Ser cristiano bajo las garras del dragón comunista: así son las misas clandestinas en China
Casi
nadie habla de los doce millones de católicos que tienen que practicar
su fe en la clandestinidad. La libertad no existe en China. Una
periodista de Actuall cuenta como son las misas clandestinas en
Shanghai, ciudad en la que vivió unos meses.
Viví en Shanghai, la llamada perla de Oriente. Una urbe colosal de 18 millones de habitantes en la que el ciudadano es como un grano de arena en medio del desierto, camina como un autómata y presencia desde la barrera como el mundo cambia a una velocidad vertiginosa.
Soy católica y la libertad y facilidad de poder asistir a misa era para mí algo natural. Por lo que vivir en Shanghai fue toda una aventura. Si quería seguir a Dios, debía de hacerlo de forma clandestina.
En China el derecho a la libertad religiosa no pertenece al individuo, sino que lo otorga el Estado y sólo lo pueden expresar las personas registradas en la Asociación Patriótica de los Católicos Chinos, el instrumento del Partido Comunista para gestionar el control de la Iglesia Católica.
La pertenencia a la misma es voluntaria pero en la práctica, quien no la acepta está cometiendo una ilegalidad.
En la ciudad de Shanghai oficialmente tan solo hay una misa católica a diario, a las 7 de la mañana en chino, y otra los domingos a las 12 en inglés, en la catedral.
Los funcionarios del Gobierno de Pekín toman nota de todo lo que se dice en las misas y luego pasan los informes a las autoridades
Si el sacerdote se sale del guión, es inmediatamente cesado de su puesto. Hay quien asegura incluso que cada una de estas misas las graba un funcionario del Gobierno, que anota con detalle de todos los movimientos que se realizan durante la eucaristía para después pasar un informe a las autoridades.
Pero en medio de la persecución todavía hay valientes que luchan por sus ideas y que creen que “aquel que tiene un porqué por el que vivir es capaz de soportar cualquier cómo”. Ese es el día a día de los católicos que acuden a misas clandestinas en casas y almacenes en los lugares más remotos de la China.
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Para llegar hasta allí es necesario hacer casi dos horas de trayecto. Tres conexiones de metro diferentes, en la que las vías -aisladas por puertas de cristal que sólo se abren cuando llega el tren para evitar así los suicidios- dejan patente que la pérdida del sentido de la vida es real cuando no tienes un ‘porqué’ por el que vivir.
Sentirte un delincuente por ir a misa, qué paradoja. En una zona al norte de Shanghai, con escasa iluminación y junto a un pequeño centro comercial con tiendas de lujo se agrupan varias hileras de casas muy humildes vigiladas por un hombre que pasa el día y la noche al frente del vecindario.
“Si os pregunta alguien, decid que vais a visitar a unos vecinos”, nos advirtieron al grupo de españoles el primer día que acudimos a esta misa clandestina. Pero no es necesario, el Shouményuán (portero en chino mandarín) y los vecinos saben perfectamente a dónde van los occidentales que entran en este barrio exclusivamente habitado por ciudadanos chinos. Al principio les llamaba la atención, ahora se limitan a sonreír sin entender nada.
La misa clandestina se celebra en el número 37 de este conjunto de casas. Allí viven Isabel (nombre ficticio para que los occidentales se puedan dirigir a ella con más facilidad) y su marido, ciudadanos chinos de unos 65 años que cada día se juegan la vida para que la gente pueda recibir a Cristo. Nunca se cansan de servir.
El matrimonio vive en una humilde casa de dos plantas que en total no suma más de 40 metros cuadrados, pero han sido capaces de disponer todo lo necesario para vivir en la primera planta y además habilitar la otra mitad de la casa para celebrar a diario la Santa Misa de forma clandestina.
Si alguien llama al timbre Isabel abre la puerta desconfiada, mientras disimula dando las buenas tardes educadamente y preguntando en qué puede ayudarles. Quienes acuden a diario a esta misa saben que deben golpear con el puño la puerta en vez de llamar al timbre.
Isabel necesita varias referencias para finalmente admitir a los asistentes que allí se celebra una eucaristía clandestina, y enseguida nos advierte de que entremos y salgamos con rapidez, para no levantar sospechas ni molestar a los vecinos, que no entienden muy bien por qué a diario se reúnen allí tantos extranjeros.
El matrimonio siempre tiene té preparado para los feligreses. Accedemos a la parte de arriba por unas escaleras que no dejan de chirriar al pisarlas. “No vamos a arreglarlas, es fantástico que estén tan viejas porque así sabemos que alguien está subiendo y podemos prepararnos”, dice Isabel con su habitual optimismo.
Allí se encuentra la capilla clandestina, que no es más que una habitación de la casa en la que el matrimonio ha dispuesto una mesa de madera y la ha recubierto con un mantel blanco que Isabel almidona semanalmente. Una decena de taburetes rodean este altar improvisado.
Hay días en los que la mitad de ellos están vacíos, otros en los que es necesario añadir más sillas. Católicos europeos y latinoamericanos que se encuentran de paso en Shanghai se refugian en este humilde hogar abarrotado de imágenes religiosas para celebrar la eucaristía.
Pilar es una taiwanesa de ascendientes españoles, pero vive en Shanghai desde hace 10 años por el trabajo de su marido. Es católica pero no acude a la misa porque tiene miedo. A diferencia de los turistas, que pasan en la capital temporadas cortas, ella tiene que vivir allí de forma indefinida, y teme que el gobierno la pille y la deporte.
“Estoy unida a vosotros en la oración y la Comunión de los Santos, pero no me la puedo jugar a asistir a la misa clandestina porque si me pillan podrían echarme del país”, se lamenta.
El resto, son una una decena de ciudadanos chinos de entre 70 y 80 años que fieles a la cita diaria que, aun sabiendo las consecuencias, prefieren ser condenados por seguir a Cristo que vivir con el eco de la nada.
El Padre Feng es el encargado de oficiar a diario esta misa. Tiene 84 años, le cuesta caminar y escucha con dificultad, pero su vida “es Cristo”, dice orgulloso. Estuvo 15 años preso por difundir la fe, pero él no tiene miedo. “Ser perseguido por Cristo es una verdadera alegría”, dice.
Otra feligresa, Valentina, argentina afincada en Shanghai está convencida de que “el Gobierno chino sabe dónde estamos los católicos fieles a Roma, pero no quiere acabar con nosotros. Quieren que ambas Iglesias existan (la de la Asociación Patriótica y la auténtica) y se peleen entre ellas, para que ninguna sea potente y se debiliten entre sí”.
Ejemplo de esta división es el obispo de Shanghai, Thaddeus Ma Daqin, quien ha estado bajo arresto domiciliario durante los últimos cuatro años por renunciar a la Asociación Patriótica y querer seguir siendo fiel a los dictados de Roma.
Al día siguiente de su ordenación afirmó que no podría “trabajar con una organización que desafía regularmente a la Santa Sede al ordenar a curas y obispos sin el permiso del Papa, y está rodeada de acusaciones de corrupción”.
Desde aquel día no volvió a oficiar una sola misa y la guardia china ha permanecido día y noche en la puerta de su casa para evitar que saliera y difundiera la fe.
Finalmente, en junio de este año y en extrañas circunstancias se retractó públicamente de su decisión de abandonar la “Iglesia estatal” de China y expresó sus deseos de formar parte de la Asociación Patriótica.
Obispos, sacerdotes y religiosos han sido desterrados, condenados a trabajos forzados, fusilados y asesinados de modo inhumano por defender la religión.
Hoy, 26 de diciembre se celebra la fiesta de San Esteban, primer mártir de la Iglesia católica y uno de los primeros discípulos de Jesús lapidado en Jerusalén y por eso con el testimonio de los cristianos perseguidos en China recordamos a todos aquellos valientes que no se resignan, ni se callan, ni se venden.
Decía Víctor Hugo que “Dios es la evidencia invisible”, y en el vacío y la deshumanización China, la evidencia es irrefutable. “Suprimid a Dios y se habrá hecho la noche en el alma humana”.
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