Por
R. P. Alfredo Sáenz, S. J.
La admiración se opone en particular a una cierta
superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales,
y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia.
“Assueta vilescunt”, dice un viejo adagio, las cosas
reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre “ojos
nuevos”, una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra.
Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo
transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se
extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye
en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de
Sales, es a saber: que “el amor hace fácilmente admirar y la admiración amar”
E incluso inspira al sentimiento, suscitando la
poesía. De ahí lo que afirmaba San Tomás: “El motivo por el que el filósofo se
asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso”.
La admiración, que impregna los actos más
importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la
reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio.
Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien la extrema
sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las
antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O
Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del
Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio (¡oh
admirable dignación de tu piedad para con nosotros!).
Asimismo la Escritura, leída con espíritu
sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en
sus “Elevaciones sobre los misterios”, comenta el prólogo del evangelio de San
Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó “el águila de Patmos”, deja
trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie
de éxtasis literario: “Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén…
¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!”.
Por algo el P. Alvarez de Paz eximio escritor
espiritual, unía inextricablemente la admiración con el silencio.
La admiración entra incluso en los grados más
elevados de vida espiritual, particularmente en la contemplación. “La primera y
suprema contemplación —dejó escrito San Bernardo— es admiración de la
majestad”. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo
superior”. Para Ricardo de San Victor el paso de la meditación a la
contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la
admiración impregna la misma contemplación y en cierta forma la abre al
éxtasis: “Por meditación el alma se eleva a la contemplación, por la
contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis”.
Santa Teresa, en su descripción de los estados
místicos; refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del
alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en
una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de
carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del
estado de matrimonio espiritual.
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