lunes, 4 de septiembre de 2017

La admiración


Por R. P. Alfredo Sáenz, S. J.

Resultado de imagen para Paisajes maravillososLa admiración se opone en particular a una cierta superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales, y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia.
“Assueta vilescunt”, dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre “ojos nuevos”, una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra. Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de Sales, es a saber: que “el amor hace fácilmente admirar y la admiración amar”
E incluso inspira al sentimiento, suscitando la poesía. De ahí lo que afirmaba San Tomás: “El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso”.
La admiración, que impregna los actos más importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien la extrema sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio (¡oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!).
Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en sus “Elevaciones sobre los misterios”, comenta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó “el águila de Patmos”, deja trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie de éxtasis literario: “Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén… ¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!”.
Por algo el P. Alvarez de Paz eximio escritor espiritual, unía inextricablemente la admiración con el silencio.
La admiración entra incluso en los grados más elevados de vida espiritual, particularmente en la contemplación. “La primera y suprema contemplación —dejó escrito San Bernardo— es admiración de la majestad”. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo superior”. Para Ricardo de San Victor el paso de la meditación a la contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la admiración impregna la misma contemplación y en cierta forma la abre al éxtasis: “Por meditación el alma se eleva a la contemplación, por la contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis”.
Santa Teresa, en su descripción de los estados místicos; refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del estado de matrimonio espiritual.



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