jueves, 17 de septiembre de 2015

Para el debate:¿Política & Filosofía?

Por Elián Morant

Alumno de la Carrera de Historia


“La inteligencia argentina tiene hoy una tarea y un deber sacros: PENSAR LA PATRIA”.[1]
Así dice por ahí el Padre Castellani, y nosotros lo decimos con él. Lo que pasa es que muchos somos los que escupimos las palabras del padre y pocos los que las comprenden. Trataremos de estar entre los segundos.
La inteligencia en la Argentina, en tiempos de Castellani y ahora mucho más, es una de las tantas  cosas importantes que se desprecian y se subestiman o se ignoran.
Alguno hasta acá pensará rápidamente: “Sí, es verdad... ¡qué los tiró a estos zurdos, como desprecian la Inteligencia!”. Sí señor, pero no sólo ellos. Mejor dicho, ellos son los que menos la desprecian (o al menos no son los únicos). Y sin más rodeos voy al tema. La inteligencia es arrinconada y postergada por la mayoría de los “nuestros”, de los católicos tanto de izquierda como de derecha; tanto “carismáticos” como “nacionalistas”, reaccionarios como pacifistas, y todos los –áticos, -arios e –istas que se nos ocurran.
Para unos la formación es algo totalmente ajeno y extraño. Al menos, no tiene que ver con la religión que profesan, no es importante, tampoco necesario, y hasta a veces es “peligroso” porque “alimenta el orgullo y la soberbia”. No hemos de juzgarlos, toda vez que los que han robado la sed de la Verdad en ellos son sus propios educadores. En su mayoría los pastores, los cuales corrieron la misma suerte en su tiempo, sufriendo una cadena que nos lleva a algún tiempo atrás.
Para los otros, la formación es entendida como una cierta cantidad de libros, un conjunto de autores, una cierta variedad de citas y fórmulas, almacenadas en un bolsito del que pueda echar mano a la hora de la militancia, o de la eventual visita de un mormón.
Lo cierto es que si queremos tomar la formación en el sentido profundo y verdadero de la palabra, no podemos concebirla ni de uno ni de otro modo. La única verdadera formación es filosófica, según enseñó J. B. Genta.  Y el único modo de pensar la Patria es filosofando. Pero ¡ojo! No se piense la filosofía como  un manual lleno de definiciones semejantes a las matemáticas, que se aprenden y de las que se pueden sacar cálculos filosófico-matemáticos, de mera hechura mental y sin sustento en la realidad contemplada.
Piénsese, más bien,  la filosofía como una sed de saber por saber, sin mezcla de ningún interés particular, sólo por saber, porque la Verdad merece ser buscada por sí misma, es lo que llamamos un fin. Formación filosófica como un amor a la sabiduría, como aquél que se sabe siempre ignorante cuando se para delante de la inmensidad de esa Verdad. Siempre indigente y deseoso de Ella como Penia, pero siempre enamorado y con el arrojo suficiente para ir por ella como Poros, en el mito de Platón, puesto en boca de Sócrates, sobre el nacimiento del Amor.
La Iglesia en la antigüedad daba gran importancia a los hombres que cultivaban la inteligencia. Porque sabía que la inteligencia es la potencia más alta del hombre, entre otras cosas porque según su etimología (intus- legere, del latín) significa “leer dentro”, es decir captar lo que no se ve, lo que no está a simple vista, lo universal, las esencias de las cosas, su significado, su armonía con el universo, el universo mismo, obra sinfónica del Creador. Es la potencia que nos permite conocer y luego amar, y la que en definitiva nos dará, si por misericordia de Dios llegamos a su presencia, la felicidad eterna, ya que Cristo nos dice: “La vida eterna consiste en que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” Jn 17, 3. El cielo, la eternidad, la visión beatífica es un conocimiento, lo cual muestra la dignidad propia de la Inteligencia.
Dicho esto, podemos constatar que aquella actitud de mera y  exclusiva utilización defensiva de la Verdad, como una herramienta para el apostolado, la militancia, la propaganda o como se quiera llamarle (hoy en día son utilizadas como sinónimos, aunque naturalmente no lo son) tiene algo de sacrílega, seguramente de un modo inconsciente. Ya que sabemos que Cristo es la Verdad, el Verbo Divino, declarado por Él mismo. Y rebajamos su dignidad a una herramienta para nuestros propios intereses. Debemos tener en cuenta que la Verdad, tanto como el Bien, es difusiva de sí misma. En otros términos, los antiguos entendían al hombre como un vaso que se va llenando de Bien, de Verdad y de Belleza, y sólo su propagación es auténtica cuando brota del vaso rebalsado. “El resto es vanidad de vanidades” decía Chesterton, queriendo decir que es una falacia. Y san Bernardo: “Todo lo que edifiques fuera de ti será como polvo que se lleva el viento”.
Así dadas las cosas, faltando una profunda formación, sufrimos un mal que nos hace correr en círculos idénticos y estériles, repitiendo siempre las mismas causas, cuyos efectos aunque no lo queramos serán los mismos siempre. Este mal es la improvisación, una de las hijas de la acedia, según santo Tomás de Aquino.  No sabemos, entonces improvisamos, hacemos lo que se nos ocurre, no obedecemos a una doctrina propia y ahí reside la cuestión: Adolecemos de doctrina propia, como denunció Castellani al nacionalismo de su tiempo (ganándose el desprecio de parte del mismo), una doctrina clara, férrea, verdadera, que haya brotado de la contemplación y de su aplicación a nuestra realidad concreta (lo cual requiere una gran inteligencia mezclada con prudencia política).
Un cuerpo doctrinal es eso justamente, un cuerpo; formado por la pura teoría que debemos a los contemplativos (los cuales escasean, y encima los despreciamos o ignoramos) y la voluntad práctica de aquellos que tienen talento y vocación políticos (los cuales hay, al parecer, muchos). Entonces la teoría, que vendría a ser la forma, informa a esa materia que es nuestra realidad concreta en la Patria y engendra una doctrina viva y solamente aplicable a esta realidad.
El día que el nacionalismo argentino, organizado y homogéneo, recobre una doctrina propia, necesariamente quedará jerarquizado de la siguiente manera: en primer lugar, los maestros o contemplativos, a los cuales hay que, primeramente reconocer, luego oír y obedecer,  respetar y cuidar; luego, un conjunto de dirigentes, que son aquéllos que teniendo gran inteligencia y a su vez vocación política, dedican  gran parte de su vida a formarse en política, historia, filosofía y teología, preparándose para el momento en que su experiencia, madurez y formación los hagan aptos para asumir su papel (lo cual pasa, en general –y siguiendo a Aristóteles-  después de los 30 años). Y por último, aquéllos que son los soldados, los cuales no tienen vocación de estudio ni de mando pero están llamados a obedecer y combatir. Ciertamente que a ninguno de ellos debe faltar la oración en la soledad de su cuarto. Si no, el vaso no se llena.
Queridos lectores, si nos cabe el zapato, sería bueno calzárnoslo, sabiendo que la intención del que escribe es que lo dicho sea para bien de todos y mal de ninguno; para abrir, llegado el caso, un debate sobre el tema (que los debates en amistad son necesarios entre los laicos).
Después de todo... es un manojo de reflexiones.






[1] Leonardo CASTELLANI, Las canciones de Militis (1973), Buenos Aires, Editorial DICTIO, 2da edición.

No hay comentarios:

Publicar un comentario