los “derechos civiles” y el movimiento contracultural, el IHP significaba también una queja antisistema. En ese tiempo (y aún hoy) en las grandes universidades estadounidenses, los alumnos de
primer y segundo año asistían a clases “obligatorias” sobre materias generales y aparentemente desconectadas de la carrera,
frecuentemente dictadas por ayudantes o en forma magistral por profesores
aburridos y rutinarios, especialistas en su pequeño
fragmento del saber. Los freshmen
(novatos) y sophomores (los
de segundo año) buscaban tomar la mayor cantidad de
apuntes mientras contaban los interminables minutos para terminar el día de clases y poder dedicarse a estudiar, hacer deportes, tocar en
alguna banda de rock y asistir a fiestas donde el descontrol era una forma de
huir de esa vida.
Universidad de Kansas en Lawrence
Universidad de Kansas en Lawrence
Un día apareció un volante convocando a los
alumnos de primer y segundo año a concurrir al
Smith
Hall, un salón en forma circular en medio del campus
donde generalmente practicaba la orquesta de la Universidad. No se convocaba a
alguna materia útil, ni a una capacitación en alguna disciplina que los haría
ganar unos cuantos dólares adicionales al
graduarse. No, se hablaba de vocaciones,
del llamado a ser marinero, soldado, granjero, padre de familia, poeta,
artesano... Los curiosos alumnos tomaron asiento alrededor de tres profesores
que conversaban entre ellos acerca de la Odisea de Homero, leían
fragmentos y los comparaban con La República de Platón. Luego uno recordaba alguna historia campesina, mientras que otro
entonaba la estrofa de alguna canción
folclórica. Más de
una vez se recitaba un soneto de Shakespeare vinculado al tema de la charla.
Pues eso era: nada más que una charla de tres
profesores que parecían ignorar a los jóvenes de entre 18 y 20 años
que los rodeaban.
Pronto,
todos los martes y jueves, cuando se “cursaba” el Programa (si así puede decirse), llegaron a
agolparse hasta más de 200 alumnos para
escuchar a esos “profesores locos”.
Éstos habían puesto únicamente dos reglas: (1) no podían
tomar apuntes, y (2) sea lo que sea que tuviesen para comentar, debían hacerlo en voz alta. Las risas eran comunes y, de vez en cuando,
también el llanto.
De
pronto lo más curioso comenzó a suceder. Grupitos de alumnos, compañeros
del Programa, se reunían después de clases y, como imitando a sus profesores, aprendían poesía de memoria, escribían, leían algún
texto de Aristóteles o Cicerón y lo debatían, escuchaban música clásica y folclórica, trataban de corregirse mutuamente en la dicción, la oratoria y el estilo. Incluso, algunos comenzaron a estudiar
caligrafía para poder entregar a los profesores
sus propios poemas. Otros, queriendo experimentar por sí mismos lo que leían en los clásicos, se reunían por la noche para
identificar las estrellas y estudiar sus movimientos. Conseguían alguien que les enseñase
latín. Y así, se
“entrenaban” para poder participar más activamente en la próxima “clase”.
Los mismos estudiantes
sugirieron y organizaron un vals anual de primavera. Se consiguió alguien que les enseñara a bailar, una orquesta y
el salón de actos de la Universidad. A este
baile iban, incluso, los padres de los chicos que no podían creer ver a estos hippies vestidos de gala disfrutando la música de Strauss.
Y al
año siguiente, los “viejos” del Programa eran quienes transmitían
el conocimiento a los nuevos. Aprendían
de ellos, las poesías. Bajo su supervisión, estudiaban caligrafía. Guiados por los mayores,
daban sus primeros pasos en el vals.
Explicaba
Franklyn C. Nelick que un día, mientras leía con sus alumnos de primer
año un pasaje de La
ventana tapiada de Ambrose Bierce, comprendió que era culpable de un pecado cardinal: enseñar mal.
“Les daba respuestas literarias a preguntas humanas que mis estudiantes
ni siquiera se habían formulado aún. Peor, al menos en esta instancia, hacía
imposible para ellos cualquier comprensión de
la Literatura como arte al reemplazar su significado con un análisis quasi histórico de sus antecedentes.”
Desde
el Renacimiento para acá, el conocimiento es
reducido a palabras impresas. La educación ya
no consiste en un gran diálogo de mentes sino en la
adquisición de conocimientos. El aprendizaje es
reemplazado por la escolarización. La
sabiduría moderna parecería consistir en saber relacionar palabras,
no en conocer la relación
entre las cosas. Al enseñar
poesía, la universidad moderna nos explica
los instrumentos y los métodos, pero no nos responde
para qué es la poesía.
“Tradicionalmente, la causa final de la Literatura era la instrucción de la persona mediante el gozo.” La
poesía trata de realidades e intenta
acercarnos a ellas mediante representaciones, imágenes
o imitaciones. Una educación neutral respecto a la
virtud o la verdad es imposible, pues educar significa totalizar, completar y
delinear.
No
hacía mucho la universidad consistía simplemente en un cuerpo de Literatura —las humanidades— que toda persona educada
debía conocer en detalle. Lo otro, lo
arcano, lo exótico y lo peculiar quedaban para el
gusto privado. Había un centro o conjunto de
enseñanzas comunes que uno podía suponer que cualquier doctor conocía
bien. Pero con la aceleración de los descubrimientos de
las ciencias duras, la universidad busca ahora lo novedoso, los espectacular,
lo avanzado. Se ha perdido el sentido de las prioridades, la importancia de
ocuparse primero de lo primero. Y lo primero, como la poesía o el latín —a juicio de Nelick— quedaban, a lo sumo, como
materias optativas. Con la muerte de la poesía, la universidad se había convertido en un conjunto de
especialistas incultos. Si no queremos perder lo que queda de la
cultura occidental, debemos recuperar el “orden poético
del conocimiento”, decía el profesor.
Tras
años de estudio, experimentación y
meditación, John Senior,
por su parte, se había convencido de que leer los
“Grandes Libros” no era suficiente. Una
formación tal, decía,
es como beber “buena champaña en botellas de plástico”.
“Las semillas son buenas pero el suelo cultural ha sido devastado; las ideas seminales de Platón,
Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás prosperan sólo en una tierra imaginativa saturada de fábulas, cuentos de hadas, leyendas, rimas y aventuras: los mil libros
de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y los demás”.
Sin
los “buenos libros”, los “grandes libros” no pueden fructificar. Por el contrario, sus estudiantes venían a la universidad habiendo sido criados en la “pesadilla aireacondicionada”, con
sus sentidos atrofiados imposibilitados para poder reconocer la belleza, la
verdad y el bien.
Otro
de los temas de Senior (no quería que le llamasen “profesor Senior”) era el de la desintegración del saber. El
verdadero humanista no se logra por la mera sumatoria de especializaciones. Debe
hablar y pensar en términos de totalidades, no de
parcialidades. El problema del hombre moderno es que pretende sacar
conclusiones generales por la mera agregación de
conclusiones parciales. Esto es lo que Senior llamaba la artificialidad del Modernismo.
La mera suma de unidades no nos da un todo coherente, sino un amontonamiento
artificial. Por eso el Modernismo se despega de la realidad y pierde el sentido
del ser, hasta descreer del principio de no contradicción y negar la metafísica. Y esto nos lleva a la
segunda nota característica del Modernismo, según Senior: el sensacionalismo, el divorcio de los sentidos de la
realidad. La realidad es construida artificialmente para adaptarla a la mente.
El científico es un mago. El artista es un mago.
La alucinación es la aniquilación del ser. La híper
especialización
es la aniquilación
de la sabiduría.
Senior,
discípulo del canadiense Charles de Koninck
y, a través suyo, del P. Réginald Garrigou Lagrange O.P., creía
que una resurrección del Tomismo en nuestro tiempo
es imposible. No porque Santo Tomás
estuviese muerto (todo lo contrario), sino porque somos nosotros los que
estamos “muertos”
para entenderlo. La cultura moderna ha deformado, desfigurado y masacrado
nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de asombro. Es el modo poético
de enseñanza el
que nos puede “revivir”.
“No abogo por un renacimiento de Santo Tomás del mismo modo que no abogaría
por la construcción de réplicas de Mont Saint Michel o de la catedral de Chartres. Éste no es el momento del día,
para decirlo suavemente. Nada menos que un milagro podría producir un gran teólogo hoy, y pocas razones
existen para presumirlo; ya que si bien los milagros
operan más allá de
la naturaleza, no ocurren sin una razón; y, además, si un gran teólogo escribiera hoy, nadie lo comprendería.”
Por
su parte, Dennis B. Quinn invitaba
a recuperar la pedagogía clásica, lo que él llamaba “educación por las musas”. A diferencia del método dialéctico utilizado por las universidades que seguían programas de Grandes Libros, el profesor Quinn proponía dar lugar a la acción de las musas: la
tragedia, la comedia, la poesía,
la religión,
la épica, la danza, la
historia y la astronomía
que han inspirado desde la antigüedad
a toda manifestación musical, a la Música con “m” mayúscula. La forma en que aprenden los niños —con cuentos, leyendas, bailes y
canciones—. Debe ser ésta, decía Quinn, una educación elemental, esencial, primaria, constitutiva, concerniente a
principios, simple, integral e integrada, totalizadora... Las musas inspiran al
principiante y al amateur, a quien busca el conocimiento sólo por amor, quien se ve atraído
por el misterio y el asombro de las cosas.
Las
musas tienen incluso su método: no aparecen primero en
el intelecto en primer lugar, ni surgen de la dialéctica; no buscan convencer ni probar ni, menos
aún, transmitir una ideología.
El
problema de los alumnos universitarios no es tanto que tengan dificultades en
seguir un razonamiento lógico, sino que ni siquiera
saben usar sus sentidos. No sólo los sentidos externos,
atrofiados por la televisión, la música enlatada, la comida rápida,
los desodorantes y la ropa sintética; sino también, los sentidos internos, la
memoria y la imaginación, perdidos a mano de una pedagogía para minusválidos.
Y
llegamos de nuevo a la poesía. “La primera cosa a hacer con un poema o canción es simplemente aprenderlo de memoria”, decía Denis Quinn.
Nelick,
Quinn y Senior habían pasado largas horas
comentando un pequeño ensayo del Cardenal
Newman en el que divide la historia de la Iglesia en tres edades: la
benedictina, la dominicana y la jesuita (“The
Mission of St. Benedict” [1858], Historical Sketches , vol. II). A la primera edad, la de San Benito, correspondería la poesía. A la de Santo Domingo, la
ciencia escolástica. A la de San Ignacio, la práctica de la enseñanza en los colegios y
universidades.
Pero
Newman recalcaba que para avanzar en una etapa era necesario primero descollar
en la etapa anterior: un Santo Tomás no
hubiese sido posible sin la experiencia benedictina del regocijo en la Creación y la música diaria del amor de Dios; del mismo modo, un San Ignacio no se encontraría sin la elegante precisión
del dulce razonamiento tomista. Saltear etapas, creía el célebre
Cardenal, era un error desastroso. Los profesores del Programa,
por su parte, estaban convencidos que en nuestra “edad
oscura” actual, debíamos recuperar el espíritu benedictino, el de la poesía.
Los
mismos estudiantes idearon el lema del Programa: Nascantur in admiratione (Dejadlos
renacer en la admiración). Una educación poética
sólo es posible comenzando por el principio:
en el campo antes que en el laboratorio, en las cosas cuantificables antes que
en los teoremas abstractos, en el ordenamiento del hogar antes que en las
grandes leyes económicas.
También los estudiantes idearon el logo no oficial del Programa: en la
noche, bajo las estrellas, el Quijote, lanza en ristre, atraviesa un arco
triunfal romano que parece la puerta hacia el conocimiento. Así se veían a sí
mismos.
John
Senior explicó alguna vez que el IHP no era un curso
sino un programa, como el programa de
un concierto, de un evento o de una obra teatral. Era un programa de humanidades
pues trataba de todos aquellos aspectos que tocan a la especie humana
en tanto humana, es decir “en tanto que el hombre tiene
inteligencia, memoria y voluntad, y las propiedades que se siguen de estas
facultades tales como la libertad, la risa, el disfrute de la poesía y de las otras artes, la apreciación de
la excelencia formal de la naturaleza, los artefactos y los deportes”. Humanidades que son precientíficas,
sólo basadas en la experiencia. Pero estas humanidades no se estudiaban
en el Programa en forma analítica, externa y
categorizada, sino unidas como un organismo vivo, integral,
donde cada materia era aprendida a la luz de las otras, y todas a la luz del
bien, la verdad y la belleza.
Recordaba
Senior una figura alegórica que nos viene de la
Edad Media que muestra la educación
como una torre de varios pisos. El
niño ingresa por la planta baja y es
recibido por el maestro con su Donatus —el libro de Gramática—. En el segundo piso, el niño aprende la Lógica de Aristóteles,
y en el tercero, la Retórica de Cicerón.
Tiene, entonces, ya el trivium
de los medievales. Del cuarto al séptimo
piso, el adolescente aprende Aritmética,
Geometría, Música
y Astronomía. El joven adquiere, entonces, el quadrivium, completando las siete
artes liberales. Y, de allí, el joven pasa a los pisos
superiores: Física, Biología, Psicología, Ética, Economía y Política. Culminando con la Metafísica,
hasta llegar al último piso: la Teología.
Pero
no se pretende que el joven ya adulto quede allí,
sino que descienda de la torre y que, en la práctica
de su arte u oficio, conserve la visión de
su lugar en el esquema del universo.
“Ésa es la diferencia entre una escuela técnica
y una universidad: la universidad se eleva a lo universal; integra lo horizontal en lo vertical.”
Y
fue en busca de esta verticalidad que dos de los alumnos
del Programa viajaron a Francia en 1972. El plan era estudiar la vida en las
pequeñas aldeas rurales. Estando allí, quisieron escuchar canto gregoriano de primera mano. ¡Tanto habían escuchado hablar a sus profesores!
¡Hasta se sabían de memoria algunos
himnos! Pero encontrar canto gregoriano en la Francia de comienzos de los ’70 no era tarea fácil. Fue así que visitaron la Abadía de Fontgombault, el
único lugar donde aún podía escucharse el canto ancestral de la Cristiandad.
Cuando
se acababa su tiempo, los dos jóvenes pidieron quedarse un
tiempo más, alojados en la abadía. Uno de ellos, tras convertirse al catolicismo, ingresó a la comunidad monástica; para—décadas después— regresar a los Estados Unidos y fundar él mismo un monasterio tradicional en Clear Creek (Oklahoma). En los años siguientes, grupos de hasta cien alumnos visitarían cada año Francia, Irlanda, España, Italia…
Abadía de Fontgombault |
Fuera
de clase, algunos se reunían a aprender el Catecismo
que podía enseñarles
algún compañero
católico o, simplemente, lo pedían prestado en la biblioteca de la Universidad.
Unos
pocos recitaban el Pequeño Oficio de la Virgen en la
iglesia local. Pronto los tres profesores eran invitados a dictar charlas por
personas que habían escuchado o visto a sus alumnos
en las pocas iglesias católicas locales o en alguna
biblioteca. Y así recorrieron los pueblitos más diversos del este de Kansas y el oeste de Missouri.
Pero
para 1976 comenzaron los problemas. Primero fueron las amenazas de algunos
padres que no querían a sus hijos en un
monasterio católico. Luego las quejas del Departamento
de Francés de la Universidad de Kansas que
reclamaba el monopolio de los viajes de estudio a ese país. Para 1977 el caso estaba en los medios de difusión de todo el Estado de Kansas.
Incluso,
se hablaba de una conspiración internacional católica de lavado de cerebros. Se preguntaban los diarios y noticieros cómo tres respetables profesores universitarios se habían convertido en tales canallas. Dos años
después, la Universidad dio por terminado el “experimento” del Programa de Humanidades
Integradas Pearson.
“En tu educación, pasada y futura —dijo John Senior en un discurso a los alumnos que se graduaban de la
universidad— en la búsqueda
de felicidad, en el matrimonio, en la amistad, en la vocación, en la recreación, en la política y en los meros trabajos, si puedes encontrarlos —a largo plazo—, deberás preguntarte: ¿De qué se trata todo esto? ¿Parte
de qué son todas estas
actividades y compromisos? ¿Qué es lo que los integra? Si
te olvidas todo lo que aprendiste en la universidad —la mayoría te lo olvidarás— recuerda al menos esta pregunta —estará en el ultimísimo examen final que tu conciencia hará en
el último momento de vida—: ¿En tu búsqueda
de horizontes, de cosas horizontales, has podido elevar tus ojos, tu mente y tu
corazón hacia las estrellas —hacia las razones de las cosas, y otras más atrás, como el gran poeta Dante dice en la
cima de la torre de su poema: Al Amor que mueve el sol y todas las otras estrellas ?”
Restaurar
la cultura cristiana, estaba convencido, era, en fin, restaurar la Misa de
siempre.
¿Qué es la cultura cristiana?
Esencialmente,
es la Misa.
Ésta no es mi opinión ni la de algún otro, ni es una teoría o un deseo, sino que es el
hecho central de dos mil años de historia.
La
Cristiandad, lo que los secularistas llaman Civilización Occidental, es la Misa, y la parafernalia que
la protege y la facilita.
Todo,
la arquitectura, el arte, las formas políticas
y sociales, la economía, la forma en que la gente
vive, siente y piensa, la música, la literatura — todas estas cosas, cuando están
bien, son modos de alentar y proteger el Santo Sacrificio de la Misa.
Para
realizar un sacrificio, debe haber un altar; el
altar debe tener un techo encima por si llueve;
para reservar el Santísimo Sacramento, construimos
una pequeña Casa de Oro y, sobre ella, una Torre
de Marfil con una campanilla y una jardín a
su alrededor con rosas y lirios de pureza, emblemas de la Virgen María —Rosa Mystica, Turris Davidica, Turris Eburnea, Domus Aurea-
quien llevó en el vientre Su Cuerpo y Su Sangre,
Cuerpo de su cuerpo, Sangre de su sangre. Y,
alrededor de la iglesia y del jardín,
donde enterramos a los fieles difuntos, vive el cuidador, el sacerdote y el
religioso cuyo trabajo es la oración,
quien conserva el Misterio de la Fe en su tabernáculo
de música y palabras en el Oficio de la
Iglesia; y a su alrededor, los fieles que se reúnen para adorar y dividirse el otro trabajo que debe realizarse para
hacer posible la perpetuación del Sacrificio — cultivar la comida, confeccionar la ropa, construir y mantener la
paz, de modo que las generaciones por venir puedan vivir
para Él, para que el
Sacrificio prosiga, incluso, hasta la consumación del mundo.
A
pesar del revés, John Senior siguió enseñando hasta su muerte en 1999. Publicó, entre otros libros, The Death of Christian Culture y The Restoration of Christian Culture,
donde vuelca su experiencia en el Programa Pearson y otras muchas reflexiones,
meditaciones y contemplaciones.
Por
su parte, Dennis Quinn siguió también de profesor hasta su retiro en 2006. Unos años antes, en 2002, publicó su único libro: Iris Exiled, una
verdadera “historia del asombro” en la literatura infantil.
Finalmente,
Frank Nelick, también continuó con su carrera universitaria hasta su fallecimiento en 1996, convirtiéndose, además, en uno de los mayores
especialistas en literatura irlandesa moderna.
En
los ’80, un grupo de ex alumnos del Programa
Pearson fue invitado al colegio Saint Mary de Kansas por el rector —un sacerdote francés que había sido discípulo de André Charlier—. Pero las quejas de algunos
padres, pusieron fin nuevamente al experimento.
Sin
embargo, de alguna manera, el legado sobrevive. Por el IHP pasaron, entre
otros, Mons. James D. Conley (obispo de Lincoln, Nebraska, también un converso), el P. James Jackson FSSP (ex rector del seminario
estadounidense de la tradicionalista Fraternidad Sacerdotal de San Pedro y
actualmente pastor en una parroquia de Littleton, Colorado), el Rvmo. Dom Philip
Anderson OSB (abad del monasterio de Clear Creek, Oklahoma; otro converso), los dos primeros directores de la Academia Saint
Gregory (de la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, colegio secundario en
Elmhurst, Pennsylvania, lamentablemente cerrada en 2012 por problemas económicos), diversos profesores de las universidades de Dallas (Texas),
Thomas Aquinas (Santa Paula, California), Christendom (Fort Royal, Virginia
Occidental) y Thomas More (Merrimack, Nueva Hampshire), además de varias academias de educación
familiar (homeschooling ).
Fuente: http://www.academia.edu/12906355/LA_RESTAURACI%C3%93N_DE_LA_EDUCACI%C3%93N_TRADICIONAL
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