Dra. Graciela Hernández de Lamas
UNIVERSIDAD FEDERAL DE RÍO GRANDE, RÍO GRANDE DO SUL, BRASIL, SEPTIEMBRE DE 2010
UNIVERSIDAD FEDERAL DE RÍO GRANDE, RÍO GRANDE DO SUL, BRASIL, SEPTIEMBRE DE 2010
DIOS Y LA EDUCACIÓN
FIN DEL EDUCAR: ¿PERSONALIZAR O DIVINIZAR?
Planteo de la cuestión
La ciencia
de la educación, como toda disciplina que se ocupa de las cosas del hombre, tropieza con este primer problema: el hombre
y su fin. De las soluciones que aquí se encuentren, dependen las posibles
argumentaciones restantes.
¿Cómo se
presenta el hombre en una primera experiencia, o en la (experiencia) mediada por
la literatura (poesía, mito, cuento), la religión, la ciencia, la filosofía o
la metafísica?
Es un lugar
común que el hombre se presenta como indigente, carenciado, casi desdoblado. En
realidad no sabe bien ni siquiera quién es, hace el mal que no quiere y no
puede hacer el bien que quiere[1].
Pero tiene una aspiración: un eros, un amor, un impulso óntico. Esta
fuerza es expresión en síntesis abigarrada del
ser mismo del hombre y de su esencial aspiración hacia el bien y la
belleza. En definitiva es la aspiración a la entelequia, que el hombre debe conseguir, y es también el
fundamento inmediato de la educabilidad
del hombre. Como quiera que se designe, esta fuerza es la que lo lleva a no quedarse
en ese estado tan incómodo de indigencia. Por el contrario, lo impulsa a emprender
un camino que se presenta como arduo y difícil.
El eros se
ve renovado y potenciado por la esperanza de ver algo que no se ha visto pero de lo que se tiene una sospecha,
por algún vestigio o pista. En ese
camino el hombre siempre necesita, y se le concede, un auxilio, alguien que lo
guía para llegar a la meta o cima tan ansiada. Ese alguien es un maestro, un
ángel, Atenea, Beatriz, Dios mismo como
principio exterior o interior.
Este camino
y proceso -que presento metafóricamente- trataré de mostrar que es el proceso
de la educación, visualizado como un peregrinaje cuya senda está incoada desde
el principio, pero que se va descubriendo de a poco, en el tiempo. Lleva al
peregrino a encontrarse con él mismo, a conocerse, a percatarse de sus
limitaciones, miserias y grandezas
insospechadas. Lo lleva a ser más y mejor de lo que ya era. Lo lleva a unificar
esas tendencias tan dispersas y dispersantes.
El camino es
de conocimiento y amor, de sabiduría y salvación, de personalización y divinización. En definitiva, de ser mejor en lo
más específico. En lo más elevado que se es. Lleva al hombre a ser más
persona, casi divina y al mismo tiempo, al encuentro con Dios.
Trataré de
desplegar a grandes rasgos todo este proceso a partir de los griegos, que
siempre son la matriz originaria. Si bien me valdré de la meditación platónica,
la ciencia a la que acudiré más es a la de Aristóteles, que es el autor de
nuestro seminario. Ejemplificaré rápidamente con el camino que describe de modo
prolijo San Agustín, ya que es paradigmático y sirve para leer a los grandes filósofos, a los grandes santos y a los grandes
y pequeños personajes de la literatura.
En los
griegos está también la semilla del proceso de conciencia, en la medida
en que Sócrates reivindica como momento especial de su filosofía el conócete a ti mismo. A poco de meditar
en este mandato nos persuadimos de que es un componente del fin de la
educación. Este conocerse no es ni originario ni fácil, dado el hecho de que la
primera intencionalidad del espíritu es hacia la realidad exterior y la opacidad del hombre para sí. Por ello
necesita de todo un camino catártico y de purificación que coincide con el de
la sabiduría. Culmina en la contemplación de lo más perfecto, Dios; con la
potencia más perfecta, el intelecto; mediante el hábito más perfecto, la
Sabiduría[2].
Esta cúspide exige – o supone- el dominio y cierta transparencia de sí.
En la
búsqueda consideraré:
1. El fin de la educación, que me llevará a
tratar, en vías de fundamentación, la
naturaleza humana, su imperfección y su posible perfeccionamiento.
2. El proceso en el que consiste la búsqueda de tal
perfección: el inicio, el camino y la llegada o culminación;
3. Lo específico
de este proceso, lo educativo del
mismo, ya que el hombre originariamente es incapaz de iniciar el camino que
ansía. Necesita de un guía o maestro que lo auxilie y acompañe y le ayude a
resolver el conflicto inicial que se le presenta y a encontrar el verdadero
sentido de su propia vida;
4. La contemplación y gozo como el fin del proceso. Poco
a poco aquel hombre que inicia el camino se ha ido transformando y, en la
presencia de la Perfección
de lo contemplado se hace transparente para sí, llega a conocer y gozar al
Absoluto y también a conocerse plenamente a sí mismo. Llega a un estado en el que el espíritu se ha
desplegado hasta su plenitud, llega a una cierta divinización.
1.
Fin
de la educación
Todo lo que hacemos lo hacemos por algo. Siempre el
hombre pretende algo cuando realiza una acción y más aún cuando se trata de un
proceso. Esto no necesita de ninguna prueba.
La educación,
como acción, ha de tener un fin. Éste indicará la ruta a seguir (Si no hay algo
que oriente no se puede siquiera emprender el camino).
Ahora bien,
al ser la educación un accidente del hombre, es evidente que debe tener
relación su fin con el de aquél. Para investigarlo hay que tener en cuenta que el fin de todo ente es la perfección de su
naturaleza. Es lo perfecto, lo todo hecho, terminado, en sentido
perfectivo, no limitativo. Designa lo
mismo que el concepto aristotélico de entelequia
como esencia acabada que se desarrolla dentro de la línea de su propio ser,
hasta su mayor perfección posible.
El fin del
hombre coincide entonces con la perfección de la naturaleza humana, por lo que en
ésta ha de buscarse el fin de la educación. Esta naturaleza es algo así como el
programa, el boceto originario, que ha de indagar y seguir el propio
educador.
¿En qué
consiste esta naturaleza humana y su fin?
La naturaleza humana, su imperfección y su
posibilidad de perfección
Si
consideramos la naturaleza del hombre, su esencia como fuente de operaciones
hacia fines perfectivos, vemos que lo que la distingue es su particular modo de ser espiritual. El hombre es un
espíritu encarnado, con una unidad substancial de cuerpo y alma.
Lo
definitorio en el hombre es el ser persona con una naturaleza espiritual que se
manifiesta en distintas propiedades reducibles a tres: su capacidad de
abstraer, el poder tener conciencia de
sí mismo y de sus actos, y la posibilidad de ser libre[3].
Estos tres tipos de actos: abstracción, conciencia y libertad, en que se
agrupan los propios del espíritu, son, en el hombre, manifestación progresiva
de su ser más específico. Pero no se dan plenamente en su estado inicial. Son
potencia; en lenguaje vigotskiano, serían zonas para desarrollar.
En efecto, el
hombre comienza su actuar con un conocimiento meramente sensible de lo exterior;
la abstracción será fruto de maduración
y aprendizaje. El conocimiento de sí, que es posterior al conocimiento de la
realidad exterior es muy borroso durante largo tiempo, su concreción constituye
trabajo para toda una vida. Y en cuanto a la libertad, el hombre en tanto no
educado, en tanto no se posee a sí mismo, es más liberable que libre. Esto constituye el fundamento de la
necesidad de la educación.
El hecho de
que el cuerpo y el alma formen una unidad no significa que tengan igual
jerarquía. Aristóteles dice que “el ser de cada hombre consiste en el intelecto
o en él principalmente”[4],
ya que es la “parte más señorial de sí mismo”, “su principio dominativo”, de
tal modo que constituye su verdadero ser. Por esto el contenido de la
perfección del hombre ha de buscarse en esta parte esencial[5].
La actividad propia de la inteligencia es la contemplación, que no tiene otro
fin fuera de sí “y contiene además como propio un placer que aumenta la
actividad”[6].
En esta actividad, que debe involucrar toda su vida, parece consistir la
felicidad perfecta del hombre.
Sólo se
puede dar esta actividad en él “en cuanto que hay en él algo divino”. Si la
inteligencia es algo divino con relación al hombre, la vida según la
inteligencia será también vida divina con relación a la vida humana, según
repite Aristóteles. Vida que se presenta en cierto modo como connatural al
hombre, pero requiere un esfuerzo grande para vivir según ella. Pero ya que es
posible sería indigno de un hombre libre no aspirar a ello[7].
Por esto, “debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo
para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun
cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder
y dignidad”[8].
Al ser este
principio o elemento intelectual el dominante y superior sería absurdo que el
hombre no escogiese la vida de sí mismo sino la de otro ser. Vemos que para
Aristóteles el escoger esa opción por aspirar a lo mejor de sí, es aspirar a
ser uno mismo, fiel a la verdadera esencia. Y es en esa fidelidad donde se
encuentra la felicidad, ya que “lo que es propio de cada uno por naturaleza es
lo mejor y lo más agradable para cada uno. Así, para el hombre, lo será la vida
conforme a la mente, si, en verdad, un hombre es primariamente su mente. Y esta
vida será también la más feliz”[9].
De tal modo que la infidelidad a la perfección es aspirar a ser otro. Es la
raíz del dualismo en el hombre y de su infelicidad.
La
contemplación, al ser la actividad de lo más alto, es la perfección natural del
hombre. Aristóteles insiste en que esa
perfección consiste en un cierto asemejarse a lo divino. “La actividad divina que sobrepasa a todas las
actividades en beatitud, será contemplativa, y, en consecuencia, la actividad
humana que está más íntimamente unida a esta actividad, será la más feliz”[10].
Llegamos así
a que la perfección del hombre, que es la actualización de su esencia, la
realización de su entelequia, consiste en la contemplación, que a su vez es el acto propio de Dios, por lo que
el hombre al practicarlo se diviniza en cierto sentido. Además la sabiduría que
implica la contemplación es portadora de autosuficiencia o independencia, una
cierta autarquía, cualidades propias de los dioses.
Esta
búsqueda y esta vida humana así consagrada, es la vida del filósofo, del que
busca la sabiduría. Pero es más perfecto llegar a ella que simplemente buscarla,
porque es el logro del objetivo propuesto. De ahí también que sea mayor el
deleite que hay en la consideración de la verdad conocida que el que existe en
buscarla[11]. Por lo tanto, el fin del
hombre ha de consistir en el acto de contemplación y gozo, que consiste, como
habíamos anunciado en la introducción, en el acto de la potencia más perfecta,
la inteligencia (arrastrando todas las demás potencias unificadamente); con el
hábito más perfecto, la sabiduría (y el amor consiguiente); del objeto más
perfecto, Dios.
A su vez,
este hombre que desenvuelve así su vida, en la búsqueda de la sabiduría y de lo
divino, ha de ser sin dudas, “el más amado de los dioses”[12]
ya que éstos reciben más contento de lo que es en el hombre lo mejor y lo más
próximo a ellos y además los han de recompensar de mejor manera.
Esta
participación divina en el mismo ser del hombre es el fundamento de una
participación en el operar.
Íntimamente
asociada a la naturaleza del hombre está el placer,
que es una cierta participación del gozo futuro y la educación deberá
considerarlo especialmente al tratar sobre la naturaleza del hombre y su
posibilidad de mejora.
2.
El
proceso
Para llegar
a la asimilación o a la conformidad entre el hombre y Dios se necesita un proceso de purificación y catarsis por parte
del hombre, ya que se trata de conformarse con un Bien que es Lo puro, Lo Sin
Mezcla. Y el hombre no lo es. Ése es el sentido del tiempo humano.
Hay una
distancia entre la postura inicial del hombre, en la que está entenebrecido y
no puede distinguir lo más evidente, hasta el estado de luz en que puede ver y
en que él se ha purificado. En el estado inicial también su amor es difuso y sin
horizontes. Así comienza un proceso temporal y de modificación espiritual
clásicamente metaforizado por un viaje. San Agustín dice: “conciudadanos míos
que peregrinan conmigo […] compañeros míos de camino en mi viaje terrenal”[13].
Y Platón, al terminar su República: “[...] marcharemos siempre
por el camino de arriba […] con ello estaremos en la amistad de nosotros mismos
y de los dioses, tanto durante nuestra permanencia aquí como después de haber
recogido los galardones de la justicia […]. Así seremos dichosos tanto en este
mundo como en el viaje milenario que acabamos de referir” [14].
Es el viaje
de Ulises-Eneas, del filósofo de la caverna platónica, de toda la literatura
ficcional y no ficcional[15].
Estos viajes explican míticamente el proceso[16].
Este camino
es también una paideia y un proceso
de conversión, de develamiento (aletheia)
en donde se va a manifestar la plena humanidad como la verdad más diáfana, ya
que sólo puede darse allí donde el hombre aspira a asemejarse a lo divino, es
decir, a la medida eterna, dice Jaeger[17].
El
conocimiento borroso del comienzo es suficiente para mover y progresa en el
alma, ya que ésta es afín a su objeto último, Dios[18].
El alma tiene un plexo de disposiciones, fruto de la naturaleza, el hábito y el
ejercicio, que le posibilitan la presentación de la idea del bien como una meta
natural de todas sus aspiraciones, capaz de moverla y de provocar su esfuerzo.
La representación de la perfección es la que mueve al hombre a trabajar sobre
sí para desechar lo que lo distancia y lograr aquello que intuye es una cierta connaturalidad
con el Objeto que lo voca, que lo
llama, y cuyo conocimiento pobre provoca ese amor, también pobre aún, que
funciona como motor.
Se requiere
una preparación para comenzar el camino. De hecho no todos lo emprenden. San
Agustín expresa la diferencia existente entre los hombres para hacerlo o no
diciendo que “las cosas les hablan lo mismo a todos los hombres; pero sólo las
entienden los que comparan el anuncio venido de afuera con la luz interior de
la verdad”[19].
Platón habla
de la necesidad de las Matemáticas para el inicio ya que el conocimiento de los
números favorece que la inteligencia se eleve[20].
La consideración de los números favorece la conversión al ser pues despierta,
purifica y estimula el pensar además de disponer positivamente para el estudio
de las otras ciencias[21].
Dispone para que los aspirantes tengan buena memoria, sean infatigables y
amantes de todo trabajo[22],
y tengan templanza, valor y nobleza de espíritu[23].
De esta manera alcanzarán “el conocimiento del ser en sí”, fin del camino. En
este estado podrán también discernir acerca de lo bueno y lo malo, lo justo e
injusto. Y
podrán disfrutar de lo que se debe, y odiar y dolerse de lo malo[24],
ya que todos los hombres escogen deliberadamente lo agradable y evitan lo
molesto, pero en el estado inicial no siempre coincide este placer y dolor con
lo que corresponde. Armonizar el propio
sentimiento con los hechos buenos y malos será tarea de la educación.
El proceso es
paidéico, de “a dos”; es educativo
Este camino y
purificación nunca es un camino en soledad sino que implica a otro, que puede
ser Dios mismo hablando en el fondo del alma, como el Maestro Interior de San
Agustín[25].
El que es indigente y falible necesita un auxilio. Por otra parte, el que
consigue traspasar el camino y lograr la meta de la sabiduría tiene la
necesidad de comunicar a otros lo que son realmente las cosas, como el filósofo
de la caverna. En el estado de plenitud siempre se da un impulso de procreación
y perpetuación de sí mismo en sus iguales[26].
La educación
es ese camino que se hace de a dos, uno auxiliando al otro para el logro de una
plenitud de aptitudes por la cual el
hombre puede llegar a conducirse a sí mismo de manera libre y recta hacia sus
fines, que abarcan desde su propia perfección hasta los bienes comunes
(familiar, político y total sobrenatural) que perfeccionan su naturaleza[27].
Es necesario
el camino educativo por la dualidad originaria y de pobreza a la que hemos
hecho referencia. Implica un curriculum de “ciencia y conversión” (de ciencia y
virtud). Se presentan interrogantes importantes: “Solo, ¿se puede lograr? Pero,
por otra parte, ¿puede un hombre educar a otro hombre; influir en él, en su
libertad? ¿Hasta dónde es educación y hasta dónde puede ser manipulación y
dominio ilegítimo del otro? ¿Cómo se conjuga el guiar en el camino para que el
otro sea dueño de sí? Y en caso de intervención, ¿qué características tendrá la
misma? Éste es en última instancia todo el problema de la comunicación entre
los dos “centros ónticos”, entre dos
personas, tema que excede este lugar.
Lo que sí
sucede es que desde la carencia, desde la potencia, no se puede iniciar el
proceso. Se necesita alguien en acto para mover, para hacer pasar de la
potencia al acto.
Ésta es la función
que ha asumido vivamente el político griego que, junto al poeta, es el maestro
por antonomasia que engendra el marco disposicional para que germine la
virtud y la ulterior chispa divina en
sus conciudadanos. Es la figura del maestro como tipo acabado de hombre. Este
tipo es en última instancia, el filósofo[28], es decir, el
hombre que llegó a ver la
Verdad , que llegó a tener con ella cierta connaturalidad.
Precisamente Santo Tomás define al Maestro como aquél que transmite la verdad
que ha contemplado. Y se da la paradoja de que se comienza en una dualidad
personal, y en contacto con otra persona, y se termina en el logro de una
fuerte unidad personal y en una auténtica unidad amical con el maestro.
Pero, ¿cómo
podrá el hombre ser dócil para recibir este auxilio, que no puede siquiera
conocer acabadamente ni el camino ni los obstáculos exteriores e interiores? No
hay ayuda externa que alcance.
Aquí
llegamos a que necesitará de fuerzas y virtudes para poder autoconducirse, las que
constituyen como una segunda naturaleza; hábitos que le permitan operar
fácilmente y con economía de esfuerzos hacia el bien y la verdad. Estos hábitos
son el camino y posibilitan el término. Son necesarios para constreñir las
posibilidades infinitas de error y ayudar al hombre a actuar eficazmente en el
camino hacia su fin.
Ahora
bien, ¿cómo comienza esta formación de hábitos?
En
primer lugar, hay que hablar de disposiciones. Platón, al hablar del eros[29]
como elemento positivo y negativo constituyente del hombre mismo, expresa en
lenguaje mítico lo que luego explicitará en otros contextos[30]
y Aristóteles va a formular con los conceptos precisos de acto y potencia. La
conjunción y simultaneidad de ambos componentes en el hombre como raíz de la
posibilidad de la educación la explica Santo Tomás en el De Magistro, como
potencia activa[31].
Sobre estas disposiciones se constituirá el plexo de hábitos operativos
perfectivos.
Nadie comienza este
trabajo, y habiéndolo empezado, nadie lo prosigue, si en él sólo hay penurias.
Quien guía, el maestro, ha de ser también un buen administrador de placeres, de
pequeños goces que amenicen el recorrido y preparen para el final. El maestro ha de ser el guía que enseñe a
amar lo bueno y evitar lo malo. Es toda una pedagogía del placer y del dolor.
Este camino
se puede ejemplificar, una vez más, con el que describe San Agustín en sus Confesiones[32],
en el que se pueden distinguir distintos momentos: uno inicial, de necesario
conflicto motivador, una búsqueda y un estado de plenitud.
3. La cumbre y plenitud: la contemplación
y la felicidad
En la cumbre
de todos los esfuerzos y hábitos que se van adquiriendo está, como lo hemos
reiterado desde el principio, la sabiduría, cima de la naturaleza humana. Es
meta ardua. El filósofo, como
prototipo de hombre, es su amante, el
eterno enamorado de algo que sabe no puede encontrar definitivamente, ya que
hallándolo, se le vuelve nuevamente inasible. En la medida en que se sabe se
sospecha todo lo que se ignora, por lo que el verdadero sabio vuelve a
admirarse con una admiración distinta de aquélla que lo movió a comenzar las
inquisiciones[33]. La dificultad no es obstáculo para seguir aspirando a ese
estado. Se entrevé que esa sabiduría es la que colma la naturaleza humana, que
culmina en una actividad, la contemplación. Supone la existencia, en acto
segundo, de alguien que contempla (sujeto) y la presencia en éste de lo contemplado
(objeto), que lo perfecciona por su propia perfección. Esa unión entre objeto y
sujeto se realiza en el acto mismo y genera una cierta identidad de naturaleza
entre ambos, en tanto el sujeto, más que asimilar al objeto es asimilado
formalmente por éste; el sujeto, en el acto se hace objeto.
En el acto
de contemplación y fruición simultáneas (de sujeto–objeto, hombre–Dios, sujeto–verdad),
tiene lugar una comunicación tal en la que se da una participación de lo divino
en lo humano, una conformidad necesaria,
en el sentido de participación de la misma forma. Aquí el objeto de contemplación que es Dios
comunica su forma al contemplador. Esto no es más que la relación que en
realidad existe en todo conocimiento y en todo acto de amor[34].
La particularidad aquí es que al ser el objeto Dios, diviniza al hombre.
Entonces este camino de ascenso espiritual culmina en la posesión permanente de
lo Uno, Bueno, Verdadero y Bello. El hombre mismo se unifica y convierte en
bello y bueno con lo que concluye lo que ya era en estado potencial. La
educación logra entonces el instalarse en lo mejor de la persona, que es lo que
de eterno hay en el hombre, y hacerlo triunfar en él.
Los
protagonistas, como hemos visto, son siempre educando y educador, el pedagogo
que conduce, el doctor que posee la doctrina y que enseña del rebalse de su contemplación, como traduce Castellani a Santo Tomás;
el magister, que hace ser más al
otro; el padre, que es el prototipo de quien dirige, rige y corrige en un
ambiente de amistad y amor[35].
En definitiva,
se trata de hacer coincidir la norma del amor al otro y la del amor a la
sabiduría y a toda forma de virtud, la norma del amado y la del amante[36].
Hacer coincidir el fin del agente y del paciente, nos dirá Santo Tomás, para que la verdadera educación se dé.
Siempre es
necesario ese auxilio cuyo cometido principal es despertar en el discípulo los
motivos fuertes para emprender el camino; velar para que no yerre; quitar y
desbrozar como el hortelano la tierra para que la maleza no ahogue los buenos
propósitos; ser una especie de apoyo o sostén; darle fuerzas cuando decae;
acompañarlo e interceder por él, como la Atenea
con Ulises.
Santo Tomás resume toda la
acción del maestro en el tratar de que el discípulo haga el mismo camino que
hizo el propio maestro o que haría quien logra por primera vez ciencia, arte o
virtud. En definitiva ese camino es un convertirse, mirar hacia dentro de sí
mismo, para ver, escuchar a la
Verdad , al Bien, a la Belleza.
La
contemplación así se convierte en estado, en un “detenerse ante el ser como sagrado”, “acción
cultual”[37], no ya ante el ser creado
que transparenta al Creador, sino ante Él mismo. Contemplación que es actividad
autosuficiente, que se la busca por sí misma, actividad propia de Dios mismo, y que no acabará jamás.
Aristóteles
refuerza esta idea de que en la contemplación está la perfección del hombre
como natural, que consiste en un cierto asemejarse a lo divino y allí está la
felicidad[38]. Ésta es coextensiva a la
contemplación, es una forma de contemplación.
Se ha
llegado así a una identificación y comunidad de sujeto–Objeto, cumbre del
conocimiento y amor, contemplación y fruición, comunidad entre el hombre y Dios.
El hombre así se diviniza, en cierto modo y medida, según las dimensiones de su
capacidad
personal.
4. Conclusión
La educación
puede ser vista, entonces, como un proceso que se inscribe en el
desenvolvimiento cualitativo de la vida humana. Se inicia por una necesidad que
experimenta el hombre al conocer tan opacamente a lo que lo rodea y a sí mismo.
El estado originario se caracteriza
por la indigencia y falibilidad para conocer lo que las cosas son, para tener
un conocimiento acabado de sí mismo y para ser realmente libre. Esto crea
incomodidad, angustia y ansiedad por alcanzar lo que se sospecha que va a
significar la felicidad. Algunos despiertan en sí el deseo de vencer esas
tinieblas, de ver más nítidamente. Otros son ayudados para ese despertar. Pero
el camino no se puede hacer solo. Siempre se necesita de un acompañante, guía,
que conozca el camino, conforte y ayude para que pueda ir disfrutando hasta de
los mismos obstáculos y vencimientos. El tiempo y todas las mutaciones se
presentan también como estorbos y limitaciones, ya que quien ansía la
felicidad, anhela que no se acabe, anhela la eternidad, la superación del
tiempo.
En este
camino, a medida que va clarificando su vista y ganando en precisión, el hombre se percata de que las cosas son
imágenes que funcionan como mojones y guías en el camino para llegar a Lo espejado. Esto motiva conflictos que
obligan a no cejar en la búsqueda, a caminar, y así se va el hombre
transformando, no sin luchas. Va ganando en
estabilidad y permanencia. Es “más persona”. Encuentra la felicidad
buscada y Al que la produce.
El maestro (padre,
escuela, Estado) trabajará para que el discípulo valore y emprenda este camino.
Se constituirá así más que en maestro en amigo, aquel que desea por sobre todo el
mayor bien para su amigo. ¿Qué mayor bien que Dios mismo?
Hemos
llegado así a nuestro punto de partida: siendo Dios el fin del hombre, la
educación no puede plantearse sin Él. Necesita de Él como de su fundamento. No
se puede hablar de educación sin hablar de Dios.
Bibliografía
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Madrid, Gredos, 1998 (3era. Reimpresión). Edición trilingüe de Valentín García
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RAMÍREZ, Santiago O. P.: La esencia de la caridad. Biblioteca de teólogos españoles, Madrid,
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SAN AGUSTÍN: Confesiones.
Madrid, BAC, 1974.
TOMÁS DE AQUINO: De
magistro, en Quaestiones disputatae I:
De veritati, Roma, Marieti, 1954.
[1] SAN PABLO, Romanos, cap. 7, vers. 15 – 16.
[3] Cfr.
LAMAS, F. A.: El hombre fundamento de la vida social, en Moenia XX, Buenos
Aires, Instituto de Estudios Tomistas, 1985.
[4]
ARISTÓTELES, Éth. Nic., Libro IX, 8,
1168 b 36
[5] Aquí cabe
aclarar que para un griego, lo mismo que para un Padre de la Iglesia , el contenido
significativo de la palabra razón es
mucho más rico que la palabra y el concepto que, vaciados por los
racionalismos, hemos heredado. Hoy el concepto de razón es algo aislable que
parece contraponerse a la fruitio. Y
no es así. Como veremos su actividad refleja al hombre en su integridad e
implica el gozo y la fiesta.
[6]
ARISTÓTELES, Éth. Nic , Libro X, 7,
1177b 20.
[7] Cfr. ARISTÓTELES, Metaph., I, 2, 983
a .
[8] ARISTÓTELES, Éth.. Nic. X, 7, 1178a 1 – 2.
[10] Idem., X, 8, 1178 b 21 – 24.
[11] In Ethicorum,
lib. X, lect 10, n
2092. Esto
que parece obvio es lo que hoy día se deja de lado en actitudes que centran y
terminan su cometido en un tentador aprender a aprender, búsqueda sin término,
tan inconcebibles dentro de un sano realismo. En este sentido San Pablo
denuncia también a quienes siempre están aprendiendo y nunca serán capaces de
llegar al conocimiento de la verdad, en la II carta a Timoteo, III, 7).
[12] ARISTÓTELES, Éth. Nic., Libro X, 8, 1179 a , 30.
[13] SAN AGUSTÍN, Confesiones, libro X, cap. IV, pág. 399.
[15] Desde el
Dante, el Quijote, San Ignacio y Santa Teresa, hasta Martín Fierro, Bilbo y
Frodo de Tolkien, los chicos de Narnia de Lewis, entre tantos otros.
[16] Muchas
veces se utiliza este tipo de narración, mítica y metafórica, para exponer de
manera concreta, vivaz, desplegada, una realidad compleja, rica e
inefable que sería difícil transmitirla de otro modo. Este formato lingüístico,
insinúa más bien la comprensión para que cada uno pueda captar lo significado
en la medida de sus posibilidades. Es un recurso dialéctico cuyo valor es
semejante al de los ejemplos, con sus correspondientes limitaciones.
[17] JAEGER, Paideia, pág. 688
[18] “¿No
es verdad que lo que todos desean y buscan es la vida feliz y que no existe
hombre alguno que no la desee? Pero, ¿en dónde la conocieron para desearla así?
¿En dónde la vieron y se encendieron de amor por ella? Porque nadie desea lo
que no conoce. Pero, ¿cómo supieron de ella? [...] el deseo mismo sería
imposible si de ningún modo tuvieran la noción de la beatitud”- San Agustín, Confesiones, Libro X, cap. XX.
[20] Cfr.
PLATÓN, La República , 525 c
[22] Cfr.
Ibidem 535 c
[23] Cfr.
Ibidem 536 a
[24]
ARISTÓTELES, Éth. Nic , X, 1, 1172 a 23.
[25] San
Agustín, Confesiones, X, II, pág. 394: “nada de bueno le digo a los
hombres que no me hayas dicho antes”.
[26] PLATÓN: El Banquete, 207, d: “la naturaleza mortal busca en lo posible existir siempre y
ser inmortal”
[27]
Paráfrasis de la definición de plenitud dinámica de Ruiz Sánchez en: Fundamentos y Fines de la Educación.
EDIVE, San Rafael, 2003.
[28] Aquí
la palabra filósofo no se refiere a quien estudia o enseña filosofía sino que
está tomado como prototipo humano, como fiel buscador de la verdad.
[29] Eros
es hijo de la riqueza, o de Dios, en cuanto es, y de la pobreza, o de los
hombres, en cuanto indigente. Por el aspecto positivo simplemente es, y es
impulso; y por lo negativo es por lo que necesita moverse en busca de lo que
aún no es.: “su indigencia de cosas buenas y bellas le hace desear esas mismas
cosas de que está falto”, dice Platón en El
Banquete, 202, d. Se encuentra en el término medio entre la sabiduría y la
ignorancia [ya que] ninguno de los dioses filosofa, […] ni filosofa todo aquel
que sea sabio. [Pero] a su vez los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse
sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni hombre, ni
bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así el que no
cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar. Platón, El Banquete, 203 e.
[30] “Si las disposiciones naturales no son
buenas, si han sido deterioradas […] en una palabra, quien no tiene ninguna
afinidad con el objeto no obtendrá la visión ni por su facilidad de espíritu,
ni por su memoria, porque ante todo en una naturaleza extraña (las virtudes) no
encontrarán de ningún modo la raíz. Así, si se trata de aquellos que no tienen
inclinación por la justicia y el bien no se armonizan con las virtudes –aunque
puedan estar bien dotados para aprender y retener, -o de aquellos que poseyendo
el parentesco de alma, sean reacios a la ciencia y desprovistos de memoria, -
ninguno de entre ellos aprenderá jamás sobre la virtud y el vicio toda la
verdad que es posible de conocer. Es necesario, en efecto, aprender al mismo
tiempo tanto lo falso como lo verdadero de la esencia de todo, al precio de
mucho trabajo y de tiempo, y […] así viene a lucir la luz de la sabiduría y de
la inteligencia con toda la intensidad que pueden soportar las fuerzas
humanas”, Carta VIII, a, b.
[31] Dice
que las formas educativas, es decir los hábitos morales preexisten como
“ciertas inclinaciones naturales, que son como incoaciones de las virtudes,
pero después, por el ejercicio de las obras, se dirigen a su debida consumación”.
Y lo mismo respecto de la adquisición de la ciencia,
ya que “preexisten en nosotros algo así como
semillas de las ciencias […] y cuando preexiste algo en potencia activa
completa, entonces el agente extrínseco no obra sino ayudando al agente intrínseco”.
De Veritate, q. 11, art. 1.
[32] a) el estado inicial: “... mi alma, enferma y ulcerosa, se
proyectaba miserablemente hacia fuera, ávida del halago de las cosas sensibles”
(Libro III, cap. 1). “Me convertí en un oscuro enigma para mí mismo. Le preguntaba
a mi alma ‘¿por qué estás triste y así mi conturbas?’ (ps.41) pero ella nada
tenía para responderme...” (Libro IV, cap. IV).
“soy para mí mismo una carga pesada” (Libro X, cap. XXVIII). “algo hay siempre en el hombre que ni su
propio espíritu conoce” (Libro X, cap. V).
b) el conflicto (la
dualidad): “Conturbado en el rostro y en el ánimo por aquella bravísima pelea
interior que en ese recinto tuyo que es mi corazón libraba yo con mi propia
alma, (exclamé): ¿por qué tenemos que aguantar todo esto?” (Libro VIII, cap.
VIII). “Me ponías frente a mí mismo para que viera mi fealdad [...]. Me
horrorizaba el verme así, pero no tenía manera de huir de mí mismo” (Libro
VIII, cap. VII). “[...] y yo me quedé
frente a mí mismo [...]. Y mi espíritu
se estremecía con turbulenta indignación porque no iba yo al compás de tu
voluntad cuando todos mis huesos clamaban por Ti con un clamor de alabanza, que
se levantaba hasta el cielo” (Libro VIII, cap. VIII). “[...] me volví a mí
mismo y me pregunté: y tú quién eres? Y contesté: soy un hombre, y tengo un
cuerpo que mira al exterior y un alma que está en mi interior” (Libro X, cap.
V). c) necesidad de la ayuda: “nadie
podía intervenir en la dura lucha en que andaba conmigo mismo, hasta que se
produjera un desenlace que Tú conocías, pero yo no” (Libro VIII, cap. VIII).
“Tú estabas delante de mí; pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía
encontrar. Cuánto menos a Ti!” (Libro V, capítulo III). “En dónde, Verdad Suma,
no has estado conmigo enseñándome de qué me debo precaver y qué es lo que debo
apetecer, cuando te manifestaba yo mis pensamientos más interiores y pedía tu
consejo?” (Libro X, cap. XL). “Y te escuchaba en tus enseñanzas y en tus
mandamientos...” (Libro X, cap. XL). “Pero, ¿qué soy, Dios mío, y cuál es mi
esencia?” (Libro X, cap. XVII). d) la búsqueda o el camino: “...
acongojado y febril en mi indigencia de verdad, yo te buscaba; pero no con mi
inteligencia racional que nos hace superiores a las bestias, sino según los
sentimientos de la carne [...]. Tal hembra me pudo seducir porque me encontró
fuera de mí mismo, habitando en el ámbito de mis ojos carnales.” (Libro III,
cap. VII). “Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te
amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera
te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre las hermosuras que Tú
creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo [...]. Gusté tu sabor y
por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto
me encendiste en tu paz” (Libro X, cap. XXVII). “Pasé luego a la sede del
espíritu, que puede recordarse a sí mismo y tiene, en consecuencia, asiento en
la memoria; pero allí tampoco estabas” (X, cap. XXV). “Mira cómo subiendo por
mi alma hacia ti, [...] con el anhelo de alcanzarte por donde te podemos
alcanzar.” (Libro X, cap. XVII). “Es por mi alma por donde podré subir hacia
Él [...] el caballo y el mulo no lo
pueden encontrar pues carecen de entendimiento” (Libro X, cap. VII). d) El encuentro y estado de plenitud
(provisorio) “Algunas veces, allá muy adentro de mí, me haces entrar en un
afecto de dulzura inusitada tal que si llega a su plenitud no entiendo cómo
podría llamarse vida lo que no es esa vida” (Libro X, cap. XL). “Lo cierto es
que habitas en mí, y que te recuerdo siempre, desde que te conocí; y en la
memoria te hallo cuando me acuerdo de ti”. ( Libro X, cap. XXV). “Me gozo lleno
de temor en los dones que me has dado y harto me duelo de no estar aún
consumado en la virtud; pero me anima la esperanza de que tu misericordia me
lleva hasta la paz plenaria que en ti van a tener mi hombre interior y mi
hombre exterior cuando la muerte sea
absorbida en la victoria” (Libro X, cap. XXX). “Encontré a mi Dios donde
encontré la verdad, pues mi Dios es la verdad; y una vez conocida no puedo
olvidarla” (Libro X, cap. XXIV). “Lo que sé, lo sé porque tú me lo iluminas; y
lo que de mí ignoro seguiré sin saberlo hasta que mis tinieblas se vuelvan como
el mediodía en tu presencia”. (Libro X, cap. VI).
[34] El P.
Ramírez, en La esencia de la Caridad comenta que la
unidad se da con unidad de composición para lo que “importa esencialmente tres
cosas: primera, pluralidad de cosas que han de ser unidas; segunda, movimiento,
esto es, acción o pasión, o también forma por la que se unen entre sí y,
consiguientemente, relación mutua de la
cosas unidas; tercera, la unidad misma o lo uno resultante con unidad de
composición”, pág. 358.
[35] “Amuchiguar (multiplicar) non se puede el
Pueblo en la tierra, solamente por facer fijos, si los que ouiren fecho, no los
supieren criar, e guardar que venga a acabamiento de ser omes... e por esto natura da a los padres amar a los fijos más
que otra cosa: A esta amistad los aduze a criarlos con gran piedad, ... para
que vengan a crianza cumplida, a ser omes acabados”. ALFONSO X, Ley 3, título 20
[37] BENDA, A.: Hacia una pedagogía de la contemplación, en Rev. CIAS, Buenos
Aires, noviembre 1996, año XLV, N· 458,
pág. 525.
[38] Los hombres participan de la bienaventuranza
“en la medida en que hay en ellos alguna semejanza con la actividad divina”.
ARISTÓTELES, Eth. Nic. X, 8, 1178 b,
27.
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