lunes, 30 de julio de 2018

Pedagogía, Didáctica y Psicología educacional según los Ejercicios Espirituales Ignacianos (1 de 2)


Pedagogía, Didáctica y Psicología educacional según los Ejercicios Espirituales Ignacianos
1. Aclarando términos.
2. Pedagogía de los EE.
2.1. Lo primero: tener claro el fin.
2.2. Trabajar sobre todas las potencias, ordenándolas.
2. 3. Salvar siempre la libertad personal.
3. Didáctica de los EE.
3.1. Los momentos de todo aprendizaje.
3.2. La tarea de formar hábitos.
4. Psicología educacional de los EE.


1. Aclarando términos.
Desde hace años, los docentes venimos escuchando la reiterada crítica de los neopedagogos a la mal llamada “escuela tradicional”, los cuales identifican con tal nombre a la escuela enciclopedista, que recarga la memoria con datos y pierde de vista la causalidad final y la síntesis metafísica.
Es hora de deshacer el malentendido, que por otro lado, forma parte de las deformaciones y falsificaciones históricas con que se pretende, desde las ideologías, trastornar el modo de entender y valorar -tanto el pasado como el presente- por parte del común de  las personas.
Pensar en la “escuela tradicional” es, para nosotros, evocar toda la gran tradición que tiene la institución escolar desde la antigüedad.
En las más importantes culturas que recuerda la humanidad: Sumer, Israel, Grecia, Roma, India, China,…  las escuelas surgen para atesorar el depósito de la sabiduría que guarda la memoria viva del pueblo y para adquirir la técnica de la escritura que permitirá plasmarla de modo indeleble en los grandes libros, sobre todo, en los libros sagrados.
Por eso el mismo nombre “escuela”, que proviene del latín, schola, y este del griego, σχολή scholḗ; propiamente 'ocio', hace referencia al ocio contemplativo, al cultivo del espíritu, al arte de hacer humanos a los hombres, y por lo mismo, libres. Es precisamente en Occidente donde este concepto de libertad y plenitud humana aflora con mayor nitidez y cristaliza magníficamente en la cosmovisión cristiana. Tal es la tradición que reconocemos y a la que deseamos ser fieles en nuestro empeño docente. Y tal es la raíz de nuestra educación humanista.
No se trata de copiar lo que hacían los griegos o los medievales, sino de captar el espíritu que los inspiró para llegar a lo que lograron. ¿En qué consiste ese espíritu? Creo que posee tres características esenciales: una inspiración heroica, una orientación contemplativa y un amoroso cultivo del lenguaje.
Entiendo por inspiración heroica, el espíritu que mueve al alma magnánima, buscadora incansable de la verdad y decidida a jugarse por ella, dispuesta a dar siempre más, una vida que se vive por aquello por lo que se es capaz de morir, una vida iluminada por el ideal, es decir, con “norte” y con coraje, por lo tanto, capaz de realizar cosas grandes.
Por orientación contemplativa, entiendo el anhelo en pos de la verdad, el bien y la belleza, el deslumbramiento enamorado que suscita su hallazgo, la capacidad de reposar y de gozar en ellos; hábito buscado y cultivado como perfección y fin de la vida humana en este mundo, y preparación óptima para la vida eterna a que aspiramos y que la Misericordia Divina nos promete.
Con la expresión: amoroso cultivo del lenguaje, me refiero al trabajo dedicado, delicado y profundo de lectura y escritura en torno al signo, todo signo, pero muy especialmente la palabra. Esto ha producido históricamente todo tipo de maravillas artísticas, desde poemas hasta pinturas y monumentos, los cuales expresan simbólicamente las vivencias que devienen de la contemplación y son también exhortación al heroísmo, a la trascendencia.

2. Pedagogía de los EE.
Precisamente cuando la Revolución comienza, con la Reforma, a hacer estragos en el alma de la Cristiandad, partiéndola, no sólo religiosa, política y geográficamente, sino hasta en su visión de la realidad y del hombre mismo, surge el santo que trae un remedio: Ignacio y sus Ejercicios Espirituales.
¿Qué promueven los Ejercicios? Esencialmente:
Ø  tener claro el fin de cada vida humana, y por lo tanto, ayudan a distinguir lo que está al servicio del hombre de lo que lo esclaviza [23][1];
Ø  actualizar todas las potencias llevándolas a una ordenada plenitud, a través del autoconocimiento, la corrección de los defectos y la educción de virtudes [21];
Ø  cuidar de modo especial la libertad personal, para que todas las decisiones, grandes y pequeñas, pertenezcan real y plenamente al que las toma.
Desarrollaremos brevemente estos ítems, pues hacen al corazón de todo quehacer educativo.

2.1. Lo primero: tener claro el fin.
San Ignacio no trepida en poner por delante lo que es primero, y lo llama  “Principio y fundamento” [23]: es el sentido total de la vida, lo que inspirará todos los esfuerzos y trabajos, el saber para qué existimos, para qué fuimos creados.
En educación, sin un fin claro, no hay posibilidad de formación, pues todos los objetivos parciales deben subordinarse al fin, como cuando caminamos: cada paso ha de orientarse en la dirección hacia donde deseamos ir, de lo contrario habrá idas y vueltas, avances y retrocesos, detenciones injustificadas y vueltas desorientadas.
Psicológicamente lo vio con claridad Victor Frankl en su penosa, mas fructífera  estadía en el campo de concentración, pues comprobó que sobrevivían principalmente los que tenían algo por qué o por quién vivir, es decir, sabían que sus vidas tenían un sentido, una orientación, un fin. Por eso habla del “hombre en busca de sentido”, ya que es una necesidad de la inteligencia conocer el para qué de la vida, y de la voluntad, querer lograrlo. Sin metas, la vida se torna desde insípida hasta insoportable.
Metafísicamente, el fin es tan fundamental porque de él depende el resto, siempre, ya que el fin es la causa que mueve todas las demás causas. De hecho, el agente en tanto causa eficiente, ordena la materia y la forma según el fin que tiene propuesto.
Poseer claridad en cuanto al fin provee además un criterio esencial de discernimiento: es el “tanto cuanto” [23], que plantea San Ignacio. Algo sirve o no, vale o no, he de elegirlo o no, según me acerque o aleje del fin.
En todo lo que hacemos siempre hay algún fin, que puede ser explícito o implícito, consciente o inconsciente. Toda política educativa, sea familiar, escolar o nacional, tiene sus objetivos y su fin, confesos o no. La historia de todos los tiempos nos muestra que se puede poner a la persona en función de lo social o de ciertos interesas particulares hasta llegar a sacrificar sus posibilidades y derechos, incluso su libertad; o incorporarla a lo social desarrollando sus potencialidades e intereses, llevándola hacia una plenitud.
Una educación que no busque la perfección de la persona en el marco de su naturaleza, y por ello su felicidad, seguramente está subordinada a pretensiones que perjudican al hombre como tal.
Por eso sostenemos enfáticamente la necesidad de comenzar por plantearnos el fin: el fin del hombre, al que debe subordinarse de la educación, y de allí los fines y objetivos para cada estadio, situación, nivel de escolaridad, área de contenidos, asignatura o tarea (Cfr. Ruiz Sánchez, 2003).

2.2. Trabajar sobre todas las potencias, ordenándolas.
Mencionar las potencias del alma humana es hablar de las cognoscitivas y las apetitivas. Por ser el hombre un animal racional, las potencias sensibles: sentidos y apetitos sensibles, son análogas a las de los no racionales, aunque siempre impregnadas de la especificidad humana.
A través de los sentidos externos accedemos al mundo que nos rodea: vemos, escuchamos, olemos, gustamos, percibimos lo táctil. Los sentidos internos unifican ese magma de sensaciones, lo organizan, le otorgan valor y conservan, de modo que conformen imágenes y recuerdos: la base de la experiencia.
Para el hombre este acceso al mundo sensible no culmina allí, sino que por la capacidad de “leer-dentro”, la inteligencia capta lo esencial de las cosas, lo universal de ellas, nombrándolo con un verbo mental, o concepto, que se hace expreso en la palabra.
Eso que busca y aprehende la inteligencia, como la vista percibe el color o el oído el sonido, es la verdad, no la verdad moral, que depende de la veracidad de quien habla, sino la verdad ontológica, la verdad que posee cada ser por ser lo que es y no otra cosa.
Por otra parte están los apetitos.
En el plano sensible se han distinguido clásicamente dos apetitos: el concupiscible, que apetece el bien deleitable, lo que da gusto, disfrute y descanso al cuerpo; y el apetito irascible, que se orienta al bien arduo, ya para conseguir algo difícil, ya para defender el bien que se posee.
Pero el hombre por ser racional puede saltar por encima de los apetitos sensibles, e incluso oponérseles, cuando la inteligencia le muestra un bien más estimable. La voluntad, o apetito racional, es el motor de los actos específicamente humanos.
El uso de la inteligencia y la voluntad coloca al ser humano por encima del resto de los entes del mundo sensible, lo introduce en el universo de la libertad y le permite traspasar las barreras naturales del espacio y el tiempo, otorgando trascendencia e historicidad a sus actos y obras.

La experiencia personal y de la humanidad entera nos muestra que el recto uso de la libertad nos resulta arduo, pues muchas veces “hacemos el mal que no queremos” (Rom 15, 19). A veces fallamos porque nos equivocamos, otras simplemente por ignorancia o debilidad, y así vamos a los tumbos por la vida. Esa penosa indigencia y ese desorden que tanto termina doliendo, exigen un trabajo continuo, constante, perseverante, para sacarnos del error y la ignorancia, de las tendencias rastreras y egoístas, e ir construyendo el armazón de las virtudes intelectuales y morales que harán de nuestro obrar el de personas prudentes y justas, libres, plenas, sembradoras de paz y de bien,  felices.

A través de los EE se trata de adquirir hábitos de reflexión y discernimiento en lo intelectual, de decisión y realización en lo volitivo, acompañando estos actos con la afectividad. Por eso son ejercicios que debe ejecutar el que los realiza, el ejercitante, siempre bajo la guía de un maestro, pero con muchísima libertad personal [1].
Ese plexo armónico de hábitos buenos constituye el fin mismo de toda educación, pues es lo único que puede otorgar al hombre “la capacidad estable para ordenarse libre y rectamente, en su dinamismo interior y en su autoconducción hacia los bienes individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su naturaleza.” (Ruiz Sánchez, 2003: 21)
Una persona así ordenada por las virtudes intelectuales y morales, se constituye en terreno fértil para la contemplación, se hace capaz del goce más alto que el hombre puede tener en esta vida, el deleite que llena el alma poniéndola de algún modo, en contacto con lo divino (Hernández de Lamas, 2010).
Pero sobre todo, la persona interiormente ordenada queda naturalmente abierta a la acción de nuevas y mayores gracias, que Dios da a todo hombre, pues “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).

2. 3. Salvar siempre la libertad personal.
Una verdadera educación ha de forjar hombres libres, dueños de sí, señores, con espíritu de príncipes, capaces de lo grande y de donarse porque se poseen, porque sus actos son guiados por una inteligencia abrevada en la verdad y por una voluntad que adquirió la capacidad de no doblegarse ante las dificultades y de aspirar siempre a algo más.
Es notable el cuidado y la promoción de la libertad que se realiza a través de los EE. Siempre se trata al ejercitante en su dignidad personal, procurando que la descubra y lleve al máximo, que conozca y decida por sí mismo.
Los EE tienen por objeto explícito llevar las almas a su salvación para la gloria de Dios, y en ese sentido son un tesoro para la Iglesia y para la humanidad. 
La pedagogía que despliega San Ignacio se ha demostrado pertinente y eficaz en el orden sobrenatural: ha sido escuela de notables santos y admirables mártires.  Y lo es también en el orden natural, prueba de ello, las magnas obras emprendidas, tan grandes como originales: basta pensar en las Reducciones, con su organización económico social solidaria y creativa, un nuevo modo de hacer política, tan exitoso y renovador, que fue quizás uno de los principales motivos políticos que pesaron en la supresión de la Orden; los escritores que se formaron en su escuela: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes, científicos como Matteo Ricci, Angelo Secchi, por nombrar algunos casos notables entre otros cientos; los artistas, poetas, arquitectos, pintores, músicos que crearon estilo y todavía deslumbran con sus realizaciones. Basta dar una vuelta por las imágenes y la música que ha quedado de Chiquitos, en plena selva boliviana, para admirar el poder de ese espíritu magnánimo que inspiró tales prodigios.

La pedagogía de los EE está notablemente impregnada de las dos primeras características que hemos señalado para toda educación clásica: una inspiración heroica (el magis ignaciano: no sólo buscar la gloria de Dios, sino la mayor gloria, lo que más nos conduce al fin) y una orientación contemplativa, la mirada embriagada de luz, con el corazón rebosante de gratitud, que ha de culminar en una realización, prueba del amor. Es necesario destacar también que se apoya en la tercera característica: el amoroso cultivo del signo, en especial, de la palabra. En la dinámica de los EE, todos los signos son tenidos en cuenta y por tanto, esmeradamente cuidados: la luz y la sombra, las posturas y los gestos corporales, las imágenes y la música; pero indudablemente la palabra tiene el privilegio de ser expresión del concepto, y por lo tanto, del espíritu, de lo específicamente humano. Se comienza con las palabras que propone el punto para la reflexión, se transita por ellas en la meditación y en el discernimiento, se las busca para expresarse en el coloquio.
Llegados a este punto conviene tener en cuenta una sagaz observación que formula Newman (1994: 41), a quien la preocupación por la educación acompañó toda su vida. Él  distingue tres edades o tiempos en la educación cristiana, que han quedado integrados en la cultura católica:
1º) una edad poética, la benedictina, forjada en la vida de los monasterios.
2º) una edad científica, escolástica, principalmente ejemplificada por los dominicos.
3ª) una edad orientada a la práctica, guiada por la Prudencia, de expansión escolar, que ve liderada por los jesuitas.
En cada persona debería reproducirse de algún modo ese recorrido: comenzar por el contacto con la naturaleza, las narraciones y la poesía (Gramática); apoyándose en estos conocimientos y ampliándolos, buscar las razones, las causas y relaciones, adquirir el dominio del pensamiento (Lógica); y manteniendo todo aquello, aprender a concebir, decir y realizar las aplicaciones que indique la prudencia en cada campo: el de la propia persona, el de la sociedad y el del mundo (Retórica). Estamos así recuperando el currículum clásico, el Trivium, que prepara la mente dotándola de hábitos indispensables para alcanzar las profundidades de las ciencias y la elevación de la sabiduría.
Debemos señalar que, a partir de la Modernidad, se produce el despliegue de infinidad de congregaciones y sociedades religiosas católicas entregadas a la educación de niños y jóvenes, con especial énfasis en la dedicación hacia los más pobres. Y también que, contemporáneamente los Estados procuran arrebatar a los padres y a la Iglesia el derecho y deber de la docencia. Todos los problemas de la política educativa actual arrancan de esa situación.




[1] Los números entre corchetes corresponden al Libro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.

No hay comentarios:

Publicar un comentario