miércoles, 15 de agosto de 2018

Los ejes de la educación humanista


LA EDUCACIÓN HUMANISTA
1.    ¿QUÉ INTENTA, QUÉ PRETENDE LA EDUCACIÓN HUMANISTA?
Podemos comenzar por la magnífica definición que plantea Ruiz Sánchez al referirse al proceso de la educación como “el auxilio al hombre, en tanto indigente y falible, para que alcance la plenitud dinámica, esto es, la capacidad estable y el orden interior que le permita alcanzar libre y rectamente, los bienes individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su naturaleza”.
En síntesis: Que el hombre llegue a ser verdaderamente hombre.
Sí, por cierto, se trata de ayudar al otro –hijo, alumno, discípulo- a alcanzar la plenitud, el completamiento, toda la perfección posible en esta vida, la plenitud dinámica, ese plexo armónico de virtudes intelectuales y morales que hacen al hombre verdaderamente humano y libre. Por supuesto, esto consiste en la adquisición de la templanza, la fortaleza, el arte, la ciencia, la prudencia, la sabiduría, la justicia,…  todos hábitos que se adquieren mediante el ejercicio.
El término “auxilio” destaca el hecho de que la actividad principal corre por cuenta del sujeto que se educa, quien está en potencia activa para hacerlo. La persona nunca es un material absolutamente pasivo frente a los actos del educador, como lo sería la arcilla en manos del escultor. Por eso es importante que en la medida que pueda comprenderlo, el educando conozca el fin de lo que se le pide que haga, y que participe queriéndolo.
Se trata, para quien se está educando, de adquirir hábitos operativos, y que estos sean perfectivos: hábitos que no solo permitan hacer obras perfectas, sino que perfeccionen al que las realiza.
Pero además de la adquisición parcial de cada hábito operativo perfectivo, debe buscarse el orden entre ellos, de modo que conduzcan a una personalidad desarrollada armónicamente.
Sabemos que alguien puede ser eximio en un campo, por ejemplo, en el manejo de una técnica artística, o en la indagación científica acerca de un objeto, pero fallar como ser humano en una carencia de autodominio, o de comprensión; también hay casos de personas muy generosas, muy entregadas, pero faltas de modales o rudimentarias intelectualmente. Ambos extremos exhiben desproporciones que implican desarmonía, en el fondo algún desorden.
Por eso para llegar al hombre pleno, al ideal, no se puede prescindir del orden. La educación debe ordenar interiormente a la persona y hacerlo ordenadamente, para lograr la esa armonía que hace bella el alma.

2.    SOBRE EL ORDEN DE LAS POTENCIAS
Mencionar las potencias del alma humana es hablar de las cognoscitivas y las apetitivas. Por ser el hombre un animal racional, las potencias sensibles: sentidos y apetitos sensibles, son análogas a las de los no racionales, aunque siempre impregnadas de la especificidad humana.
A través de los sentidos externos accedemos al mundo que nos rodea: vemos, escuchamos, olemos, gustamos, percibimos lo táctil. Los sentidos internos unifican ese magma de sensaciones, lo organizan, le otorgan valor y conservan, de modo que conformen imágenes y recuerdos: la base de la experiencia.
Para el hombre este acceso al mundo sensible no culmina allí, sino que por la capacidad de “leer-dentro”, la inteligencia capta lo esencial de las cosas, lo universal de ellas, nombrándolo con un verbo mental, o concepto, que se hace expreso en la palabra.
Eso que busca y aprehende la inteligencia, como la vista percibe el color o el oído el sonido, es la verdad, no la verdad moral, que depende de la veracidad de quien habla, sino la verdad ontológica, la verdad que posee cada ser por ser lo que es y no otra cosa.
Por otra parte están los apetitos, que son inclinaciones, tendencias a lo que el conocimiento ha presentado y el sujeto valora como bien para sí.
En el plano sensible se distinguen dos apetitos: el concupiscible, que apetece el bien deleitable, lo que da gusto, disfrute y descanso al cuerpo; y el apetito irascible, que se orienta al bien arduo, ya para conseguir algo difícil, ya para defender el bien que se posee.
Pero el hombre por ser racional puede saltar por encima de los apetitos sensibles, e incluso oponérseles, cuando la inteligencia le muestra un bien más estimable. La voluntad, o apetito racional, es el motor de los actos específicamente humanos.
El uso de la inteligencia y la voluntad coloca al ser humano por encima del resto de los entes del mundo sensible, lo introduce en el universo de la libertad y le permite traspasar las barreras naturales del espacio y el tiempo, otorgando trascendencia e historicidad a sus actos y obras.

La experiencia personal y de la humanidad entera nos muestra que el recto uso de la libertad nos resulta arduo, pues muchas veces “hacemos el mal que no queremos” (Rom 15, 19). A veces fallamos porque nos equivocamos, otras simplemente por ignorancia o por debilidad, y así vamos a los tumbos por la vida. Esa penosa indigencia y ese desorden que tanto termina doliendo, exigen un trabajo continuo, constante, perseverante, para sacarnos del error y la ignorancia, de las tendencias rastreras y egoístas, e ir construyendo el armazón de las virtudes intelectuales y morales que harán de nuestro obrar el de personas prudentes y justas, libres, plenas, sembradoras de paz y de bien, felices.

A través de la educación se trata de adquirir hábitos de reflexión y discernimiento en lo intelectual, de decisión y realización en lo volitivo, acompañando estos actos con la afectividad.
Ese plexo armónico de hábitos buenos constituye el fin mismo de toda educación, pues es lo único que puede otorgar al hombre “la capacidad estable para ordenarse libre y rectamente, en su dinamismo interior y en su autoconducción hacia los bienes individuales y comunes, naturales y sobrenaturales, que plenifican su naturaleza.” (Ruiz Sánchez, 2003: 21)
Una persona ordenada por las virtudes intelectuales y morales, por tanto plena y en paz consigo misma, se constituye en terreno fértil para la contemplación, se hace capaz del goce más alto que el hombre puede tener en esta vida, el deleite que llena el alma poniéndola de algún modo, en contacto con lo divino.
Pero sobre todo, la persona interiormente ordenada queda naturalmente abierta a la acción de nuevas y mayores gracias, que Dios da a todo hombre, pues “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).

3.         LOS EJES DE LA EDUCACIÓN HUMANISTA
Aquí me propongo indagar en torno a qué ejes construyeron el entretejido de esa educación las grandes culturas humanistas que sobresalen en la historia: la Grecia y la Roma Clásicas, la Cristiandad medieval, la Hispanidad... Postulo que los rasgos que las distinguen fueron eminentemente los tres que siguen:
1. Una inspiración heroica.
2. Una orientación contemplativa.
3. Un amoroso cultivo del signo, en especial del lenguaje.
Entiendo por inspiración heroica, el espíritu que mueve al alma magnánima, buscadora incansable de la verdad y decidida a jugarse por ella, dispuesta a dar siempre más, una vida que se vive con pasión por lo que se es capaz de morir, una vida iluminada constantemente por el ideal, es decir, con “norte” y con coraje, por lo tanto, capaz de realizar cosas grandes. Sin duda, para que el ideal no quede en meros deseos o intenciones, se trata de forjar una voluntad no solo decidida, sino preparada para afrontar lo duro, lo costoso, lo arduo y sacrificado, y esto de modo constante, con tenaz perseverancia.
¿Por qué una inspiración heroica? Porque sin esa vitalidad espiritual, sin el fuego del amor al ideal y el entusiasmo que genera tenerlo, sin la imprescindible fortaleza, no puede darse nada realmente grande, ningún sacrificio constructivo, ni siquiera la perseverancia que exigen las obras importantes, costosas, en las que hay que poner de sí, en una palabra: entregarse. Se necesita para estar disponible cuando se trata de defender o responder por la Fe y por la Patria; y también cuando hay que cumplir el deber cotidiano y los compromisos contraídos a pesar de fatigas, malestares, desilusiones, tentaciones o contratiempos.
Pero para que pueda darse tal inspiración heroica es indispensable que la persona haya visto ejemplos: lejanos y cercanos, virtuales –a través de historias, cuentos, películas-  y sobre todo reales: de la gente que convive; y que a través de esos ejemplos se haya enamorado de un ideal, es decir, que se haya admirado al mirar viendo, y al ver amando, es decir, que haya contemplado la hermosura de esa grandeza moral, de su belleza. Por eso es necesario generar una orientación contemplativa.
Por orientación contemplativa, entiendo el anhelo en pos de la verdad, el bien y la belleza, el deslumbramiento enamorado que suscita su hallazgo, la capacidad de reposar y de gozar en ellos; hábito buscado y cultivado como perfección y fin de la vida humana en este mundo, y preparación óptima para la vida eterna a que aspiramos y que la Misericordia Divina nos promete.
¿Por qué, para que haya educación humanista, ha de darse una orientación contemplativa? Porque lo propio del hombre, lo que lo diferencia del resto del mundo natural y lo especifica, es ser racional. Y pues posee la luz de la inteligencia, el acto de contemplación, que une inteligencia y voluntad en la mirada simple y enamorada de la realidad, es el más elevado y plenificante que realiza el espíritu, por tanto, el más humano y por qué no -tal como plantearon los clásicos- el más divino de los actos.
Para que pueda darse esa orientación contemplativa, que implica la actividad más alta del espíritu, es necesario al hombre tener los espacios necesarios de serenidad, de respeto, de silencio, condiciones que hacen posible refinar la mirada intelectual. El modo natural y óptimo en orden a ese perfeccionamiento de la inteligencia, radica en la capacitación para descubrir el sentido de los signos, para poder producirlos, leerlos y gozarlos, pues tal es su tarea específica.
Por lo tanto, con la expresión: amoroso cultivo del lenguaje, me refiero al trabajo dedicado, delicado y profundo de lectura y escritura en torno al signo, todo signo, pero muy especialmente la palabra. Esto ha producido históricamente todo tipo de maravillas científicas, artísticas y artesanales, desde tratados, poemas y músicas, hasta pinturas, monumentos, así como descubrimientos e inventos, los cuales expresan simbólicamente las vivencias que devienen de la contemplación y son también muchas veces, exhortación al heroísmo, a la superación y trascendencia.
Hoy se ha revalorizado, a partir de las mejores investigaciones de la psicología cognitiva y las neurociencias, la tempranísima inserción del niño en el lenguaje, sobre todo por la importancia que reviste el hecho de darle vocabulario a través de hablarle, contarle, leerle textos, recitar, cantar y hacerlo participar en conversaciones.
De alguna manera, la capacidad de lenguaje, de simbolizar y de descifrar signos, es decir, de encontrar significado más allá de lo sensible, es la que habilita para la contemplación. Y la contemplación de la verdad, la bondad y la belleza, a través de la elevación espiritual que produce, es la que posibilita ensanchar el corazón en las inconmensurables dimensiones de la magnanimidad y el heroísmo. Así vemos cómo se encadenan y sustentan entre sí estos que hemos llamado ejes de la educación humanista.

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