Simeón en el Templo. Rembrandt, 1628 La Presentación
(Lc 2,
22-32)
Si alzar a un recién nacido
lo envuelve a uno en la paz,
en un temor respetuoso
frente a su fragilidad,
y en un acto admirativo
por ese toque divino,
misterioso, portentoso,
que toda vida conlleva
y a quien mire manifiesta;
¡qué habrá sentido al tenerte
quien pudo alzarte en sus brazos
y emocionado adorarte,
Verbo divino Encarnado!
Cuán sincero es Simeón
cantando su despedida,
-alborozado pregón-
pues encontró tan cumplida
la esperanza de su vida.
Y qué honda la alegría
de Ana, la profetisa,
que con ayunos y preces
en el Templo, noche y día,
sin cansancio te servía.
¡Déjame, Niño Divino,
ponerte hoy en mis brazos,
contemplar esos ojitos
que penetran los abismos,
acariciar esas manos
que dieron curso a los siglos,
posar tu frente en mis labios
como un pájaro dormido;
contra mi pecho estrecharte
para que quede bendito!
MGdeJ
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martes, 2 de febrero de 2016
Día de los religiosos
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