Sea que un hombre nazca en la oscuridad pagana, o en
la corrupción de la religión revelada; sea que haya oído el nombre del Salvador
o no; sea que es esclavo de alguna superstición, o que esté en posesión de
algunas partes de las Escrituras y trata a la palabra inspirada como si fuera un libro de filosofía que
interpreta por sí mismo y arriba a alguna conclusión acerca de sus enseñanzas
–no importa, en cualquier caso dentro de su pecho abriga dictados imperativos,
y no un mero sentimiento, no una mera opinión, o impresión, o punto de vista,
sino una ley, una voz autoritaria, que le exige hacer ciertas cosas y evitar
otras. No digo que sus dictados en particular resulten siempre claros, ni
siquiera que sean siempre consistentes unos con otros: lo que quiero destacar
aquí es que esa voz interior ordena, manda
–esto es, que alaba, culpa, promete, amenaza, refiere al futuro y atestigua lo
invisible-. Es más que lo que un hombre es por sí mismo, es algo que lo
trasciende. El hombre por sí mismo no tiene poder sobre esta Voz, o sólo con
extrema dificultad; no la hizo él, no la puede destruir. En algunos casos puede
silenciarla o distorsionar sus dictados, pero no puede (y si alguno puede, eso
sucede sólo en casos excepcionales) emanciparse de ella. Puede desobedecerla,
puede negarse a usarla, pero la voz permanece.
Esto es la conciencia,
y por la naturaleza del caso, su existencia misma induce a nuestras mentes a
reconocer la existencia de un Ser fuera de nosotros; porque si no fuera así,
¿de dónde apareció? Y nos refiere a un Ser superior a nosotros, porque si no,
¿de dónde su extraña, problemática imperatividad?
Newman. John Henry (2011) El mundo invisible. Buenos Aires: Vórtice. P.34.
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