miércoles, 25 de enero de 2017

La conciencia



Sea que un hombre nazca en la oscuridad pagana, o en la corrupción de la religión revelada; sea que haya oído el nombre del Salvador o no; sea que es esclavo de alguna superstición, o que esté en posesión de algunas partes de las Escrituras y trata a la palabra inspirada  como si fuera un libro de filosofía que interpreta por sí mismo y arriba a alguna conclusión acerca de sus enseñanzas –no importa, en cualquier caso dentro de su pecho abriga dictados imperativos, y no un mero sentimiento, no una mera opinión, o impresión, o punto de vista, sino una ley, una voz autoritaria, que le exige hacer ciertas cosas y evitar otras. No digo que sus dictados en particular resulten siempre claros, ni siquiera que sean siempre consistentes unos con otros: lo que quiero destacar aquí es que esa voz interior ordena, manda –esto es, que alaba, culpa, promete, amenaza, refiere al futuro y atestigua lo invisible-. Es más que lo que un hombre es por sí mismo, es algo que lo trasciende. El hombre por sí mismo no tiene poder sobre esta Voz, o sólo con extrema dificultad; no la hizo él, no la puede destruir. En algunos casos puede silenciarla o distorsionar sus dictados, pero no puede (y si alguno puede, eso sucede sólo en casos excepcionales) emanciparse de ella. Puede desobedecerla, puede negarse a usarla, pero la voz permanece.
Esto es la conciencia, y por la naturaleza del caso, su existencia misma induce a nuestras mentes a reconocer la existencia de un Ser fuera de nosotros; porque si no fuera así, ¿de dónde apareció? Y nos refiere a un Ser superior a nosotros, porque si no, ¿de dónde su extraña, problemática imperatividad?




Newman. John Henry (2011) El mundo invisible. Buenos Aires: Vórtice. P.34.

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