martes, 10 de noviembre de 2015

LAS ESCUELAS BENEDICTINAS

En una entrada reciente, se hacía alusión a "La misión de San Benito", de John Henry Newman. Aquí ofrecemos un extracto de otro interesante artículo de Newman, muy relacionado con el anterior, para que les quede el deseo de más.



[…] El viejo mundo había muerto, sin duda alguna; pero entonces un nuevo orden lo reemplazó, cuya verdadera vida, en gran medida, eran ellos mismos, sin que de su parte hubiese mediado ninguna voluntad ni expectativa. El solitario benedictino arrodillado se puso de pie y fundó una ciudad. Tal fue el caso, no aquí o allá, sino en todas partes. Europa tenía un nuevo mapa, y los monjes fueron los iniciadores de ese mapa. Habían vivido en grandes comunidades, en abadías, en corporaciones con privilegios civiles, en haciendas con administradores, siervos y vecinos barones, que se habían convertido en centros de población, en las escuelas de las verdades más apreciadas, en los santuarios de las más sagradas confidencias. Y descubrieron que ellos mismos eran sacerdotes, directores, legisladores, señores feudales, consejeros, predicadores, misioneros, controversialistas; y comprendieron que, a menos de escapar de nuevo de la faz del hombre, como San Antonio al principio, tendrían que despedirse de la esperanza de llevar la vida de San Antonio. […]
La necesidad no tiene ley, y la caridad no se mezquina: según ello actuó la Iglesia. Llevó al benedictino desde el claustro al mundo político; y, en la medida en que es la Iglesia quien lo hizo, fue su obra y no obra del benedictino. Si, en razón de las necesidades del momento, la Iglesia se impuso sobre la regla que él observaba, e hizo de él lo que ni la tradición ni sus deseos le sugerían, tales casos no pueden juzgarse como típicos ejemplos de labor benedictina ni tampoco como modificaciones de la esencia benedictina. Y tales casos abundan. El propio San Benito había visto difícil el que un sacerdote formase en las filas de sus hijos, dejando expreso en su Regla: “Si un sacerdote pide ser recibido en un monasterio, su pedido no debe ser aceptado de inmediato; pero si él persistiese, que se comprometa a observar toda la disciplina de la regla, sin mengua alguna” –C 60. Pero el propio Papa Gregorio (Magno), arrancado violentamente del claustro para ocupar el trono pontificio, no tuvo contemplaciones con sus hermanos así como no la habían tenido con él. De entre ellos nombró muchos obispos. Y desde su propio convento del monte Coelius envió a Agustín y sus compañeros como misioneros apostólicos para evangelizar a los Anglo-Sajones, y decidió colocar por entero en manos de los monjes al episcopado, los sacerdotes y el laicado de la raza recién convertida. En cuanto a los Arzobispos de Canterbury, fueron a la vez monjes hasta el siglo XII. […]

San Beda, patrono de los historiadores
Teodoro hizo su aparición a fines del siglo que inauguró el misionero Agustín, y casi justo cuando todo el territorio de Inglaterra se había convertido a la fe de Cristo. Trajo consigo los clásicos Griegos y Latinos, y estableció escuelas para las dos lenguas en varios puntos del país. A partir de entonces se fundó el plan de las Siete Ciencias en las Escuelas Benedictinas. De Teodoro proviene Egberto y la escuela de York; de Egberto procede Beda y la escuela de Jarow; y de Beda viene Alcuino y las escuelas de París, Tours y Lyon. De éstas provienen Rabano y la escuela de Fulda; de Rabano vienen Walafrid y la escuela de Richenau, Lupus y la escuelas de Ferrières. De Lupus salen Heiric y Remy y la escuela de Rheims; de Rhemy sale Odón de Cluny; de Cluny proviene el célebre Gerberto, más tarde papa Silvestre II, y también Abón de Fleury al que ya me he referido, aunque no dando su nombre, en la primera parte de este boceto, contando que pagó una parte de la deuda contraída por los Francos a los Anglo-sajones, y lo hizo abriendo las escuelas de Ramsey Abbey, después de la incursión de los Daneses. […]

Ahora, suponiendo que el retrato histórico del Benedictino fue como éste, y que ulteriormente se nos dijo que se consagró al estudio y la enseñanza, y luego nos pidieran que, recordando la noción de su carácter “poético”, conjeturásemos qué libros estudió y a qué clase de alumnos enseñó, concluiríamos sin mucha dificultad que su literatura sería la Escritura y que los miembros de su escuela serían niños. Y si además nos preguntasen cuáles serían, después de la Escritura, las materias del programa para esos niños, es probable que no estuviésemos en condiciones de conjeturar nada en absoluto; pero seguramente no nos sorprendería mucho saber que el mismo espíritu que llevó al monje a preferir adaptar las antiguas basílicas para el culto en lugar de inventar una nueva arquitectura, u honrar a su emperador o rey por espontánea lealtad más que por definiciones teológicas, (ese mismo espíritu) indujo al monje a que, en materia de educación, retomara los viejos libros y asuntos que encontró listos a mano en las escuelas paganas, en la medida en que pudo hacerlo religiosamente, en lugar de aventurar experimentos por su cuenta. Esto es lo que sucedió. El monje adoptó el programa romano, enseñó las Siete Ciencias, empezando por la Gramática, es decir, los clásicos latinos, y si a veces también siguió con éstos, fue porque los muchachos le dieron tiempo hasta llegar más lejos. Los temas que escogió fueron la adecuada recompensa por haberlos elegido. Adoptó los escritores latinos porque amaba las prescripciones y porque poseía sus textos. Pero de hecho no había escritos que, como éstos, fueran más congénitos al temperamento monástico, por su natural belleza y por estar libres de intelectualismo. Tales fueron sus textos escolares, y puesto que “el niño es padre del hombre”, los pequeños monjes que los leyeron y escudriñaron, al crecer llenaron la atmósfera del monasterio con los trabajos y estudios de los que se habían compenetrado en su niñez. Y así fue en verdad, por más extraño que suene a nuestras ideas: aquellos niños eran monjes, y tanto como los monjes adultos. […]

Y podemos deducir que en los siglos en que se usó ese método el resultado fue bueno, no sólo por la historia de los hombres heroicos que con tal método se formaron, sino también por el principio que lo animaba. El monasterio era concebido como la casa paterna, no como el mero refugio del monje: era un orfanato, no un reformatorio; el padre y la madre lo habían abandonado y había crecido desde niño en la nueva familia que lo había adoptado. Era un hijo de la casa: la cual le había procurado todos los lazos y relaciones durante su soñadora juventud y en ella se cifraban las esperanzas y expectativas de sus años de madurez. Debía buscar afectos entre sus hermanos, y devolverles afecto a su vez. Vivía y moría en su compañía. Ellos rogaban por su alma, apreciaban su recuerdo, se enorgullecían de su nombre y atesoraban sus obras. Una agradable ilustración de este afecto fraternal nos sale al paso en la vida de Walafrid Strabo, Abad de Richenau, cuyos poemas, de cuando era un muchacho de quince o dieciocho años, fueron preservados por sus fieles amigos y así duraron hasta ahora. […]
Los pequeños infantes solo pueden contemplar lo que los rodea, y su aprendizaje les entra por los ojos. En los casos que he tomado, sus mentes han de haber recibido pasivamente las impresiones que les llegaron del escenario monástico, y han de haber sido modeladas por los semblantes graves y por los solemnes ritos que los rodeaban. Tal era la educación de estos pequeños quizás hasta los siete años, cuando, con el nombre de “pueri”, comenzaban formalmente su época escolar y les confiaban a su memoria la primera lección. Esta lección era el Salterio, ese maravilloso manual de oración y alabanza que, desde el tiempo en que fueron organizadas sus diversas partes, hasta los siglos últimos, ha sido el más precioso viaticum de la mente cristiana en su viaje a través del desierto. En los primeros tiempos, San Basilio (siglo IV) dice que el Salterio era la devoción popular en Egipto, África y Siria; y San Jerónimo les recomendó usarlo a las damas romanas que dirigía. Todos los monjes debían saberlo de memoria, y los jóvenes sacerdotes también, y un obispo no podía ser ordenado sin saberlo de memoria; y en las escuelas parroquiales los niños los aprendían de memoria. El Salterio, más la Oración del Señor y el Credo, constituían la condición sine qua non del discipulado. También en el hogar, las madres piadosas, como Lady Helvidia, madre del futuro San León IX, les enseñaban a sus hijos el Salterio. Por lo tanto, fue por observar una ley universal que lo aprendieron los niños Benedictinos, y lo dominaban antes de pasar a la escuela secular donde eran introducidos al estudio de la gramática.
Ruinas de la Abadía de York, Inglaterra
Rievaulx Abbey (Yorkshire, Inglaterra)
Rielvaux, en Yorkshire
Es necesario decir que Gramática no significaba lo que ahora, el mero análisis y reglas de la lengua bajo los rubros de etimología, sintaxis, prosodia; sino implicaba entrar en la ciencia de interpretar a los poetas y oradores, y la regla de "hablar y escribir bien". En la escuela monástica, la lengua del curso era por cierto el Latín; en la literatura latina venía ante todo Virgilio; después Lucano y Estacio; Terencio, Salustio, Cicerón; Horacio, Persio, Juvenal; y, entre los poetas cristianos: Prudencio, Sedulio, Juvencus, Aratus. Así encontramos a los monjes de St. Alban’s, cerca de Mayence, exponiendo sobre Cicerón, Virgilio y otros autores. En la escuela de Paderborne había conferencias sobre Horacio, Virgilio, Estacio y Salustio. Teodulfo relata acerca de sus estudios juveniles de los autores cristianos: Sedulius y Paulinus, Aratus, Fortunatus, Juvencus y Pudencio, y, los clásicos Virgilio y Ovidio. El monje Gerberto, luego papa Silvestre II, después de enseñar lógica, volvía de nuevo a Virgilio, Estacio, Terencio, Juvenal, Persio, Horacio y Lucano. Se conserva una obra de San Hildeberto que se supone haber sido un ejercicio escolar: se trata de una especie de centón de Cicerón, Séneca, Horacio, Juvenal, Persio, Terencio y otros autores; parece que a Horacio lo sabía casi de memoria. Teniendo en cuenta la cantidad de autores que había que estudiar para llegar a poseer un correcto conocimiento del Latín, y la extensión de las obras de los autores citados en la lista anterior, podemos inferir razonablemente que con la ciencia de la Gramática empezaba y terminaba la enseñanza Benedictina, salvo en lo concerniente a la instrucción religiosa que es aún más indispensable para la vida cristiana que la adquisición de conocimientos. A los 14 años terminaba la adolescencia y con ella, por lo común, el período escolar. A partir de allí los jovencitos laicos partían para sus carreras seculares, y los monjes empezaban los estudios apropiados para su vocación sagrada. De entre éstos, los jóvenes más destacados eran destinados a proseguir sus estudios seculares. Para saber de qué se trataba en este caso, debemos volver a enfocar con más detalle el programa completo cuya introducción era la gramática.  

Este programa derivaba de los primeros tiempos de la filosofía pagana y fue introducido para su uso en la Iglesia por la autoridad de San Agustín quien en su De Ordine lo considera como adecuada y suficiente preparación para el aprendizaje teológico. Apenas es necesario referirnos a la historia de su formación. Se nos dice que Pitágoras prescribió el estudio de la aritmética, la música y la geometría; que Platón y Aristóteles insistieron en la gramática y la música, y que ésta junto con la gimnasia, constituía la sustancia de la educación Griega; que Séneca habla, si bien no aprueba, de la educación de su época compuesta por gramática, música, geometría y astronomía; y que Filón les agrega además la lógica y la retórica. San Agustín, al enumerar estas materias, empieza con la aritmética y la gramática en la que incluye la reciente historia; después enuncia la lógica y la retórica; luego la música, dentro de la cual está la poesía, en cuanto dirigida al oído; por último, la geometría y la astronomía que requieren la vista. En cambio, antes, los Alejandrinos arreglaban las materias de otro modo, a saber: gramática, retórica y lógica o filosofía; y como ramas aparte las cuatro ciencias matemáticas: aritmética, música, geometría y astronomía. Y este ordenamiento fue el adoptado en la educación cristiana, llamando a la tres primeras Trivium y a las cuatro segundas Quadrivium.
La Gramática era enseñada en todas esas escuelas; pero para los que deseaban avanzar más allá de estos estudios juveniles, Carlomagno había fundado sedes de educación superior en las principales ciudades del Imperio, llamadas escuelas públicas, que pueden considerarse bosquejos, e incluso núcleos de las Universidades que surgieron en la época posterior. Es el caso de París, Tours, Reims y Lyon en Francia; Fulda en Alemania; Boloña en Italia.
Monasterio de Sant Johann, Munster
Las escuelas benedictinas se atenían a las siete ciencias antedichas pero limitándose a lo elemental, salvo en el caso de la Gramática. Así leemos que San Bruno de Segni (alrededor del 1080), después de los fundamentos de “litterae humaniores”, recibido cuando era chico de los monjes de San Perpetuus, cerca de Aste, se dirigió a las escuelas de Boloña en búsqueda de “altiores scientiae” (más elevadas ciencias). San Abón de Fleury (año 990), tras completar en dicho monasterio la gramática, la aritmética, la lógica y la música, fue a París y a Reims a estudiar filosofía y astronomía. Rabano (año 840) pasó de Richenau a Fulda. San William (año 908), cuyos padres lo habían entregado como oblato a San Benito en San Miguel cerca de Vercelli, prosiguió sus estudios en Pavía. Gerberto (año 990), se dedicó a la física, yendo de Fleury a Orleáns, y luego a España. San Wolfgang (año 990) fue enviado por un tiempo, desde Ferrières a Fulda. También cabe mencionar que Fulberto de Chartres (año 1000), aunque no era monje, igualmente enviaba a sus alumnos a terminar sus estudios en escuelas más célebres que la suya. La historia nos ofrece datos de los temas estudiados en esta etapa superior. Leemos que Gerberto daba clases sobre las Categorías de Aristóteles y sobre la Isagogué (Introducción a la Filosofía) de Porfirio; San Teodoro enseñaba Griego y matemáticas a los jóvenes anglosajones; Alcuino daba las siete ciencias en York; y en algunos monasterios alemanes había clases de griego, hebreo y árabe. Los monjes de Saint Bénigne de Dijon daban clases de medicina; la abadía de San Gall poseía una escuela de pintura y grabado; el beato Tubilo de dicha abadía era matemático, pintor y músico. Leemos acerca de otro monje del mismo monasterio, que siempre estaba tallando en madera cuando no estaba en el altar, y acerca de otro que trabajaba en piedra. Otra actividad era copiar manuscritos cuya perfección no es comparable con las posteriores realizaciones de la época escolástica.  […]
Pero por otra parte la Gramática, en el sentido que hemos definido, no era un estudio superficial ni un instrumento insignificante de cultivar la mente; tanto es así que la tarea escolar del muchacho pasaba a ser el esparcimiento del hombre a lo largo de toda la vida. En medio de los serios deberes de su sagrada vocación, los monjes nunca olvidaban los libros que habían atraído y refinado su juvenil imaginación. […]
Monasterio de Saint Michel, Francia
Cuando me preguntan, pues, si estos estudios son sólo accidentales, y signos de un declive religioso, yo respondo que, por el contrario, a ellos se han dedicado mucha personas eminentes en el cumplimiento de sus hábitos ascéticos y de devoción, y que íntimamente participaban en el mismo espíritu de mortificación de San Benito y San Romualdo, al punto de ser reputados como santos, y haber sido de hecho canonizados o beatificados. Teodoro es “santo”; Alcuino y Rabano son “beatos”, Hildeberto es “venerable”; Beda y Adelmo son santos; al igual que San Angilberto, San Abón, San Bertharius, San Adalhard, San Odón y San Pascasio Radberto. Al menos los católicos deben sentir toda la fuerza de este argumento, pues no les está permitido atribuir ningún descuido de su vocación a quienes la Iglesia eleva como ejemplos del divino poder, habiendo demostrado además, por medio de milagros, su estado de beatitud en la eternidad.
Ésta es mi observación de un lado de la cuestión; por el otro lado, es evidente, por lo ya dicho, que no cabe suponer que la erudición crítica o la erudición clásica ocupase toda la vida, ni siquiera en el caso de esa minoría de la familia monástica que tomó una parte tan prominente en la educación de su época. Ya he puntualizado que, tras los años escolares, los monjes se dedicaban tan poco a los clásicos, exceptis excipiendis, como sucede hoy en día con los miembros del parlamento o los caballeros rurales. Ellos tenían sus serios compromisos, como ahora los hombres de estado, aunque de otra especie, y a ellos se entregaban. Su único estudio era la Teología, y la literatura secular estaba a su servicio, primero como ayuda y ornamento, y luego como manera de distenderse del ejercicio mental que aquella suponía. […]
San Martín de Canigó, Francia
Y así concluye el Período Benedictino propiamente dicho; este honor le fue conferido por la Providencia a la gran Orden de la cual recibe ese nombre, en recompensa por sus largos y pacientes servicios a la religión, al punto que, si bien sus monjes no iban a ser inmediatamente empleados por la Iglesia en el sentido especial en el cual ellos habían sido sus ministros durante muchos siglos, todavía iban a ser los primeros en señalar, y estrenar, aquellas nuevas armas que Órdenes de diferentes temperamento estaban destinadas a empuñar frente a una nueva clase de oponentes.
No es menos significativo que la Iglesia Anglo-Sajona, que fue la creación de los Benedictinos, y la sede desde la cual su influencia irradió para la conversión de Europa, desde el Báltico hasta la bahía de Vizcaya, haya tomado parte en ese honor; y que así como Teodoro fue llevado desde Tarso a Canterbury, allí también fueron llevados Lanfranco desde Lombardía y Anselmo desde el Piamonte, para ocupar sucesivamente el trono episcopal de Teodoro.
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Bto. Card. John Henry Newman

John Henry Newman: The Benedictine Schools from the Atlantis of January, 1859; en HISTORICAL SKETCHES Vol. II, Longmans, London, 1906
Traducción: Dra. Inés de Cassagne

Extractado de: http://www.amigosdenewman.com.ar/wp-content/uploads/2014/05/LAS-ESCUELAS-BENEDICTINAS.pdf

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