Todo esto parece alejarnos cada vez más de nuestro
intento por fundar el buen pensar en magnanimidad. Y así parece, pues solemos
asociar la templanza de modo unívoco con la moderación, entendida ésta como
refreno de las pasiones. Pero desde una sana antropología, la templanza —temperantia—
no es mero “freno”, sino justo medio entre dos extremos igualmente viciados.
Para los hombres pálidos del norte —decía con sorna Lewis—
esos que ven con suspicacia y recelo todo apasionamiento, la mesura es la madre
de todas las virtudes. Para ellos, el famoso “todo con moderación” es la regla
de oro del hombre sensato y ético. Pieper los “disclosura”, descerrajando y
ventilando el tufillo de esta “tibia atmósfera de invernadero”, donde cultivan su
penosa ética burguesa.
Monasterio del Cristo Orante, Tupungato, Mendoza |
Para nosotros la templanza es cosa muy otra. Alude
ante todo a un ordenar las partes dispares, armonizar lo diverso, proporcionar
las partes en el todo (es el sentido primigenio de la sophrosyne griega).
El vocablo “moderación” lo expresará bien si ésta supera su sola connotación
negativa de freno y limitación y asume su aspecto positivo como aliento y
ampliación. Tal vez nuestro castellano “moderador” sea un buen ejemplo, pues
quien tenga que hacer de tal (en un debate o conversación, por ejemplo) sabe
bien que no sólo le atañe acallar al exaltado o avasallante, sino también
promover la participación de los más timoratos o retraídos.
Algo de eso ha de hacer la templanza ante nuestras
pasiones. Y apurando el retorno a nuestro asunto digamos: algo de eso ha de
hacer la virtud de la studiósitas ante encontradas fuerzas
interiores que pugnan por establecer qué sea cognoscible y qué no y entablar la
marcha hacia ello. Por decirlo de algún modo: todos llevamos dentro un enano
racionalista y un enano irracional. Alguien ha de moderar sus voces para que se
aúnen en una armonía superadora.
Si la humildad es la forma
fundamental de la templanza, y la magnanimidad es el complemento a la humildad,
se entiende bien —ya en términos de intelección— cómo el pensar virtuoso, si
carece de grandeza de ánimo astringe inevitablemente el poder de su actividad.
Como hermanas gemelas —dirá santo Tomás— tanto la magnanimidad como la humildad
se distancian ambas ya de la soberbia como de la pusilanimidad, protegiéndose
mutuamente de ambos desvaríos posibles.
Y éste es un nudo meduloso de
todo nuestro asunto: el hombre actual es mentecato, retraído, acomplejado,
pusilánime y medroso ante el conocimiento de la verdad. Se enfrenta a la
realidad con la mente enjuta y encogida, acobardado y abatido ante la
impenetrable y hermética materia.
Claro está que esa arrogante
superioridad de sabihondo engreído con que este mismo hombre posmoderno se
arroga estar en la cresta del máximo desarrollo mental de su especie no es más
que la lógica reacción propia de todo acomplejado y resentido.
La soberbia racionalista no es más que la erupción
epidérmica del complejo de escepticismo en su fase exultante. Pero el problema
de fondo que afrontamos es el de una cultura hundida en la negrura de la
pusilanimidad intelectual: la insoportable levedad del conocer, diría Kundera.
Una libido sciendi anoréxica y deprimida si no derrotada, que
se arredra ante la susurrante realidad. El sordo —negando o sin negar su
sordera— sentencia que el mundo es mudo.
De ahí la propuesta por erigir la
magnanimidad como eficaz ensanchamiento del horizonte racional. No sólo —como
emprende con vigor nuestro Papa Benedicto— en orden a dar cabida a la fe como
su horizonte: sino ante todo para dilatar su natural apertura a lo real.
Y esta dilatación la realiza la mítica. El
pensamiento mítico es una suerte de elongación de los tullidos tejidos lógicos;
un kinesiológico estiramiento de la mente, tan penosamente yerta y entumecida.
Es la holgura mítica la que con mano experta y delicada asume la
taumatúrgica extenso mentis ad magna.
Pero valga notar esto, tan propio de los recodos
humanos: esta mortecina y macilenta libido sciendi carece de
apetito. O más precisamente: se siente satisfecha. De ahí que la analogía con
la anorexia sea tan oportuna y precisa. El hombre actual no sabe nada, no
entiende nada y se siente opíparo así. Como decía el sabio Chesterton, la
más terrible maldición que puede abatirse sobre hombres y pueblos, es un mal
sin nombre al que llamamos satisfacción.
Se siente lleno pues, por cierto, se lleva a la
boca material cognitivo —datos, números, información—, pero que carecen de
sustancia. Son puro aire, diría san Pablo, explicando esta ciencia que
infla (1Cor 8,1).
Así se instala esta no menuda paradoja, de un
hombre que ha dado por perdida la batalla por entender las profundidades de
este cosmos, y se erige no obstante muy parado-encima-de (epi-steme)
los enigmas que cree dominar, confiándolos al poder científico. La vanagloria
del sabihondo cientificista es la expresión exacta de esta paradoja: se siente
satisfecho, en el sentido del satis, del tener suficiente, siendo
que esa hinchazón es vacua, vana, flatus mentis. De ahí se entiende
la suficiencia del necio y la humildad del sabio. Simone Weil —caso
paradigmático de magnanimidad mental— alertaba al pensador sobre esta posible
“saciedad prematura”.
La magnanimidad intelectual aspira a ingresar en la
corriente de vida con que el Amor divino creó los mundos y se manifestó.
Conocer, desde esta grandeza de ánimo, tiene la desmesurada pretensión de
presenciar no sólo la realidad hecha —el factum— sino el haciendo,
el in fieri de la Creación continua. No se conforma con el
magnífico prado nevado: quiere ver nevar. Y para eso ingresa en la intimidad
misma del Origen, a boca de surgente, al pie del voraz ex nihilo.
Bien lo ha espigado Leon-Dufour, en una de las entradas más logradas de su
famoso Diccionario bíblico, al tratar la voz “conocer”: para el lenguaje
bíblico conocer es intimar; no es apoderarse de un dato sino ingresar y
percibir experiencialmente la rugosidad interna de aquello conocido. Así se
conoce el sufrimiento, el pecado, la guerra, la paz, el bien y el mal.
Y hay algo magnífico en este conocer como ingresar
en una corriente. Tal concepción nos presenta la experiencia cognitiva no
como una estática captura fotográfica sino como un dinámico insertarse-en-el-sentido en
que una verdad viene siendo. “Hacer la verdad” —misteriosa expresión joánica—
es hacer el itinerario, hacer el viaje del no-ser a tal-ser. Y hacerlo en el
mismo sentido en que lo hace la realidad en cuestión. Levinas entendió bien
esta inclaudicable vinculación entre sens como logos y como
dirección, de clara raíz hebrea. Conocer, por tanto, en este decir profundo,
desde este ensanchamiento mental, es barrenar la indomable hondura de la
realidad en el mismo sentido en que viene. Y el insensato, por tanto, es el que
no dio con este rumbo, con esta corriente.
Curiosamente, las “desmedidas”
pretensiones de la arrogancia racionalista jamás soñaron siquiera con grandezas
tales. ¡Leer el Mundo por dentro! ¡Intus-legere!
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