Por Elián Morant
Alumno de la Carrera de Historia
“La inteligencia
argentina tiene hoy una tarea y un deber sacros: PENSAR LA PATRIA”.[1]
Así dice por ahí el
Padre Castellani, y nosotros lo decimos con él. Lo que pasa es que muchos somos
los que escupimos las palabras del padre y pocos los que las comprenden.
Trataremos de estar entre los segundos.
La inteligencia en la
Argentina, en tiempos de Castellani y ahora mucho más, es una de las tantas cosas importantes que se desprecian y se
subestiman o se ignoran.
Alguno hasta acá
pensará rápidamente: “Sí, es verdad... ¡qué los tiró a estos zurdos, como
desprecian la Inteligencia!”. Sí señor, pero no sólo ellos. Mejor dicho, ellos
son los que menos la desprecian (o al menos no son los únicos). Y sin más
rodeos voy al tema. La inteligencia es arrinconada y postergada por la mayoría
de los “nuestros”, de los católicos tanto de izquierda como de derecha; tanto
“carismáticos” como “nacionalistas”, reaccionarios como pacifistas, y todos los
–áticos, -arios e –istas que se nos ocurran.
Para unos la formación
es algo totalmente ajeno y extraño. Al menos, no tiene que ver con la religión
que profesan, no es importante, tampoco necesario, y hasta a veces es
“peligroso” porque “alimenta el orgullo y la soberbia”. No hemos de juzgarlos,
toda vez que los que han robado la sed de la Verdad en ellos son sus propios
educadores. En su mayoría los pastores, los cuales corrieron la misma suerte en
su tiempo, sufriendo una cadena que nos lleva a algún tiempo atrás.
Para los otros, la
formación es entendida como una cierta cantidad de libros, un conjunto de
autores, una cierta variedad de citas y fórmulas, almacenadas en un bolsito del
que pueda echar mano a la hora de la militancia, o de la eventual visita de un
mormón.
Lo cierto es que si
queremos tomar la formación en el sentido profundo y verdadero de la palabra,
no podemos concebirla ni de uno ni de otro modo. La única verdadera formación
es filosófica, según enseñó J. B. Genta. Y el único modo de pensar la Patria es filosofando. Pero ¡ojo! No se piense la
filosofía como un manual lleno de
definiciones semejantes a las matemáticas, que se aprenden y de las que se
pueden sacar cálculos filosófico-matemáticos, de mera hechura mental y sin
sustento en la realidad contemplada.
Piénsese, más bien, la filosofía como una sed de saber por saber, sin mezcla de ningún interés particular, sólo por saber, porque la Verdad merece ser buscada por sí misma, es lo que llamamos un fin. Formación filosófica como un amor a la sabiduría, como aquél que se sabe siempre ignorante cuando se para delante de la inmensidad de esa Verdad. Siempre indigente y deseoso de Ella como Penia, pero siempre enamorado y con el arrojo suficiente para ir por ella como Poros, en el mito de Platón, puesto en boca de Sócrates, sobre el nacimiento del Amor.
Piénsese, más bien, la filosofía como una sed de saber por saber, sin mezcla de ningún interés particular, sólo por saber, porque la Verdad merece ser buscada por sí misma, es lo que llamamos un fin. Formación filosófica como un amor a la sabiduría, como aquél que se sabe siempre ignorante cuando se para delante de la inmensidad de esa Verdad. Siempre indigente y deseoso de Ella como Penia, pero siempre enamorado y con el arrojo suficiente para ir por ella como Poros, en el mito de Platón, puesto en boca de Sócrates, sobre el nacimiento del Amor.
La Iglesia en la
antigüedad daba gran importancia a los hombres que cultivaban la inteligencia.
Porque sabía que la inteligencia es la potencia más alta del hombre, entre
otras cosas porque según su etimología (intus- legere, del latín) significa
“leer dentro”, es decir captar lo que no se ve, lo que no está a simple vista,
lo universal, las esencias de las cosas, su significado, su armonía con el
universo, el universo mismo, obra sinfónica del Creador. Es la potencia que nos
permite conocer y luego amar, y la que en definitiva nos dará, si por
misericordia de Dios llegamos a su presencia, la felicidad eterna, ya que
Cristo nos dice: “La vida eterna consiste en que te conozcan a Ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo” Jn 17, 3. El cielo, la eternidad, la
visión beatífica es un conocimiento, lo cual muestra la dignidad propia de la
Inteligencia.
Dicho esto, podemos
constatar que aquella actitud de mera y
exclusiva utilización defensiva de la Verdad, como una herramienta para
el apostolado, la militancia, la propaganda o como se quiera llamarle (hoy en
día son utilizadas como sinónimos, aunque naturalmente no lo son) tiene algo de
sacrílega, seguramente de un modo inconsciente. Ya que sabemos que Cristo es la
Verdad, el Verbo Divino, declarado por Él mismo. Y rebajamos su dignidad a una
herramienta para nuestros propios intereses. Debemos tener en cuenta que la
Verdad, tanto como el Bien, es difusiva de sí misma. En otros términos, los
antiguos entendían al hombre como un vaso que se va llenando de Bien, de Verdad
y de Belleza, y sólo su propagación es auténtica cuando brota del vaso
rebalsado. “El resto es vanidad de vanidades” decía Chesterton, queriendo decir
que es una falacia. Y san Bernardo: “Todo lo que edifiques fuera de ti será
como polvo que se lleva el viento”.
Así dadas las cosas,
faltando una profunda formación, sufrimos
un mal que nos hace correr en círculos idénticos y estériles, repitiendo
siempre las mismas causas, cuyos efectos aunque no lo queramos serán los mismos
siempre. Este mal es la improvisación, una de las hijas de la acedia, según
santo Tomás de Aquino. No sabemos, entonces
improvisamos, hacemos lo que se nos ocurre, no obedecemos a una doctrina propia
y ahí reside la cuestión: Adolecemos de doctrina propia, como denunció
Castellani al nacionalismo de su tiempo (ganándose el desprecio de parte del
mismo), una doctrina clara, férrea, verdadera, que haya brotado de la
contemplación y de su aplicación a nuestra realidad concreta (lo cual requiere
una gran inteligencia mezclada con prudencia política).
Un cuerpo doctrinal es
eso justamente, un cuerpo; formado por la pura teoría que debemos a los
contemplativos (los cuales escasean, y encima los despreciamos o ignoramos) y
la voluntad práctica de aquellos que tienen talento y vocación políticos (los
cuales hay, al parecer, muchos). Entonces la teoría, que vendría a ser la
forma, informa a esa materia que es nuestra realidad concreta en la Patria y
engendra una doctrina viva y solamente aplicable a esta realidad.
El día que el
nacionalismo argentino, organizado y homogéneo, recobre una doctrina propia,
necesariamente quedará jerarquizado de la siguiente manera: en primer lugar,
los maestros o contemplativos, a los cuales hay que, primeramente reconocer,
luego oír y obedecer, respetar y cuidar;
luego, un conjunto de dirigentes, que son aquéllos que teniendo gran
inteligencia y a su vez vocación política, dedican gran parte de su vida a formarse en política, historia,
filosofía y teología, preparándose para el momento en que su experiencia,
madurez y formación los hagan aptos para asumir su papel (lo cual pasa, en
general –y siguiendo a Aristóteles-
después de los 30 años). Y por último, aquéllos que son los soldados,
los cuales no tienen vocación de estudio ni de mando pero están llamados a
obedecer y combatir. Ciertamente que a ninguno de ellos debe faltar la oración
en la soledad de su cuarto. Si no, el vaso no se llena.
Queridos lectores, si
nos cabe el zapato, sería bueno calzárnoslo, sabiendo que la intención del que escribe es
que lo dicho sea para bien de todos y mal de ninguno; para abrir, llegado el
caso, un debate sobre el tema (que los debates en amistad son necesarios entre
los laicos).
Después de todo... es un manojo de reflexiones.
Después de todo... es un manojo de reflexiones.
[1] Leonardo CASTELLANI, Las canciones de Militis (1973), Buenos
Aires, Editorial DICTIO, 2da edición.
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