lunes, 13 de agosto de 2018

San Juan de la Cruz: la letra y el espíritu (2 de 2)

II. Claves para leer el espíritu que vive en la letra.

Debería incorporar aquí dos tópicos antropológicos que daré por supuestos: la estructura de las potencias del alma humana y su interrelación, así como el dinamismo de las pasiones. Voy a referirme a otras dos realidades que impregnan toda su vida y su obra:

1ª.- El heroísmo. El hombre y su tiempo.

2ª.- La contemplación. 

  1ª. Clave: el heroísmo. El hombre y su tiempo.

Puesto que, como dijo Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”, para entender la obra, hay que intentar conocer al autor y su tiempo. Volemos, pues, hacia el Siglo de Oro español, época de una riqueza humana y cultural con difícil parangón en la historia.
Mientras la Cristiandad se fractura por la Reforma luterana a partir de 1517, vemos surgir una España de vitalidad avasallante, con una catolicidad pletórica y produciendo una constelación de santos de primera magnitud.
En 1534, el mismo año del infausto Cisma Anglicano, San Ignacio ha fundado la Compañía de Jesús, un aguerrido ejército espiritual al servicio del Papa y de la Iglesia.
España, librada ya la secular cruzada contra el musulmán invasor, dueña de su territorio y más dueña de su fe, se impondrá la nueva cruzada de llevar la cruz de Cristo a las gentes de los territorios recién descubiertos.
Rivalizando en hazañas, Hernán Cortés conquista Méjico en 1520, y dos años más tarde, Magallanes con El Cano completan la primera vuelta al mundo, mientras, hacia 1534, Pizarro conquista el Perú. Cada uno de los dos más grandes y organizados imperios de América, cae ante un puñado de españoles que protagonizan estas asombrosas aventuras.
En 1515 ha nacido Santa Teresa, que será llamada por la Providencia para liderar la Reforma del Carmelo, la Orden más antigua de la Iglesia, ya que remonta su tradición al profeta San Elías.
Entre 1545 y 1563 se desarrolla el gran Concilio de Trento.
Y cuando el Siglo de Oro llega al cenit, en 1542, nace en Fontiveros, Ávila, San Juan de la Cruz. Su infancia queda signada por la pérdida de su padre y una angustiosa situación económica familiar, pero también por el oportuno socorro de la Virgen que lo salva de morir ahogado cuando accidentalmente cae en un pozo. En su adolescencia aplica talento y esfuerzo al estudio, mientras trabaja como ayudante en un hospital. Desde niño se ha destacado por su piedad y espíritu penitente.
Cursa Humanidades con los jesuitas de Medina, lo que le otorga una sólida formación intelectual, mientras madura su vocación. A los 21 años ingresa al Carmelo. Los cuatro años siguientes serán de intensos estudios en la Universidad de Salamanca, para ser ordenado sacerdote en 1567. Por esa fecha, con 25 años, tiene la primera entrevista con Santa Teresa, experimentada ya en los caminos del espíritu y que está buscando al monje que pueda secundarla, pues ha obtenido la autorización para fundar conventos descalzos de monjas y frailes fuera de Ávila. Cinco años antes, ha comenzado la Reforma en San José de Ávila.
Socialmente vibran en el aire el ideal caballeresco, las ansias de conquista, no solo material y política, sino ante todo para la fe, como lo prueba la ingente cantidad de misioneros que se despliega a lo largo y a lo ancho de las nuevas tierras conocidas, así como los vientos de sana reforma eclesial que favorece Felipe II (1556- 1598), como defensor de la Fe.
Hay derroche de magnanimidad, espíritu de grandeza, de entrega generosa, de dar el todo por el todo. El gesto de Hernán Cortés al quemar sus naves es representativo de este espíritu resuelto a no volver atrás, a no andar con medias tintas, a ser todo o nada.
El heroísmo raigal, como esfuerzo eminente de la voluntad, hecho con abnegación, con una disposición de entrega personal absoluta y que obtiene como fruto, actos extraordinarios al servicio de Dios, del prójimo o de la Patria, flota en el ambiente, se respira y crea un clima social de generosa disponibilidad y ansias de gloria.
Este espíritu reinante está también inspirado en la oblación solemne de sí que hace San Ignacio a Cristo: “que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome Vuestra Santísima Majestad elegir y recibir en tal vida y estado.” (EE, 98)
En San Juan de la Cruz este heroísmo se hará carne en la doctrina de “las nadas para llegar al Todo” y por su vida de fidelidad sin renuncias, sin dar jamás un paso atrás, sino avanzando siempre hacia la cruz y a la unión de amor con Cristo. Como San Pablo, podrá decir: “En cuanto a mí, nunca suceda que me gloríe sino en la cruz de NSJC, por quien el mundo para mí está crucificado y yo para el mundo” (Gál 6, 14).
El camino para la unión con Dios es la fe. Por ella se renuncia a lo que se ve y en esperanza se aguarda lo que no se ve. El alma debe atravesar la noche de la desnudez, de las negaciones, del despojo, de las renuncias, para, purificada, poder unirse con Dios. “Cuando la fe, a través de la desnudez, la oscuridad y la pobreza espiritual, echa sus raíces en el alma, se vierten en ella, al mismo tiempo, esperanza y amor, ciertamente un amor que no se da a conocer por sentimiento alguno de ternura en el alma, sino que se manifiesta por un mayor ánimo y una desconocida fortaleza.”(Stein, 2006: 119)
Él creyó de modo absoluto las palabras del Señor y se atuvo a ellas: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 38). Por eso dice Edith Stein (2006: 47): “La cruz en su vida fue verdad viva, real y operante. El misterio de la cruz se convirtió en su forma interior, en alma de su alma.”
Varón heroico a lo largo de su existencia, buscó parecerse a Cristo y sufrir por Él y con Él en su misión redentora. Aceptó el tenebroso encarcelamiento de Toledo y graves maltratos, perdonando y bendiciendo a sus perseguidores. Sufrió sin quejas el relegamiento final, la dolorosa enfermedad y el cruel tratamiento a que debió someterse. Supo el día y hora de su muerte y la esperó envuelto en dichosa paz.

2ª. Clave: la contemplación.

Hablar de San Juan de la Cruz, y en general, de los místicos, es imposible si no rozamos al menos el concepto de contemplación, porque toda su obra y su vida se centran allí.
¿De qué hablamos cuando decimos “contemplación”?
Si apelamos a nuestra propia experiencia, recordaremos momentos en que necesitamos detenernos frente a un paisaje, quedarnos con una música, con ese algo que maravilla y deleita, que proporciona un gozo que eleva y al mismo tiempo exige ser manifestado y compartido. También recordaremos el habernos deslumbrado ante una idea, o una relación que descubrimos y nos ha iluminado muchas otras, dando íntima alegría; o haber experimentado una profunda admiración ante actos de virtud heroica, sentimiento de tan hondo calado que genera un vuelco en el corazón y nos hace mejores personas; en todos esos casos hemos tenido un vislumbre de lo que significa contemplar.
Desde la más remota antigüedad, aquellos que fueron reputados como verdaderos sabios, vivieron la contemplación, y algunos llegaron a poder decir algo de ella.
Sin dudas, en la Grecia clásica constituye el ideal más alto.
Platón, en su “Banquete” (212, a), hace decir a Diotima: “Si en algún lugar contempla la bondad divina, en él es digna de vivirse la vida del hombre: por este hecho es inmortal”.
Aristóteles plantea con claridad y sumo realismo que el fin del hombre es la felicidad, la plenitud, la realización máxima, el estado en el que ya no puede desearse ningún otro bien. El bien mayor es el que procede del acto más elevado del hombre sobre el objeto mejor: la contemplación de Dios. A propósito dice Castellani (1995: 229): “Contemplación es el nombre misterioso de la felicidad en la filosofía aristotélica”.
En el principio y en el fin de la contemplación hay amor.
Santo Tomás confirma: “Y puesto que el deleite consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor.” ST, 2-2, q 180 ad 2.
Como el término es análogo, podemos distinguir una contemplación natural y otra sobrenatural. La natural puede provenir del deleite estético frente a la belleza sensible, o el moral que produce el atractivo de la virtud, o el intelectual, por la luz que genera una verdad. La contemplación sobrenatural es infusa, acompaña la vivencia de las virtudes teologales y tiene grados. Pero entre la contemplación natural y la mística hay una diferencia que no es de grado, sino esencial.
San Juan de la Cruz nos habla de la contemplación mística, de ciertas disposiciones que le abren las puertas del alma y, hasta donde un ser humano puede balbucearlo en esta vida, de sus efectos.
En definitiva, contemplación es visión amorosa, es una inmersión, un perderse gozoso en el objeto, admirarse, sorprenderse, alegrarse. En el Cielo será la vida eterna.
La contemplación es “mirada simple de la verdad bajo la influencia del amor” dicen los Salmanticenses. El amor es esencial a su principio y a su fin, por lo que el espíritu entero, inteligencia y voluntad, lejos de apartarse de la realidad, se unen según su capacidad, al objeto.
Por ello se dan en la persona estos fenómenos, que vemos expresados en su poesía:
* Sorpresa, asombro, admiración: pues aunque se haya buscado, el regalo es siempre mayor a lo esperado: “Mi Amado, la montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos;/ la noche sosegada/ en par de los levantes del aurora,/ la música callada,/ la soledad sonora,/ la cena que recrea y enamora.” (Cántico espiritual, 14 y 15)
* Deslumbramiento: se experimenta una invasión de luz, hermosura, grandeza, armonía. “Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura/ y, yéndolos mirando,/ con sola su figura/ vestidos los dejó de hermosura.” (Cántico, 5)
* Contento, gozo: es una alegría profunda de saciedad espiritual que estremece todas las potencias: “Gocémonos, Amado,/ y vámonos a ver en tu hermosura/ al monte y al collado,/ do mana el agua pura;/ entremos más adentro en la espesura.” (Cántico, 36)
* Hay deseo de quedarse allí, permanecer, profundizar… un salir de sí, olvidarse, experimentarse inmerso en una realidad mayor, hermosa y perfecta. “¡Oh noche que guiaste!,/ ¡oh noche amable más que la alborada!/ ¡Oh noche que juntaste Amado con amada,/ amada en el Amado transformada!” (Noche, 5).
* Y puede darse el éxtasis: “El aire del almena,/ cuando yo sus cabellos esparcía,/ con su mano serena/ en mi cuello hería,/ y todos mis sentidos suspendía.” (Noche, 7)

Todo hombre está llamado a la felicidad, a la contemplación. San Juan de la Cruz nos invita, mostrándonos el camino.


REFERENCIAS:
Alonso, Dámaso (1948) La poesía de San Juan de la Cruz. Thesaurus. T. IV. Nº 3. Disponible en: https://cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/04/TH_04_003_032_0.pdf
Castellani, L. (1995) Psicología humana. Mendoza: Ed. Jauja.
Crisógono de Jesús, Fr. O. C. D. (1964) Biografía de San Juan de la Cruz, en: Vida y Obras de San Juan de la Cruz. Madrid: BAC.
Maritain, Jacques (1947) Prólogo. En: P. Bruno de Jésus Marie, San Juan de la Cruz. Buenos Aires: Desclée.
San Ignacio de Loyola (2010) Ejercicios Espirituales. San Rafael: EDIVE.
Platón (1970) Banquete.Madrid: Aguilar.
San Juan de la Cruz (2005) Obras completas. Ed. Crítica por Fr. Lucinio Ruano de la Iglesia. Madrid: BAC.
Santa Edith Stein (2006) La ciencia de la Cruz. Burgos: Monte Carmelo.
Sancho Fermín, Francisco Javier (s/f) La Ciencia de la Cruz de Edith Stein. Disponible en: http://www.teresianum.net/wp-content/uploads/2016/11/Ter_44_1993-2_323-352

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