Recuerdo haber leído con mucho provecho un capítulo de la Teología Dogmática de Schmaus, titulado “La Palabra humana, participación de la divina”. Sustancialmente el famoso teólogo alemán decía que siendo la realidad más alta el diálogo amoroso entre el Padre y el Hijo en el misterio de la Trinidad, un “resplandor divino” cae también sobre el diálogo humano y la palabra del hombre.
Así, el divino diálogo resuena en el mundo a través de la palabra humana. De esta manera el diálogo entre los hombres –el uso de la palabra y la comunicación– adquiere una indestructible dignidad. Dignidad que no viene de la tierra, añadía Schmaus, sino del cielo. Y cuanto más alta está una palabra humana en el rango de las palabras del hombre, tanto más resuena en ella la bienaventuranza de la palabra divina. Pensemos a las palabras “amor”, “Dios”, “verdad”, “corazón”, “luz”, “madre”, “padre”, “para siempre”, “amistad”, “fidelidad”. Y cualquiera de sus flexiones: “te amo”, “soy tuyo”, “tú eres para mí un hijo”, “madre mía”, “mi patria”, “confía en mí”… En todas hay una refulgencia de la divinidad.
Siendo un eco del diálogo intratrinitario, la palabra expresa y alimenta la unión entre los hombres. Signo del amor y causa del amor. “La palabra humana es palabra de amor cuando se pronuncia con sentido”. Resuena en el tiempo el diálogo eterno de amor. Y esto nos ayuda a entender que la palabra pueda producir felicidad. ¿Acaso no nos llena de gozo cuando nos dicen “te quiero”?
Pero… (y hay lógicamente un pero) por su libertad, el hombre puede deformar el sentido de la palabra. Esta puede introducir el caos, la rebelión, o simplemente carecer de sentido y ser vehículo de… vientos, vanidades. Cristo liberó la palabra, con su pasión y muerte, de todo egoísmo, vacuidad y violencia. Y por eso desde la Cruz su boca solo expresó perdón, seguridad del paraíso a quien humildemente se la pedía, amparo a una madre desolada, protección materna a los hijos que quedaban solos en el mundo, sed de amor, señorío de Dios y entrega del alma al Padre. Ni una palabra huera, ni un verbo infecto, ni una expresión ruin o menos mala.
La tergiversación de la palabra humana tiene, por eso, el sello inequívoco de la traición y de lo prostibulario. Lo dice Schmaus: “las palabras humanas del odio y de la mentira, tienen en la época cristiana el carácter de lo demoníaco”. “Son, sigue diciendo, los instrumentos por los que Satanás, portador de la mentira y de la violencia, hace avanzar su reinado”. El don de la palabra es usurpado por Satán para instaurar el reinado del infierno.
Tal es la palabra que siembra el odio, el rencor, la división; la que empuja a la venganza, a la traición, a la revancha. También las que deforman la verdad, las que transmiten falsedades (incluso si solo lo hacen en parte, porque una media verdad vale a veces más que dos mentiras). Otras no llegan a tanto; son las palabras “vacías”; las que están –siempre en el decir de Schmaus– “al servicio del vacío”, que “proceden del espíritu nihilista, ante el que no se abre más horizonte que la nada”. “Tales palabras proceden del aburrimiento”. Sí; del tedio y de la falta de pasión por la verdad, que suele ser siempre la otra cara de la tiñosa pasión por el propio ego, de la ambición de fama y gloria y aplauso mundano.
Las palabras que empujan al pecado, las que derraman sospechas y dudas sobre el amor y la amistad, las que se encuadran en esa forma de prostitución verbal que es el chisme, la murmuración, la maledicencia, la inexactitud, la calumnia y la difamación. Todas, variantes del meretricio de la palabra. San Pablo juzga como espíritu pagano –mundano, pues– entre otros, a dos tipos de prostituidores del lenguaje: los psithyristés y los katálalos (Rom 1,29), que traducimos como chismosos y murmuradores (“chismosos y detractores” según la Biblia de Jerusalén; “chismosos y calumniadores”, según Nacar-Colunga; “murmuradores y calumniadores” según Straubinger; “susurrones et detractores”, según la Vulgata). Ambas palabras describen, dice un célebre comentarista, a los de lengua viperina; pero con cierta diferencia. El katálalos es que el pregona sus maledicencias por todas partes, el que critica y esparce sus cuentos abiertamente. El psithyristés, en cambio, es el que lo hace al oído, llevándose a su interlocutor a un rincón para susurrarle una confidencia que destruye una persona. “Los dos son malos; pero el chismoso es el peor. Uno puede por lo menos defenderse de una acusación pública [público no quiere decir en las esquinas, sino ante un juez y con derecho a defensa; nota mía]; pero es impotente frente al cuchicheo confidencial que se deleita en destruir reputaciones” (Barclay). Todos estos hacen suya la cifra de la ley de la anticaridad, que reza, según san Pablo: “mordeos y devoraos mutuamente” (cf. Gal 5,15) [1]. Pero, ¡cuidado!: “los que murmuran perecen en manos del Exterminador” (1Co 10,10); es decir, del “padre” que se han elegido.
Los que prostituyen la palabra, se convierten, sin duda alguna, en los proxenetas del lenguaje, y trafican con la palabra.
Por eso la verdad, la caridad y el señorío en el uso de nuestro lenguaje, de nuestra palabra, de nuestra comunicación (el qué decimos, cuándo, cómo y a quién) “no es asunto profano; ni meramente ético, sino un proceso que irrumpe en una infinita profundidad y significa una enorme responsabilidad ante el misterioso acontecer que se realiza en el seno de Dios trinitario y en la divinidad y humanidad de Jesucristo”. “Al hablar entramos en el espacio de la eternidad”. Pero al prostituir la palabra –sea en la mentira, la herejía, en el chisme o en el decir insustancial– pecamos contra lo sagrado. ¡Cuidado con pensar que solo se adultera sobre una cama y con carne humana, olvidando que uno puede ser un amancebado con una mala pluma (hoy un teclado, un par de hojas o blog de internet)!
Quizá así se entienda mejor el peso enorme –que nos debería hacer temblar– de aquella advertencia de Cristo: “Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio” (Mt 12,36). Ese día que cada vez está más cerca.
En esta época de palabras fáciles, Dios nos libre de que las nuestras lo sean en el sentido en que el adjetivo se acomoda a ciertas mujeres.
Fuente: http://miguelfuentes.teologoresponde.org/2016/05/18/la-palabra-virginal-la-palabra-prostituida-p-miguel-angel-fuentes-ive/
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