miércoles, 25 de mayo de 2016

La magnanimidad intelectual. (1 de 3)

Por Fray Diego de Jesús

Conocida es la definición de magnanimidad que da santo Tomás en su Summa: extenso animi ad magna. Estribando en ello resulta factible intentar imaginar en qué consista esta virtud aplicada al conocimiento. Al apetito cognitivo, para ser más preciso.
La magnanimidad —virtud descuidada, como tantas— es esta tensión del alma hacia grandes cosas, hacia lo extraordinario, hacia lo sublime, hacia el exceso (lo excedido de lo comedido). Algo le dice al hombre que hay más y que puede ese más; que el bien es más grande de lo hasta ahora apetecido; que la verdad es más ígnea y lumbrosa de lo hasta aquí tanteado; y que hay más, mucho más asombro, fascinación, embeleso posible del que uno ha vivido ante lo bello. Algo le dice al hombre… Hay un algo (objetividad), hay un dictum (expresión) y hay un hombre potencialmente receptor de esa —tan inminente como ausente— plusvalía. Esa potencia es inmensidad interior. Es caja de resonancia. Lo diminuto y sutil —anotaba Bloy— sólo retumba cuando la acústica de un espacio inmenso y vacío le ofrece cabida. En tal sentido cabe decir que las frecuencias más delgadas y delicadas en que sintonizar el paso de Dios sólo son percibibles por aquellos que tienen no sólo limpio sino grande el corazón. Magno como inmensa y majestuosa catedral.
Cuando éste se ensancha, hasta el alfiler que cae sobre la losa de su suelo retumba audible. Por eso, si la grandeza de ánimo es el ornato de todas las virtudes —al decir de santo Tomás— nada obsta a que nosotros lo apliquemos a las virtudes intelectuales, que cobran un realce peculiar cuando habitan y operan desde una inmensidad.
Muchos de los rasgos y tonos que santo Tomás, minuciosamente va pincelando en la cuestión 129 —verdadero tratadillo sobre la magnanimidad—, son uno por uno aplicables al orden intelectual. El magnánimo es audaz, es osado, es honrado, no es miedoso, no repara en el parecer ajeno, es intrépido y confiado, empecinado y provocativo, no es esclavo, no es autómata, no es conformista. Desde estos rasgos, cualquiera sospecha los anchurosos horizontes que esto ofrece al pensador magnánimo.
Se trata de pensar bien. Y no se piensa bien con el corazón ni sin el corazón sino en el corazón. Él no es la potencia cognitiva sino el ámbito catedralicio donde ésta despliega sus dotes. Fuera del corazón, el canto de la inteligencia es un opaco y apagado ruido seco, sin reverberancia alguna. Y si fuera él mismo quien procurara cantar, mayor desastre aún sería el resultado… como si el pie intentara escuchar o el ojo caminar.
El hombre moderno —oportuno es recordar que Occidente lleva ya una semana de siglos de modernismo— pendula entre el vidrioso racionalismo y el fláccido irracionalismo; fluctúa entre el piquete demoledor de la duda y el ácido disolvente de la sensación. Del iluminismo al New Age, del cientificismo y positivismo a la cábala y horóscopo.
De ahí este estado de emergencia epocal en que se torna tan apremiante devolverle a la inteligencia humana su precisa ponderación, alejándola tanto del endiosamiento como de la demonización. Huelga avisar que ese doble distanciamiento obviamente no ha de procurarse torpemente buscando el geométrico punto intermedio entre estos desvaríos. Ambos son reduccionismos, y por tanto se alejan en la misma dirección de la verdad, que se halla en el sentido contrario de ambos, en dirección a Lo Abierto.
Desde hace un tiempo se ha instalado un bello tópico para la formación cristiana: la santidad de la inteligencia. Es el antídoto exacto que hace de contrafuego a estas dos distorsiones del saber. El secreto está en incluir el ejercicio de la razón en ese gran proyecto de santificación. No basta con hacer foco en las virtudes teologales y cardinales, aplicadas a afianzar en buenos hábitos el ejercicio de nuestra voluntad. Si bien es cierto que la inteligencia no tiene “salida directa a la calle” más que a través de la voluntad, y que por tanto no puede pecar por sí misma, no anula eso la posibilidad de un “mal” ejercicio de la razón. Tanto por desaciertos de sus propios hábitos (virtudes intelectuales propiamente dicho), como por influencia de las pobrezas de la voluntad al estirar su mano en apetito cognitivo. Famosa, por caso, es aquella aplicación de las virtudes cardinales a la vida intelectual que hacía Emilio Komar, desarrollando con maestría qué fuera la templanza intelectual, o la fortaleza intelectual, no menos que la justicia y prudencia en el ejercicio del buen pensar.
En parecida línea, el valioso padre dominico Marie-Dominique Philippe ha escrito mucho sobre este asunto, acentuando la necesidad de vivir una “purificación del intelecto”. Mas no ha de limitarse el programa de santificación intelectual —insiste el fraile— a la fase negativa; sigue a ella ese positivo crecimiento contemplativo que confiere mayor apertura y visibilidad sobre la realidad completa.
Quien ve más, tiene razón, sintetiza Balthasar en el Epílogo de su Trilogía. Uno podría agregar: quien sana su razón, ve más.
La extenso mentis, de modo espiralado, hace de causa y de efecto en este ir de bien en mejor, en el uso de la razón. Es su fruto y su vientre.
Santo Tomás no desatiende la moralidad de la actividad intelectual. Y no sólo —como podría pensarse— previendo un contexto virtuoso al ejercicio de la razón (como él mismo plantea en el de Veritate cuando reflexiona sobre las razones del desacierto) sino en el ejercicio mismo del pensar. A la virtud en cuestión la llamará studiósitas.

Ahora bien, lo curioso del caso es que el santo considera esta virtud como una forma de templanza; cosa que tal vez muchos no hubiéramos sospechado. Más bien solemos asociar la ardua labor del intelecto con la fortaleza, dado que el tedio y la pereza nos acechan, y el esfuerzo de atención suele flaquear. O con la justicia, ya que se trata de dar a cada realidad la verdad que le corresponde y variada e ingeniosa suele ser nuestra astucia para hacer trampa en esto, y caer en la tan mentada deshonestidad intelectual. Pero no: el Doctor Angélico no lo duda un instante: es un modo de templanza, frente a la insana curiosidad, que es su vicio opuesto.


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