jueves, 5 de enero de 2017

FORTALEZA (1 de 4)


  1. Fortaleza y carencia de miedo

Ser fuerte o valiente no es lo mismo que no tener miedo.
Por el contrario, la virtud de la fortaleza es cabalmente incompatible con un cierto género de ausencia de temor: la impavidez, que descansa en una estimación y valoración erróneas de lo real.
Pareja impavidez, o bien es ciega y sorda para la realidad del peligro, o bien es resultado de una perversión del amor.
Porque el temor y el amor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme; y si se trastorna el orden del amor, se pervierte asimismo el orden del temor.
Sin duda, el hombre que ha perdido la voluntad de vivir cesa de sentir miedo ante la muerte.
Pero la indiferencia que nace del hastío de la vida se encuentra a fabulosa distancia de la verdadera fortaleza, en la medida en que representa una inversión del orden natural.
La virtud de la fortaleza no ignora el orden natural de las cosas, al que reconoce y guarda.
El sujeto valeroso mantiene sus ojos bien abiertos y es consciente de que el daño a que se expone es un mal.
Sin falsear ni valorar con torcido criterio la realidad, deja que ésta le «sepa» tal como realmente es: por eso ni ama la muerte ni desprecia la vida.
En un cierto sentido, la fortaleza supone el miedo del hombre al mal; porque lo que mejor caracteriza a su esencia no es el no conocer el miedo, sino el no dejar que el miedo la fuerce al mal o le impida la realización del bien.
El que —aun haciéndolo por el bien— se arriesga a un peligro sin tener conciencia de su magnitud, o bien por dejarse llevar de un instintivo optimismo (con el consabido «no me pasará nada»), o bien porque se abandona a una confianza, no exenta de fundamento, en el vigor y la aptitud para el combate propios de su natural condición…, ese tal no posee todavía la virtud de la fortaleza.
La posibilidad de ser valiente, en el verdadero sentido de la palabra, no está dada más que cuando fallan todas esas certidumbres, reales o aparentes, es decir, cuando el hombre, abandonado a sus solas fuerzas naturales, siente miedo; y no, por cierto, cuando es trivial la ansiedad que se lo inspira, sino cuando el pavor que experimenta se funda en la inequívoca conciencia de que la efectiva disposición de las cosas no ofrece otra opción que la de sentir un razonable miedo.
El que en una situación de tan acondicionada gravedad, ante la que el miles gloriosus enmudece y el gesto heroico se torna paralítico, hace frente a lo espantoso sin consentir que se le impida la práctica del bien, y ello no por ambición ni por recelo de ser tachado de cobarde, sino, y sobre todo, por el amor del bien, o, lo que en última instancia viene a ser lo mismo, por el amor de Dios: ése y sólo ése es realmente valeroso.
Estas consideraciones no pretenden rebajar un punto el valor del optimismo natural o del vigor y la aptitud combativa igualmente naturales, como tampoco menoscabar la importancia vital de tales facultades ni el enorme interés que poseen para la ética.
Pero es importante que se tenga clara idea del lugar donde propiamente reside la esencia de la fortaleza como virtud; y este lugar se halla instalado allende las fronteras de lo vital.
Ante la perspectiva del martirio, el optimismo natural pierde todo sentido, y la natural facilidad para la pelea se encuentra literalmente atada de pies y manos; no obstante, el martirio es el acto propio y más alto de la fortaleza, y sólo en este caso de extrema gravedad accede la referida virtud a revelarnos su esencia, a la cual se adecúan por igual aquellos otros de sus actos cuya realización no requiere tan elevada dosis de heroísmo («ad rationem virtutis pertinet ut respiciat ultimum», tener fija la mirada en lo último es parte esencial de la virtud).
A este respecto conviene mencionar la relación existente entre la fortaleza como actitud ética y su calidad de virtud castrense.
Da que pensar una frase de Santo Tomás: «Quizá los menos valientes son los mejores soldados».
Por supuesto que hay que poner el acento en el «quizá».
De una parte, sin duda, parece que el luchador nato está hecho de audacia, arrojo y coraje.
De otra parte, sin embargo, la entrega de la propia vida en justa defensa de la comunidad es difícil que se dé allí donde no existe la virtud moral de la fortaleza.
La fortaleza no significa, por ende, la pura ausencia de temor.
Valiente es el que no deja que el miedo a los males perecederos y penúltimos le haga abandonar los bienes últimos y auténticos, inclinándose así ante lo que en definitiva e incondicionadamente hay que temer.
El temor de lo que en definitiva debe ser temido constituye, como «negativo» del amor de Dios, uno de los fundamentos sencillamente necesarios de la fortaleza (y de toda virtud en general): «el que teme a Dios de nada tiene miedo» (Eclesiástico, XXXIV, 16).



Fuente: Josef Pieper: Las virtudes fundamentales. Madrid: RIALP, ediciones varias.

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