Pedagogía, Didáctica y
Psicología educacional según los Ejercicios Espirituales Ignacianos
1. Aclarando términos.
2. Pedagogía de los EE.
2.1. Lo primero: tener
claro el fin.
2.2. Trabajar sobre
todas las potencias, ordenándolas.
2. 3. Salvar siempre la
libertad personal.
3. Didáctica de los EE.
3.1. Los momentos de
todo aprendizaje.
3.2. La tarea de formar
hábitos.
4. Psicología
educacional de los EE.
1. Aclarando términos.
Desde hace
años, los docentes venimos escuchando la reiterada crítica de los neopedagogos a
la mal llamada “escuela tradicional”,
los cuales identifican con tal nombre a la escuela enciclopedista, que recarga
la memoria con datos y pierde de vista la causalidad final y la síntesis
metafísica.
Es hora de
deshacer el malentendido, que por otro lado, forma parte de las deformaciones y
falsificaciones históricas con que se pretende, desde las ideologías,
trastornar el modo de entender y valorar -tanto el pasado como el presente- por
parte del común de las personas.
Pensar en la
“escuela tradicional” es, para
nosotros, evocar toda la gran tradición que tiene la institución escolar desde
la antigüedad.
En las más
importantes culturas que recuerda la humanidad: Sumer, Israel, Grecia, Roma,
India, China,… las escuelas surgen para atesorar
el depósito de la sabiduría que guarda la memoria viva del pueblo y para
adquirir la técnica de la escritura que permitirá plasmarla de modo indeleble
en los grandes libros, sobre todo, en los libros sagrados.
Por eso el
mismo nombre “escuela”, que proviene del latín,
schola,
y este del griego, σχολή scholḗ; propiamente
'ocio', hace
referencia al ocio contemplativo, al cultivo del espíritu, al arte de hacer humanos
a los hombres, y por lo mismo, libres. Es precisamente en Occidente donde este
concepto de libertad y plenitud humana aflora con mayor nitidez y cristaliza
magníficamente en la cosmovisión cristiana. Tal es la tradición que reconocemos y a la que deseamos ser
fieles en nuestro empeño docente. Y tal es la raíz de nuestra educación
humanista.
No se trata
de copiar lo que hacían los griegos o
los medievales, sino de captar el espíritu que los inspiró para llegar a lo que
lograron. ¿En qué consiste ese espíritu? Creo que posee tres características
esenciales: una inspiración heroica, una orientación contemplativa y
un amoroso cultivo del lenguaje.
Entiendo por
inspiración heroica, el espíritu que
mueve al alma magnánima, buscadora incansable de la verdad y decidida a jugarse
por ella, dispuesta a dar siempre más, una vida que se vive por aquello por lo
que se es capaz de morir, una vida iluminada por el ideal, es decir, con “norte”
y con coraje, por lo tanto, capaz de realizar cosas grandes.
Por orientación contemplativa, entiendo el anhelo
en pos de la verdad, el bien y la belleza, el deslumbramiento enamorado que
suscita su hallazgo, la capacidad de reposar y de gozar en ellos; hábito
buscado y cultivado como perfección y fin de la vida humana en este mundo, y preparación
óptima para la vida eterna a que aspiramos y que la Misericordia Divina nos
promete.
Con la expresión: amoroso cultivo del lenguaje, me refiero al
trabajo dedicado, delicado y profundo de lectura y escritura en torno al signo,
todo signo, pero muy especialmente la palabra. Esto ha producido históricamente
todo tipo de maravillas artísticas, desde poemas hasta pinturas y monumentos,
los cuales expresan simbólicamente las vivencias que devienen de la
contemplación y son también exhortación al heroísmo, a la trascendencia.
2. Pedagogía de los EE.
Precisamente
cuando la Revolución comienza, con la Reforma, a hacer estragos en el alma de
la Cristiandad, partiéndola, no sólo religiosa, política y geográficamente,
sino hasta en su visión de la realidad y del hombre mismo, surge el santo que
trae un remedio: Ignacio y sus Ejercicios Espirituales.
¿Qué promueven los Ejercicios? Esencialmente:
Ø
tener
claro el fin de cada vida humana, y por lo tanto, ayudan a distinguir lo que
está al servicio del hombre de lo que lo esclaviza [23][1];
Ø
actualizar
todas las potencias llevándolas a una ordenada plenitud, a través del
autoconocimiento, la corrección de los defectos y la educción de virtudes [21];
Ø
cuidar
de modo especial la libertad personal, para que todas las decisiones, grandes y
pequeñas, pertenezcan real y plenamente al que las toma.
Desarrollaremos brevemente estos ítems, pues hacen al
corazón de todo quehacer educativo.
2.1. Lo primero: tener claro el fin.
San Ignacio no trepida en poner por delante lo que es
primero, y lo llama “Principio y fundamento” [23]: es el sentido total de la vida, lo
que inspirará todos los esfuerzos y trabajos, el saber para qué existimos, para
qué fuimos creados.
En educación, sin un fin claro, no hay posibilidad de
formación, pues todos los objetivos parciales deben subordinarse al fin, como
cuando caminamos: cada paso ha de orientarse en la dirección hacia donde
deseamos ir, de lo contrario habrá idas y vueltas, avances y retrocesos,
detenciones injustificadas y vueltas desorientadas.
Psicológicamente lo vio con claridad Victor Frankl en su
penosa, mas fructífera estadía en el
campo de concentración, pues comprobó que sobrevivían principalmente los que
tenían algo por qué o por quién vivir, es decir, sabían que sus vidas tenían un
sentido, una orientación, un fin. Por eso habla del “hombre en busca de
sentido”, ya que es una necesidad de la inteligencia conocer el para qué de la
vida, y de la voluntad, querer lograrlo. Sin metas, la vida se torna desde
insípida hasta insoportable.
Metafísicamente, el fin es tan fundamental porque de
él depende el resto, siempre, ya que el fin es la causa que mueve todas las
demás causas. De hecho, el agente en tanto causa eficiente, ordena la materia y
la forma según el fin que tiene propuesto.
Poseer claridad en cuanto al fin provee además un
criterio esencial de discernimiento: es el “tanto cuanto” [23], que plantea San
Ignacio. Algo sirve o no, vale o no, he de elegirlo o no, según me acerque o
aleje del fin.
En todo lo que hacemos siempre hay algún fin, que
puede ser explícito o implícito, consciente o inconsciente. Toda política
educativa, sea familiar, escolar o nacional, tiene sus objetivos y su fin,
confesos o no. La historia de todos los tiempos nos muestra que se puede poner
a la persona en función de lo social o de ciertos interesas particulares hasta
llegar a sacrificar sus posibilidades y derechos, incluso su libertad; o
incorporarla a lo social desarrollando sus potencialidades e intereses,
llevándola hacia una plenitud.
Una educación que no busque la perfección de la
persona en el marco de su naturaleza, y por ello su felicidad, seguramente está
subordinada a pretensiones que perjudican al hombre como tal.
Por eso sostenemos enfáticamente la necesidad de
comenzar por plantearnos el fin: el fin del hombre, al que debe subordinarse de
la educación, y de allí los fines y objetivos para cada estadio, situación,
nivel de escolaridad, área de contenidos, asignatura o tarea (Cfr. Ruiz
Sánchez, 2003).
2.2. Trabajar sobre todas las
potencias, ordenándolas.
Mencionar
las potencias del alma humana es hablar de las cognoscitivas y las apetitivas.
Por ser el hombre un animal racional,
las potencias sensibles: sentidos y apetitos sensibles, son análogas a las de
los no racionales, aunque siempre impregnadas de la especificidad humana.
A través
de los sentidos externos accedemos
al mundo que nos rodea: vemos, escuchamos, olemos, gustamos, percibimos lo
táctil. Los sentidos internos
unifican ese magma de sensaciones, lo organizan, le otorgan valor y conservan, de
modo que conformen imágenes y recuerdos: la base de la experiencia.
Para el
hombre este acceso al mundo sensible no culmina allí, sino que por la capacidad
de “leer-dentro”, la inteligencia
capta lo esencial de las cosas, lo universal de ellas, nombrándolo con un verbo
mental, o concepto, que se hace expreso en la palabra.
Eso que
busca y aprehende la inteligencia, como la vista percibe el color o el oído el
sonido, es la verdad, no la verdad
moral, que depende de la veracidad de quien habla, sino la verdad ontológica, la verdad que posee cada ser por ser lo que es y
no otra cosa.
Por otra
parte están los apetitos.
En el
plano sensible se han distinguido clásicamente dos apetitos: el concupiscible,
que apetece el bien deleitable, lo que da gusto, disfrute y descanso al cuerpo;
y el apetito irascible, que se
orienta al bien arduo, ya para conseguir algo difícil, ya para defender el bien
que se posee.
Pero el
hombre por ser racional puede saltar por encima de los apetitos sensibles, e
incluso oponérseles, cuando la inteligencia le muestra un bien más estimable.
La voluntad, o apetito racional, es
el motor de los actos específicamente humanos.
El uso de
la inteligencia y la voluntad coloca al ser humano por encima del resto de los
entes del mundo sensible, lo introduce en el universo de la libertad y le
permite traspasar las barreras naturales del espacio y el tiempo, otorgando
trascendencia e historicidad a sus actos y obras.
La
experiencia personal y de la humanidad entera nos muestra que el recto uso de
la libertad nos resulta arduo, pues muchas veces “hacemos el mal que no
queremos” (Rom 15, 19). A veces fallamos porque nos equivocamos, otras
simplemente por ignorancia o debilidad, y así vamos a los tumbos por la vida.
Esa penosa indigencia y ese desorden que tanto termina doliendo, exigen un
trabajo continuo, constante, perseverante, para sacarnos del error y la
ignorancia, de las tendencias rastreras y egoístas, e ir construyendo el
armazón de las virtudes intelectuales y morales que harán de nuestro obrar el
de personas prudentes y justas, libres, plenas, sembradoras de paz y de
bien, felices.
A través
de los EE se trata de adquirir hábitos
de reflexión y discernimiento en lo intelectual,
de decisión y realización en lo volitivo,
acompañando estos actos con la afectividad. Por eso son ejercicios que debe ejecutar el que los realiza, el ejercitante, siempre
bajo la guía de un maestro, pero con muchísima libertad personal [1].
Ese plexo armónico de hábitos buenos
constituye el fin mismo de toda educación, pues es lo único que puede otorgar
al hombre “la capacidad estable para ordenarse libre y rectamente, en su
dinamismo interior y en su autoconducción hacia los bienes individuales y
comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su naturaleza.” (Ruiz Sánchez,
2003: 21)
Una persona así ordenada por las
virtudes intelectuales y morales, se constituye en terreno fértil para la
contemplación, se hace capaz del goce más alto que el hombre puede tener en
esta vida, el deleite que llena el alma poniéndola de algún modo, en contacto
con lo divino (Hernández de Lamas, 2010).
Pero sobre todo, la persona
interiormente ordenada queda naturalmente abierta a la acción de nuevas y
mayores gracias, que Dios da a todo hombre, pues “quiere que todos se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).
2. 3. Salvar siempre la libertad
personal.
Una verdadera educación ha de forjar hombres libres,
dueños de sí, señores, con espíritu de
príncipes, capaces de lo grande y de donarse porque se poseen, porque sus
actos son guiados por una inteligencia abrevada en la verdad y por una voluntad
que adquirió la capacidad de no doblegarse ante las dificultades y de aspirar
siempre a algo más.
Es notable el cuidado y la promoción de la libertad
que se realiza a través de los EE. Siempre se trata al ejercitante en su
dignidad personal, procurando que la descubra y lleve al máximo, que conozca y
decida por sí mismo.
Los EE tienen por objeto explícito llevar las almas a
su salvación para la gloria de Dios, y en ese sentido son un tesoro para la
Iglesia y para la humanidad.
La pedagogía que despliega San Ignacio se ha
demostrado pertinente y eficaz en el orden sobrenatural: ha sido escuela de notables
santos y admirables mártires. Y lo es
también en el orden natural, prueba de ello, las magnas obras emprendidas, tan
grandes como originales: basta pensar en las Reducciones, con su organización
económico social solidaria y creativa, un nuevo modo de hacer política, tan
exitoso y renovador, que fue quizás uno de los principales motivos políticos
que pesaron en la supresión de la Orden; los escritores que se formaron en su
escuela: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes, científicos
como Matteo Ricci, Angelo Secchi, por nombrar algunos casos notables entre otros
cientos; los artistas, poetas, arquitectos, pintores, músicos que crearon
estilo y todavía deslumbran con sus realizaciones. Basta dar una vuelta por las
imágenes y la música que ha quedado de Chiquitos,
en plena selva boliviana, para admirar el poder de ese espíritu magnánimo que
inspiró tales prodigios.
La pedagogía de los EE está notablemente impregnada de
las dos primeras características que hemos señalado para toda educación
clásica: una inspiración heroica (el magis ignaciano: no sólo
buscar la gloria de Dios, sino la mayor gloria, lo que más nos
conduce al fin) y una orientación contemplativa, la mirada embriagada de
luz, con el corazón rebosante de gratitud, que ha de culminar en una
realización, prueba del amor. Es necesario destacar también que se apoya en la
tercera característica: el amoroso cultivo del signo, en especial, de
la palabra. En la dinámica de los EE, todos los signos son tenidos en
cuenta y por tanto, esmeradamente cuidados: la luz y la sombra, las posturas y
los gestos corporales, las imágenes y la música; pero indudablemente la palabra
tiene el privilegio de ser expresión del concepto, y por lo tanto, del
espíritu, de lo específicamente humano. Se comienza con las palabras que
propone el punto para la reflexión, se transita por ellas en la meditación y en
el discernimiento, se las busca para expresarse en el coloquio.
Llegados a este punto conviene tener en cuenta una
sagaz observación que formula Newman (1994: 41), a quien la preocupación por la
educación acompañó toda su vida. Él distingue tres edades o tiempos en la educación
cristiana, que han quedado integrados en la cultura católica:
1º) una edad poética,
la benedictina, forjada en la vida de los monasterios.
2º) una edad científica,
escolástica, principalmente ejemplificada por los dominicos.
3ª) una edad orientada
a la práctica, guiada por la Prudencia, de expansión escolar, que ve
liderada por los jesuitas.
En cada persona debería reproducirse de algún modo ese
recorrido: comenzar por el contacto con la naturaleza, las narraciones y la
poesía (Gramática); apoyándose en
estos conocimientos y ampliándolos, buscar las razones, las causas y relaciones,
adquirir el dominio del pensamiento (Lógica);
y manteniendo todo aquello, aprender a concebir, decir y realizar las
aplicaciones que indique la prudencia en cada campo: el de la propia persona,
el de la sociedad y el del mundo (Retórica).
Estamos así recuperando el currículum clásico, el Trivium, que prepara la mente dotándola de hábitos indispensables para
alcanzar las profundidades de las ciencias y la elevación de la sabiduría.
Debemos señalar que, a partir de la Modernidad, se
produce el despliegue de infinidad de congregaciones y sociedades religiosas católicas
entregadas a la educación de niños y jóvenes, con especial énfasis en la
dedicación hacia los más pobres. Y también que, contemporáneamente los Estados procuran
arrebatar a los padres y a la Iglesia el derecho y deber de la docencia. Todos
los problemas de la política educativa actual arrancan de esa situación.
[1]
Los números entre corchetes corresponden al Libro de los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola.
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