Campanario de San Bernardo, en Villa Crespo, Buenos Aires |
Pero vacío está el umbral de Cloto, y Adán Buenosayres lo toca, en una suerte de caricia. La noche sin límites, la calle borrosa y la infinita lluvia crean en torno suyo un ambiente abstracto en el cual, sin esfuerzo alguno, adivina el alma y se adivina. Nunca sintió Adán, como ahora, la certidumbre de una gran adivinación; pero todo él es un ojo desvelado que se vuelve a sí mismo, abarca su propia indignidad y se dice que ya es demasiado tarde para recoger la sabiduría de Cloto. Por eso, al retomar su camino, lleva en sí la noción de su muerte definitiva. ¡No sabe —y es bueno que no lo sepa— que sólo va herido y que la naturaleza de sus llagas es admirable! Se cree solo y derrotado, ¡y no sabe que a su alrededor milicias invisibles acaban de reunirse y combaten ahora por su alma, en un silencioso entrevero de espadas angélicas y tridentes demoníacos! No lo sabe, ¡y es bueno que lo ignore! Pero, ¿no es aquella la Flor del Barrio? Sí, Adán reconoce a la Flor del Barrio que, metida en el hueco de su puerta, aguarda como siempre al Desconocido, puestos los ojos en el fondo de la calle, pintarrajeada y vestida como una novia de juguete. Según el ritmo del viento, un farol bailarín le arroja y le retira su chorro de luz; y Adán, enfrentado ahora con la mujer, observa que su rostro embadurnado de cremas no tiene vida, que no se mueven sus pestañas duras de rimmel, que sus miembros están rígidos como nunca bajo la ropa de colores abigarrados. Y le pregunta él: "Flor del Barrio, ¿a quién esperas?" ¡Nada! La Flor del Barrio no responde. Un terror desconocido se apodera entonces de Adán Buenosayres: le parece advertir ahora un algo de artificial en aquellos ojos, en aquella boca, en aquellos petrificados músculos faciales. La sugestión es tan viva, que Adán no resiste al impulso de tocar aquel rostro. Pero no bien lo hace, una máscara de cartón se le queda entre los dedos. Y aparece detrás el verdadero semblante de la Flor del Barrio: los ojos cóncavos, la nariz roída, la desdentada boca de la Muerte.
—¡Imaginación! ¡Afanada siempre, como ahora, en su telar mentiroso! No me bastó forzar a las criaturas, exigiéndoles lo que no debían o no sabían dar; sino que, apoderándome de sus fantasmas, les hice cumplir destinos extraños a su esencia, poéticos algunos y otros inconfesables. ¡En cuántas posiciones inventadas me coloqué yo mismo, tejedor de humo, desde mi niñez! Confieso haber imaginado entonces la muerte de mi madre, y haberla padecido en sueños, como si fuese verdadera. Confieso haber derrotado al campeón mundial Jack Dempsey, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante la gritería frenética de cien mil espectadores. Confieso haber hecho saltar la banca de Monte Carlo, en una noche prodigiosa, y haberme alejado luego, rico de oro y melancolía, entre una doble hilera de tahures corteses y bellas prostitutas internacionales. Confieso haber padecido la furia de Orlando, a causa de celosos amores, y haber demolido a Villa Crespo, sin otro utensilio que una maza de combate. Confieso haber sido pioneer de la Patagonia, y haber fundado allí la ciudad y puerto de Orionópolís, famosa por su expansión naval, dueña y señora de los siete mares. Confieso haber ejercido la dictadura de mi patria, la cual, bajo mi férula, conoció una nueva Edad de Oro mediante la aplicación de las doctrinas políticas de Aristóteles. Confieso haberme dado al más puro ascetismo en la provincia de Corrientes, donde curé leprosos, hice milagros y alcancé la bienaventuranza. Confieso haber vivido existencias poético-filosófico-heroico-licenciosas en la India de Rama, en el Egipto de Menés, en la Grecia de Platón, en la Roma de Virgilio, en la Edad Media del monje Abelardo, en... ¡Basta!
Adán Buenosayres quiere librarse de aquellos monstruosos hijos de su imaginación que vuelven ahora, uno tras otro, desfilan ante su avergonzada conciencia, esbozan gestos ridículos, posturas teatrales, actitudes malditas. Pero los monstruos insisten; y Adán tiene la impresión de que giran en torno suyo, riendo como demonios, palmeando sus bocas ululantes y guiñando sus ojos malignos, en una ronda carnavalesca.
—¡Basta! ¡Basta! He malogrado mí único destino real, por asumir cien formas inventadas, tejedor de humo. O tal vez, a la manera de un dios inmóvil que, sin alterarse ni romper su necesaria unidad, desarrollase ad intra sus posibilidades, como soñando... ¿Analogía? ¡No! Megalomanía. ¡Sólo un literato!
Espadas angélicas y tridentes demoníacos chocan sin ruido en la calle Gurruchaga: se disputan el alma de Adán Buenosayres, un literato; porque, según la economía suprema, vale más el alma de un hombre que todo el universo visible. Pero Adán no lo sabe, y es bueno que no lo sepa todavía.
Fragmento de: Adán Buenosayres, L V, Parte III, de Leopoldo Marechal.
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