Conocida es la definición de magnanimidad que da
santo Tomás en su Summa: extenso animi ad magna. Estribando en ello
resulta factible intentar imaginar en qué consista esta virtud aplicada al
conocimiento. Al apetito cognitivo, para ser más preciso.
La magnanimidad —virtud
descuidada, como tantas— es esta tensión del alma hacia grandes cosas, hacia lo
extraordinario, hacia lo sublime, hacia el exceso (lo excedido de lo comedido).
Algo le dice al hombre que hay más y que puede ese más; que el bien es más
grande de lo hasta ahora apetecido; que la verdad es más ígnea y lumbrosa de lo
hasta aquí tanteado; y que hay más, mucho más asombro, fascinación, embeleso
posible del que uno ha vivido ante lo bello. Algo le dice al hombre… Hay un
algo (objetividad), hay un dictum
(expresión) y hay un hombre potencialmente receptor de esa —tan inminente como
ausente— plusvalía. Esa potencia es inmensidad interior. Es caja de resonancia.
Lo diminuto y sutil —anotaba Bloy— sólo retumba cuando la acústica de un
espacio inmenso y vacío le ofrece cabida. En tal sentido cabe decir que las
frecuencias más delgadas y delicadas en que sintonizar el paso de Dios sólo son
percibibles por aquellos que tienen no sólo limpio sino grande el corazón.
Magno como inmensa y majestuosa catedral.
Cuando éste se ensancha, hasta el alfiler que cae
sobre la losa de su suelo retumba audible. Por eso, si la grandeza de ánimo
es el ornato de todas las virtudes —al decir de santo Tomás—
nada obsta a que nosotros lo apliquemos a las virtudes intelectuales, que
cobran un realce peculiar cuando habitan y operan desde una inmensidad.
Muchos de los rasgos y tonos que
santo Tomás, minuciosamente va pincelando en la cuestión 129 —verdadero
tratadillo sobre la magnanimidad—, son uno por uno aplicables al orden
intelectual. El magnánimo es audaz, es
osado, es honrado, no es miedoso, no repara en el parecer ajeno, es intrépido y
confiado, empecinado y provocativo, no es esclavo, no es autómata, no es
conformista. Desde estos rasgos, cualquiera sospecha los anchurosos
horizontes que esto ofrece al pensador magnánimo.
Se trata de pensar
bien. Y no se piensa bien con el corazón ni sin el
corazón sino en el corazón. Él no es la potencia cognitiva
sino el ámbito catedralicio donde ésta despliega sus dotes. Fuera del corazón,
el canto de la inteligencia es un opaco y apagado ruido seco, sin reverberancia
alguna. Y si fuera él mismo quien procurara cantar, mayor desastre aún sería el
resultado… como si el pie intentara escuchar o el ojo caminar.
El hombre moderno —oportuno es
recordar que Occidente lleva ya una semana de siglos de modernismo— pendula
entre el vidrioso racionalismo y el fláccido irracionalismo; fluctúa entre el
piquete demoledor de la duda y el ácido disolvente de la sensación. Del
iluminismo al New Age, del cientificismo y positivismo a la cábala y horóscopo.
De ahí este estado de emergencia
epocal en que se torna tan apremiante devolverle a la inteligencia humana su
precisa ponderación, alejándola tanto del endiosamiento como de la
demonización. Huelga avisar que ese doble distanciamiento obviamente no ha de
procurarse torpemente buscando el geométrico punto intermedio entre estos
desvaríos. Ambos son reduccionismos, y por tanto se alejan en la misma
dirección de la verdad, que se halla en el sentido contrario de ambos, en
dirección a Lo Abierto.
Desde hace un tiempo se ha
instalado un bello tópico para la formación cristiana: la santidad de la
inteligencia. Es el antídoto exacto que hace de contrafuego a estas dos
distorsiones del saber. El secreto está en incluir el ejercicio de la razón en
ese gran proyecto de santificación. No basta con hacer foco en las virtudes
teologales y cardinales, aplicadas a afianzar en buenos hábitos el ejercicio de
nuestra voluntad. Si bien es cierto que la inteligencia no tiene “salida
directa a la calle” más que a través de la voluntad, y que por tanto no puede
pecar por sí misma, no anula eso la posibilidad de un “mal” ejercicio de la
razón. Tanto por desaciertos de sus propios hábitos (virtudes intelectuales
propiamente dicho), como por influencia de las pobrezas de la voluntad al
estirar su mano en apetito cognitivo. Famosa, por caso, es aquella aplicación
de las virtudes cardinales a la vida intelectual que hacía Emilio Komar, desarrollando
con maestría qué fuera la templanza intelectual, o la fortaleza intelectual, no
menos que la justicia y prudencia en el ejercicio del buen pensar.
En parecida línea, el valioso
padre dominico Marie-Dominique Philippe ha escrito mucho sobre este asunto,
acentuando la necesidad de vivir una “purificación del intelecto”. Mas no ha de
limitarse el programa de santificación intelectual —insiste el fraile— a la
fase negativa; sigue a ella ese positivo crecimiento
contemplativo que confiere mayor apertura y visibilidad sobre la realidad
completa.
Quien ve más, tiene razón, sintetiza Balthasar en el
Epílogo de su Trilogía. Uno podría agregar: quien sana su razón, ve más.
La extenso mentis, de modo espiralado,
hace de causa y de efecto en este ir de bien en mejor, en el uso de la razón.
Es su fruto y su vientre.
Santo Tomás no desatiende la moralidad de la
actividad intelectual. Y no sólo —como podría pensarse— previendo un contexto
virtuoso al ejercicio de la razón (como él mismo plantea en el de
Veritate cuando reflexiona sobre las razones del desacierto) sino en
el ejercicio mismo del pensar. A la virtud en cuestión la llamará studiósitas.
Ahora bien, lo curioso del caso
es que el santo considera esta virtud como una forma de templanza; cosa que tal
vez muchos no hubiéramos sospechado. Más bien solemos asociar la ardua labor
del intelecto con la fortaleza, dado que el tedio y la pereza nos acechan, y el
esfuerzo de atención suele flaquear. O con la justicia, ya que se trata de dar
a cada realidad la verdad que le corresponde y variada e ingeniosa suele ser
nuestra astucia para hacer trampa en esto, y caer en la tan mentada
deshonestidad intelectual. Pero no: el Doctor Angélico no lo duda un instante:
es un modo de templanza, frente a la insana curiosidad, que es su vicio
opuesto.
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