En una entrada reciente, se hacía alusión a "La misión de San Benito", de John Henry Newman. Aquí ofrecemos un extracto de otro interesante artículo de Newman, muy relacionado con el anterior, para que les quede el deseo de más.
[…] El viejo
mundo había muerto, sin duda alguna; pero entonces un nuevo orden lo reemplazó,
cuya verdadera vida, en gran medida, eran ellos mismos, sin que de su parte
hubiese mediado ninguna voluntad ni expectativa. El solitario benedictino
arrodillado se puso de pie y fundó una ciudad. Tal fue el caso, no aquí o allá,
sino en todas partes. Europa tenía un nuevo mapa, y los monjes fueron los
iniciadores de ese mapa. Habían vivido en grandes comunidades, en abadías, en
corporaciones con privilegios civiles, en haciendas con administradores,
siervos y vecinos barones, que se habían convertido en centros de población, en
las escuelas de las verdades más apreciadas, en los santuarios de las más
sagradas confidencias. Y descubrieron que ellos mismos eran sacerdotes,
directores, legisladores, señores feudales, consejeros, predicadores,
misioneros, controversialistas; y comprendieron que, a menos de escapar de
nuevo de la faz del hombre, como San Antonio al principio, tendrían que
despedirse de la esperanza de llevar la vida de San Antonio. […]
La necesidad no
tiene ley, y la caridad no se mezquina: según ello actuó la Iglesia. Llevó al
benedictino desde el claustro al mundo político; y, en la medida en que es la
Iglesia quien lo hizo, fue su obra y no obra del benedictino. Si, en razón de
las necesidades del momento, la Iglesia se impuso sobre la regla que él
observaba, e hizo de él lo que ni la tradición ni sus deseos le sugerían, tales
casos no pueden juzgarse como típicos ejemplos de labor benedictina ni tampoco
como modificaciones de la esencia benedictina. Y tales casos abundan. El propio
San Benito había visto difícil el que un sacerdote formase en las filas de sus
hijos, dejando expreso en su Regla: “Si un sacerdote pide ser recibido en un
monasterio, su pedido no debe ser aceptado de inmediato; pero si él
persistiese, que se comprometa a observar toda la disciplina de la regla, sin
mengua alguna” –C 60. Pero el propio Papa Gregorio (Magno), arrancado
violentamente del claustro para ocupar el trono pontificio, no tuvo
contemplaciones con sus hermanos así como no la habían tenido con él. De entre
ellos nombró muchos obispos. Y desde su propio convento del monte Coelius envió
a Agustín y sus compañeros como misioneros apostólicos para evangelizar a los
Anglo-Sajones, y decidió colocar por entero en manos de los monjes al
episcopado, los sacerdotes y el laicado de la raza recién convertida. En cuanto
a los Arzobispos de Canterbury, fueron a la vez monjes hasta el siglo XII. […]
San Beda, patrono de los historiadores |
Ahora, suponiendo
que el retrato histórico del Benedictino fue como éste, y que ulteriormente se
nos dijo que se consagró al estudio y la enseñanza, y luego nos pidieran que,
recordando la noción de su carácter “poético”, conjeturásemos qué libros
estudió y a qué clase de alumnos enseñó, concluiríamos sin mucha dificultad que
su literatura sería la Escritura y que los miembros de su escuela serían niños.
Y si además nos preguntasen cuáles serían, después de la Escritura, las
materias del programa para esos niños, es probable que no estuviésemos en
condiciones de conjeturar nada en absoluto; pero seguramente no nos
sorprendería mucho saber que el mismo espíritu que llevó al monje a preferir
adaptar las antiguas basílicas para el culto en lugar de inventar una nueva
arquitectura, u honrar a su emperador o rey por espontánea lealtad más que por
definiciones teológicas, (ese mismo espíritu) indujo al monje a que, en materia
de educación, retomara los viejos libros y asuntos que encontró listos a mano
en las escuelas paganas, en la medida en que pudo hacerlo religiosamente, en
lugar de aventurar experimentos por su cuenta. Esto es lo que sucedió. El monje
adoptó el programa romano, enseñó las Siete Ciencias, empezando por la
Gramática, es decir, los clásicos latinos, y si a veces también siguió con
éstos, fue porque los muchachos le dieron tiempo hasta llegar más lejos. Los
temas que escogió fueron la adecuada recompensa por haberlos elegido. Adoptó
los escritores latinos porque amaba las prescripciones y porque poseía sus
textos. Pero de hecho no había escritos que, como éstos, fueran más congénitos
al temperamento monástico, por su natural belleza y por estar libres de
intelectualismo. Tales fueron sus textos escolares, y puesto que “el niño es
padre del hombre”, los pequeños monjes que los leyeron y escudriñaron, al
crecer llenaron la atmósfera del monasterio con los trabajos y estudios de los
que se habían compenetrado en su niñez. Y así fue en verdad, por más extraño
que suene a nuestras ideas: aquellos niños eran monjes, y tanto como los monjes
adultos. […]
Y podemos deducir que en los siglos en que se usó ese método el
resultado fue bueno, no sólo por la historia de los hombres heroicos que con
tal método se formaron, sino también por el principio que lo animaba. El
monasterio era concebido como la casa paterna, no como el mero refugio del
monje: era un orfanato, no un reformatorio; el padre y la madre lo habían
abandonado y había crecido desde niño en la nueva familia que lo había
adoptado. Era un hijo de la casa: la cual le había procurado todos los lazos y
relaciones durante su soñadora juventud y en ella se cifraban las esperanzas y
expectativas de sus años de madurez. Debía buscar afectos entre sus hermanos, y
devolverles afecto a su vez. Vivía y moría en su compañía. Ellos rogaban por su
alma, apreciaban su recuerdo, se enorgullecían de su nombre y atesoraban sus
obras. Una agradable ilustración de este afecto fraternal nos sale al paso en
la vida de Walafrid Strabo, Abad de Richenau, cuyos poemas, de cuando era un
muchacho de quince o dieciocho años, fueron preservados por sus fieles amigos y
así duraron hasta ahora. […]
Los pequeños
infantes solo pueden contemplar lo que los rodea, y su aprendizaje les entra
por los ojos. En los casos que he tomado, sus mentes han de haber recibido
pasivamente las impresiones que les llegaron del escenario monástico, y han de
haber sido modeladas por los semblantes graves y por los solemnes ritos que los
rodeaban. Tal era la educación de estos pequeños quizás hasta los siete años,
cuando, con el nombre de “pueri”, comenzaban formalmente su época escolar y les
confiaban a su memoria la primera lección. Esta lección era el Salterio, ese
maravilloso manual de oración y alabanza que, desde el tiempo en que fueron
organizadas sus diversas partes, hasta los siglos últimos, ha sido el más
precioso viaticum de la mente
cristiana en su viaje a través del desierto. En los primeros tiempos, San
Basilio (siglo IV) dice que el Salterio era la devoción popular en Egipto, África
y Siria; y San Jerónimo les recomendó usarlo a las damas romanas que dirigía.
Todos los monjes debían saberlo de memoria, y los jóvenes sacerdotes también, y
un obispo no podía ser ordenado sin saberlo de memoria; y en las escuelas
parroquiales los niños los aprendían de memoria. El Salterio, más la Oración
del Señor y el Credo, constituían la condición sine qua non del discipulado. También en el hogar, las madres piadosas,
como Lady Helvidia, madre del futuro San León IX, les enseñaban a sus hijos el
Salterio. Por lo tanto, fue por observar una ley universal que lo aprendieron
los niños Benedictinos, y lo dominaban antes de pasar a la escuela secular
donde eran introducidos al estudio de la gramática.
Ruinas de la Abadía de York, Inglaterra |
Rielvaux, en Yorkshire |
Este programa derivaba de los primeros tiempos de la filosofía pagana y
fue introducido para su uso en la Iglesia por la autoridad de San Agustín quien
en su De Ordine lo considera como
adecuada y suficiente preparación para el aprendizaje teológico. Apenas es
necesario referirnos a la historia de su formación. Se nos dice que Pitágoras
prescribió el estudio de la aritmética, la música y la geometría; que Platón y
Aristóteles insistieron en la gramática y la música, y que ésta junto con la gimnasia,
constituía la sustancia de la educación Griega; que Séneca habla, si bien no
aprueba, de la educación de su época compuesta por gramática, música, geometría
y astronomía; y que Filón les agrega además la lógica y la retórica. San
Agustín, al enumerar estas materias, empieza con la aritmética y la gramática
en la que incluye la reciente historia; después enuncia la lógica y la
retórica; luego la música, dentro de la cual está la poesía, en cuanto dirigida
al oído; por último, la geometría y la astronomía que requieren la vista. En
cambio, antes, los Alejandrinos arreglaban las materias de otro modo, a saber:
gramática, retórica y lógica o filosofía; y como ramas aparte las cuatro
ciencias matemáticas: aritmética, música, geometría y astronomía. Y este
ordenamiento fue el adoptado en la educación cristiana, llamando a la tres
primeras Trivium y a las cuatro segundas Quadrivium.
La Gramática era
enseñada en todas esas escuelas; pero para los que deseaban avanzar más allá de
estos estudios juveniles, Carlomagno había fundado sedes de educación superior
en las principales ciudades del Imperio, llamadas escuelas públicas, que pueden
considerarse bosquejos, e incluso núcleos de las Universidades que surgieron en
la época posterior. Es el caso de París, Tours, Reims y Lyon en Francia; Fulda
en Alemania; Boloña en Italia.
Monasterio de Sant Johann, Munster |
Las escuelas benedictinas se atenían a las siete ciencias antedichas
pero limitándose a lo elemental, salvo en el caso de la Gramática. Así leemos
que San Bruno de Segni (alrededor del 1080), después de los fundamentos de
“litterae humaniores”, recibido cuando era chico de los monjes de San
Perpetuus, cerca de Aste, se dirigió a las escuelas de Boloña en búsqueda de
“altiores scientiae” (más elevadas ciencias). San Abón de Fleury (año 990), tras
completar en dicho monasterio la gramática, la aritmética, la lógica y la
música, fue a París y a Reims a estudiar filosofía y astronomía. Rabano (año
840) pasó de Richenau a Fulda. San William (año 908), cuyos padres lo habían
entregado como oblato a San Benito en San Miguel cerca de Vercelli, prosiguió
sus estudios en Pavía. Gerberto (año 990), se dedicó a la física, yendo de
Fleury a Orleáns, y luego a España. San Wolfgang (año 990) fue enviado por un
tiempo, desde Ferrières a Fulda. También cabe mencionar que Fulberto de
Chartres (año 1000), aunque no era monje, igualmente enviaba a sus alumnos a
terminar sus estudios en escuelas más célebres que la suya. La historia nos
ofrece datos de los temas estudiados en esta etapa superior. Leemos que
Gerberto daba clases sobre las Categorías de Aristóteles y sobre la Isagogué
(Introducción a la Filosofía) de Porfirio; San Teodoro enseñaba Griego y
matemáticas a los jóvenes anglosajones; Alcuino daba las siete ciencias en
York; y en algunos monasterios alemanes había clases de griego, hebreo y árabe.
Los monjes de Saint Bénigne de Dijon daban clases de medicina; la abadía de San
Gall poseía una escuela de pintura y grabado; el beato Tubilo de dicha abadía
era matemático, pintor y músico. Leemos acerca de otro monje del mismo
monasterio, que siempre estaba tallando en madera cuando no estaba en el altar,
y acerca de otro que trabajaba en piedra. Otra actividad era copiar manuscritos
cuya perfección no es comparable con las posteriores realizaciones de la época
escolástica. […]
Pero por otra parte
la Gramática, en el sentido que hemos definido, no era un estudio superficial
ni un instrumento insignificante de cultivar la mente; tanto es así que la
tarea escolar del muchacho pasaba a ser el esparcimiento del hombre a lo largo
de toda la vida. En medio de los serios deberes de su sagrada vocación, los
monjes nunca olvidaban los libros que habían atraído y refinado su juvenil
imaginación. […]
Monasterio de Saint Michel, Francia |
Ésta es mi
observación de un lado de la cuestión; por el otro lado, es evidente, por lo ya
dicho, que no cabe suponer que la erudición crítica o la erudición clásica
ocupase toda la vida, ni siquiera en el caso de esa minoría de la familia
monástica que tomó una parte tan prominente en la educación de su época. Ya he
puntualizado que, tras los años escolares, los monjes se dedicaban tan poco a
los clásicos, exceptis excipiendis, como sucede hoy en día con los miembros del
parlamento o los caballeros rurales. Ellos tenían sus serios compromisos, como
ahora los hombres de estado, aunque de otra especie, y a ellos se entregaban.
Su único estudio era la Teología, y la literatura secular estaba a su servicio,
primero como ayuda y ornamento, y luego como manera de distenderse del
ejercicio mental que aquella suponía. […]
San Martín de Canigó, Francia |
Y así concluye el
Período Benedictino propiamente dicho; este honor le fue conferido por la
Providencia a la gran Orden de la cual recibe ese nombre, en recompensa por sus
largos y pacientes servicios a la religión, al punto que, si bien sus monjes no
iban a ser inmediatamente empleados por la Iglesia en el sentido especial en el
cual ellos habían sido sus ministros durante muchos siglos, todavía iban a ser
los primeros en señalar, y estrenar, aquellas nuevas armas que Órdenes de
diferentes temperamento estaban destinadas a empuñar frente a una nueva clase
de oponentes.
No es menos
significativo que la Iglesia Anglo-Sajona, que fue la creación de los
Benedictinos, y la sede desde la cual su influencia irradió para la conversión
de Europa, desde el Báltico hasta la bahía de Vizcaya, haya tomado parte en ese
honor; y que así como Teodoro fue llevado desde Tarso a Canterbury, allí
también fueron llevados Lanfranco desde Lombardía y Anselmo desde el Piamonte,
para ocupar sucesivamente el trono episcopal de Teodoro.
Bto. Card. John Henry Newman |
John Henry Newman: The Benedictine Schools from the Atlantis of January, 1859; en
HISTORICAL SKETCHES Vol. II,
Longmans, London, 1906
Traducción: Dra. Inés de Cassagne
Extractado de:
http://www.amigosdenewman.com.ar/wp-content/uploads/2014/05/LAS-ESCUELAS-BENEDICTINAS.pdf
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