3. Paciencia y fortaleza
Más oportuna, si cabe, resulta la
anterior observación por lo que respecta a la imagen hoy vigente de la virtud
de la paciencia.
La paciencia es para Santo Tomás un
ingrediente necesario de la fortaleza.
La causa de que esta coordinación de
paciencia y fortaleza nos parezca absurda no reside sólo en el hecho de que hoy
tendamos a malentender en un sentido fácilmente activista la esencia de la
fortaleza, sino sobre todo en la circunstancia de que, a los ojos de nuestra
imaginación, la virtud de la paciencia ha venido a significar —como antítesis
de lo que fue para la teología clásica— un padecer incapaz de llevar a cabo
cualquier discriminación sensata, ávido de desempeñar su papel de «víctima»,
consumido por la aflicción, falto de alegría y de médula y abierto de brazos
sin distinción a todo género de mal que le salga al paso, cuando no es que se lanza
a buscarlo por propia iniciativa.
Pero la paciencia es algo radicalmente
diverso de la irreflexiva aceptación de toda suerte de mal: «paciente es no el
que no huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un
desordenado estado de tristeza».
Ser paciente significa no dejarse
arrebatar la serenidad ni la clarividencia del alma por las heridas que se
reciben mientras se hace el bien.
La virtud de la paciencia no es
incompatible con una actividad que en forma enérgica se mantiene adherida al
bien, sino justa, expresa y únicamente con la tristeza y el desorden del
corazón.
La paciencia preserva al hombre del
peligro de que su espíritu sea quebrantado por la tristeza y pierda su
grandeza: «ne frangatur animus per tristitiam et decidat a sua
magnitudine».
De ahí que no sea la paciencia el
espejo empañado de las lágrimas de una vida «rota» (como tal vez pudiera
sugerir la inspección de lo que, bajo múltiples aspectos se muestra y ensalza
con este nombre), sino el rutilante emblema de una invulnerabilidad última.
La paciencia es, como dice Hildegarda
de Bingen, «la columna que ante nada se doblega».
Y Santo Tomás, basándose en la Sagrada
Escritura, resume lo esencial con la infalibilidad de su extraordinaria
puntería: «por la paciencia se mantiene el hombre en posesión de su alma».
El que es valeroso es también —y
precisamente por ser valeroso— paciente.
Pero no a la inversa: la paciencia está
lejos de implicar la virtud total de la fortaleza; tan lejos o más aún de lo
que pueda estarlo, por su parte, el acto de resistencia, al que la paciencia se
ordena.
Porque el valiente no sólo sabe
soportar sin interior desorden el mal cuando es inevitable, sino que tampoco se
recata de «abalanzarse» (insilire)acometedor sobre él y desviarlo
cuando puede tener sentido hacerlo.
A esta segunda eventualidad se ordena,
como actitud interna del valiente, la disposición para el ataque: la
animosidad, la confianza en sí mismo y la esperanza en la victoria: «la
confianza, que es parte de la fortaleza, lleva consigo la esperanza que pone el
hombre en sí mismo y que naturalmente supone la ayuda de Dios».
Cosas son éstas tan evidentes que hacen
superflua toda ulterior explicación.
Fuente:
Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.
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