Beata y mártir Victoria Díez: ¡maestra en la vida y con su muerte!
En una de las
cartas que Victoria dirigió a Josefa Segovia, directora de la Institución
Teresiana, le dijo: «Recuerdo
ahora esta frase de santa Teresa: hay que ser santamente intrépidas. Si una
maestra de la Institución Teresiana no es santamente intrépida, ¿dónde estará,
pues, nuestro teresianismo? Me parece que con sustos y encogimientos no podemos
llamarnos hijas de santa Teresa, que según frase suya tenía recio corazón».
Plasmó estos hondos sentimientos ocho años antes de derramar su sangre por
Cristo. Traslucen la integridad y coherencia de un alma noble y delicada,
llamada a ser una de las glorias de esta Institución fundada por Pedro Poveda.
Juan Pablo II la elevó a los altares junto a Poveda el 10 de octubre de 1993.
Dejaba entrelazadas dos grandes almas ya vinculadas por el incomparable lazo de
la caridad que conduce a Cristo a través de un mismo carisma; dos eslabones de
una santa cadena en la que paternidad y filiación quedaban enmarcadas también
por esta vía para siempre.
Victoria
llevaba en la sangre la alegría y el salero de Sevilla, donde nació el 11 de
noviembre de 1903, y también la bravura y fortaleza que caracteriza a una
persona espiritual. Con notable aprovechamiento cursó estudios con las
carmelitas de la caridad, en la prestigiosa escuela Carmen Benítez, y aprendió
a dominar las técnicas pictóricas en la Escuela de Bellas Artes. Acogió de buen
grado la sugerencia paterna de realizar magisterio pensando en un futuro
estable profesional y económico para ella, y aprobó las oposiciones. Entre
tanto, su espíritu abierto a Dios desde que hizo la primera comunión halló el
cauce al que providencialmente estaba destinada. Éste no era otro que la
Institución Teresiana en la que se integró en 1926 después de acudir a una
conferencia sobre la santa de Ávila.
Creativa,
audaz, con grandes dotes para la pedagogía, inició su andadura en un pueblecito
extremeño, Cheles, Badajoz. Durante el curso de 1927 a 1928 hizo de la escuela
un espacio enriquecedor para los alumnos que vieron satisfactoriamente
prolongado su horario escolar con actividades complementarias que ella
introdujo: cantos, costura, excursiones campestres… Su segundo y último destino
fue Hornachuelos, Córdoba, donde recaló en el estío de 1928 con 25 años y un
sinfín de proyectos. La parroquia y la escuela fueron receptores de sus
desvelos. Impulsó la catequesis infantil, las Hijas de María, la Acción
Católica y dio nuevo empuje a la Asociación Misionera de la Santa infancia
reorganizándola. Bullía en ella un intenso afán apostólico: «¡Cuánto desearía yo hacer por las misiones! Ése fue el principio
de mi vocación, y créame que si alguna vez me fuera posible trabajar más de
cerca en ellas, con todo mi corazón lo haría».
Respecto a la
escuela, que ayudó a reedificar, no fue la misma con su presencia. Implantó
experiencias añadiendo a las excursiones, clases de gimnasia, pintura… No se
olvidó de las mujeres, a las que llevó la cultura en cursos nocturnos. Puso en
marcha una biblioteca y favoreció cuanto pudo a las familias sin recursos; era
una persona generosa. Fue designada Presidenta del Consejo Local del Pueblo. En
medio de la bonanza, un bramido de furia comenzó a desatarse con la prohibición
de impartir catequesis, la retirada de los crucifijos en el aula… Trató de
conciliar la situación con paciencia y caridad, sin contemporizar con
imposiciones que contravenían sus hondas convicciones espirituales. Lo tenía
claro: «Si es
necesario dar la vida para identificarse con Cristo, nuestro divino modelo,
desde hoy dejo de existir para el mundo, porque mi vida es Cristo y morir
ganancia». En
1934 partidarios de la Segunda República incendiaron la iglesia. De lo más
hondo de su ser brotaba su valerosa ofrenda a Dios: «¡Pídeme precio!». La
muerte planeaba sobre su cabeza, pero ella sabía que nadie puede destruir el
alma. Siguió acudiendo a misa, escuchando la invitación al perdón y la paz del
párroco, en medio de un ambiente amenazador.
Pudo
haberse ido de Hornachuelos, pero eligió seguir junto a la gente que tanto
amaba. Con su domicilio sitiado tomó la comunión el 19 de julio de 1936. Al día
siguiente los milicianos arrestaron al párroco. El 11 de agosto fueron por
ella. Esa madrugada esposada junto a 17 varones recorrió 12 km. a pie hasta una
mina. Por el camino les alentaba: «¡Ánimo, daos
prisa! Nos espera el premio… Veo el cielo abierto». Sus atribulados ojos los vieron
caer uno a uno. Ella fue la última, pero tanto horror no venció a la fe.
Hincada de rodillas, con una imagen de María en sus manos, confesó: «Digo lo
que siento. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva mi Madre!». En la cuneta quedó su cuerpo inerte el
12 de agosto de 1936. Campanas de gloria dibujadas en el aire tañían por ella.
Fuente: Extractado de ZENIT – Madrid, 11/8/2016
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