lunes, 22 de junio de 2015


Vocación y libertad


La vocación en sus diversos niveles es un misterio que en toda su profundidad sólo conoce el Vocador, pero al ser el tema central de cada vida, nos pide una respuesta que no es sólo intelectual, sino sobre todo, consiste en nuestra actitud vital. Podemos distinguir la vocación:

  • ·         A la existencia.
  • ·         A ser feliz.
  • ·         A la santidad.
  • ·         A ser varón o mujer.
  • ·         A un estado de vida.
  • ·         A una actividad o profesión.
  • ·         A ejercer determinados actos.

La vocación a la existencia.
Nada ni nadie aparece en este mundo por propia voluntad. Otro lo trae a la existencia.
Los padres biológicos actúan como causa segunda, ya que no basta la voluntad humana para traer hombres a la vida. No comenzamos a vivir por azar, ni por casualidad, ni por un error, y ni siquiera por el deseo de una voluntad creada explícita y activa.
Para que ocurra la concepción natural de una persona juegan, por una parte, la libertad de los que serán sus padres, y por otra, la refinadísima inteligencia que rige los delicados procesos reproductivos y que selecciona de un modo admirable los elementos más aptos y convenientes.
Hoy se tiene la posibilidad de instrumentar técnicas diversas para obtener un embrión humano vivo; sin embargo sabemos que éstas son falibles y que su porcentaje de éxito es reducidísimo; lo cual nos habla de que no depende sólo del hombre que otro hombre venga al mundo.
La Escritura nos dice que hemos sido pensados por Dios desde la eternidad. Que si hoy existimos es porque Él desde la eternidad nos amó y quiso que fuéramos.
Es Él, el Creador, quien nos ha llamado a existir. Y su orden ha sido inexorablemente cumplida. Todo lo que existe, existe de una vez para siempre, y aunque algunos seres de algún modo vuelvan a la nada, nada ni nadie puede evitar que hayan existido.
En el caso del hombre, cuyo espíritu no puede caer en desintegración pues es simple, ni siquiera la rebeldía hecha suicidio logra evitar el hecho de la existencia.
Para quienes tenemos conciencia de existir, sólo cabe la gratitud que se eleva en alabanza por el regalo que constituye ser.
Cómo no agradecer el que se nos haya hecho saltar ese abismo que media entre la nada y el ser. Cómo no agradecer el darnos cuenta de que existimos. Cómo no hacerlo cuando es la posibilidad de todas las demás posibilidades.

La vocación a ser feliz.
Todos los hombres quieren ser felices.
Es indudablemente un problema saber en qué reside la felicidad, problema que ocupó y desveló a una multitud de filósofos y que hombres sencillos resuelven todos los días.
Aparentemente muchos de nuestros contemporáneos han renunciado a los planteos teóricos acerca de este tema. Es que el relativismo, por definición, impide buscar cualquier verdad total y definitiva. Pero ello no ha apagado el ansia de felicidad que todos tenemos, y ante la cerrazón que se cierne sobre la inteligencia, queda aún el corazón ciego y sediento, buscando a tientas el bien que ha de saciarlo. De algún modo, la cultura hedonista es un intento de acallar con snacks un hambre fundamental.
Los clásicos tuvieron otra actitud, más humilde y más rendida ante la verdad y la realidad.
Dice Aristóteles en la Gran Ética, que “si conseguimos la felicidad, no tenemos ya necesidad de ninguna otra cosa”, y es cierto, porque aunque buscamos muchos bienes, nunca quedamos enteramente satisfechos. Pero, ¿dónde hallar la perla preciosa, el bien que encierra todos los bienes de modo tal que ya estás totalmente colmado, y no deseas nada más, y sientes que todo lo que podías desear es tuyo en plenitud y para siempre?
¡Qué gran misterio el que encierra nuestro corazón, tan ávido de inmortalidad siendo mortal, tan sediento de infinitud siendo finito!
¿Existe acaso en la naturaleza alguna necesidad a la que no corresponda el objeto que la sacia?
¿Existe la posibilidad para el hombre de alcanzar ese objeto –o sujeto- que lo colme de modo definitivo, total y para siempre?

La vocación a la santidad.
Esas acuciantes preguntas quedan resueltas por el mismo que las inscribió en nuestras almas.
Bendito sea Dios,Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos consagrados
e irreprochables ante él por el amor. (Ef 1, 3-5)
San Pablo sintetiza en este magnífico texto todo el sentido de nuestra vida: cómo, por qué y para qué existimos.


La experiencia nos muestra que esta vida presente es efímera, que sus bienes son transitorios y que el dolor nos acompaña.
La fe, por su parte, nos enseña que se trata de caminar hacia la vida eterna, hacia la Jerusalén celeste donde “Dios mismo enjugará toda lágrima y la muerte no existirá más” (Ap 21, 4). ¡Qué hermosa y consoladora visión es la que nos ofrece la “visión de paz”!
Si creemos, si nuestra fe es viva, es a la vez sustancia de la esperanza, puesto que “otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse”[1], y podremos comprobar a cada paso cómo la fuerza de Dios suple nuestra limitación y miseria.
“La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz –en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”[2].
La gracia de la santidad en el amor está llamada a crecer y desarrollarse en nuestras almas: así como hay un crecimiento psicofísico de la vida natural, hay un desarrollo posible en la vida sobrenatural.
Pero esta vida, este crecimiento, a diferencia del natural, exige nuestro asentimiento, aceptación y voluntaria colaboración. Es decir, respeta y solicita la respuesta de nuestra libertad.
Los grados o edades de la perfección cristiana consisten en el desarrollo de la caridad. La meta es esa unión íntima y feliz con Dios, verdadero preludio del cielo, que sólo puede darse en el amor, porque Dios es Amor (1 Jn 4, 16). San Pablo nos explica esta doctrina diciéndonos: “Sobre todo, revestíos de caridad, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y “Si no tengo caridad, nada soy” (1 Cor 13, 2).
Por la caridad, que comprende todas las virtudes, somos templos del Espíritu Santo y la Trinidad inhabita en nosotros. Esta realidad es el verdadero preludio de lo que ha de ser el Cielo: la contemplación amante del Amor, la culminación de todas las expectativas, la saciedad de todos los deseos, esa plenitud que llamamos felicidad.

La vocación a ser varón o mujer.
El ser humano, corpóreo y espiritual, es naturalmente sexuado.
Se es varón o mujer desde la concepción, puesto que es en ese momento cuando queda determinado el sexo por el llamado “par sexual”. Virilidad y feminidad son cualidad entitativa que marca toda la persona, desde los cromosomas y el esqueleto hasta los modos de pensar y comportarse, si bien estos últimos reciben también improntas culturales.
No existen estadios intermedios, sino patologías de la integridad sexual de los individuos.
Ante la realidad de haber sido concebidos como un varón o una mujer, como ante la misma existencia, caben varias posibles respuestas, en las que interviene de distinto modo, la libertad.
Aquí cabe considerar el auténtico sentido de la libertad humana, que en tanto libre albedrío, nos permite hasta contrariar a la misma naturaleza. Puede hacernos capaces de contrariarla para realizar algo noble, para elevarnos, para buscar un bien superior aún a costa de otro inferior. Pero puede también hacernos capaces de contrariarla para cometer aberraciones que desdigan de nuestra humanidad. Esto es posible en todos los planos del ser humano, y queda en notable evidencia cuando se trata de la sexualidad.
El ser varón o mujer tiene que ver básicamente con la propagación de la especie, pero también con mucho más que eso. No son exclusivamente los órganos reproductores los que marcan la diferencia, pues ella está inscripta en todas las células del cuerpo, en la estructura ósea, en la organización mental y en la psicología propia de cada sexo.
Es claro que la paternidad y la maternidad constituyen sendos llamados a cada uno de los seres humanos, que requieren alguna respuesta. Cierto también que la maternidad o la paternidad no se agotan en el hecho biológico, sino que piden el espiritual. Y son propiamente padre o madre quienes cuidan, acogen, alimentan, protegen y educan. Más aún quienes dan a luz espiritualmente, por haber conducido a la verdad, al bien y a la belleza por el amor.
El mandato original “Llenad la tierra y sometedla” (Gén 1,28) lo reciben el varón y la mujer. Dice Juan Pablo II: “En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad”[3] . Hoy el problema del enfrentamiento entre los sexos -generado en el último siglo y medio- hay que enfocarlo desde dos líneas que se complementan y engarzan: políticas públicas, -comenzando por legislaciones- que amparen a la familia, y una educación integral de las personas, que las ayude a comprender y a hacerse responsables de sus roles sociales como continuadores de la especie y co-constructores del mundo.

La vocación a un estado de vida.
Es el llamado a la vida familiar, en el matrimonio, o a la vida consagrada. Una vida puede ser consagrada a Dios, con pura visión sobrenatural, o entregada a alguna misión entre los hombres que exija la renuncia al matrimonio.
El matrimonio existe principalmente para dar cobijo y atención a los hijos. También permite que el varón y la mujer encuentren su compañero, amigo, ayuda y complemento para llevar adelante su proyecto de vida.
La pareja así constituida queda naturalmente abierta a la fecundidad, que es también un profundo requerimiento en todo ser humano. Donde existe esa fecundidad, -que como queda dicho, no es sólo biológica- donde existe esa capacidad de acogida y protección mutua, hay familia.
La familia es a la vez condición de humanización del hombre y de la sociedad. Un hombre que no recibió el calor, el afecto y el cuidado de una familia queda habitualmente devastado y en ciertos casos, irrecuperable. Una sociedad que no protege a la familia generando su desintegración, se bestializa con fría inhumanidad.
La necesidad de que la pareja matrimonial sea única y estable tiene que ver, en un nivel personal, con las exigencias más elementales del amor. Pero en un nivel social, generacional, está solicitada por las responsabilidades contraídas con el hijo.

La vocación religiosa.
Así como todos hemos sido elegidos para
 existir, para ser santos y darle gloria a Dios, algunos son elegidos para seguir de un modo más perfecto y más cercano a Cristo, haciendo de sus vidas un testimonio de la esperanza en el Cielo y una oblación absoluta “como un holocausto por el cual se consagra totalmente a Dios la propia persona y sus bienes”[4].
La elección divina, el llamado, es la vocación. Todos hemos sido llamados a la vida. Todos somos llamados a la felicidad y bienaventuranza final. Algunos son llamados a ser consagrados, separados de algún modo del mundo para servir como faros en la ruta del cielo. Como cuenta el evangelio: “Jesús lo miró con amor y le dijo: Una cosa te queda: anda, vende todo lo que posees y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después vuelve, y sígueme, llevando la cruz.” (Mc 10, 21).
Esa mirada de amor tan especial es la vocación religiosa, que implica una gran renuncia en pos de la inefable riqueza que sólo la Fe puede ver y de la felicidad que sólo Dios puede dar.
Los tres votos que caracterizan la vida religiosa consagrada: pobreza, castidad y obediencia, no son un fin, sino signo y medio: liberan de la triple concupiscencia con que nos tienta el mundo (1 Jn 2, 16), y también de las buenas y dulces ataduras de los lazos familiares, de los bienes materiales y de la propia voluntad. El fin es el amor, un amor entero y total. Este amor sin fronteras, capaz de renunciar a lo más preciado de este mundo, se hace por ello testigo del venidero.
Por eso, como dice el Catecismo: “En la vida consagrada, los fieles de Cristo se proponen, bajo la moción del Espíritu Santo, seguir más de cerca de Cristo, entregarse a Dios, amado por encima de todo y, persiguiendo la perfección de la caridad en el servicio del Reino, significar y anunciar en la Iglesia la gloria del mundo futuro.”[5]

La vocación a una actividad o profesión.
Las circunstancias de la persona juegan en este plano un papel fundamental.
Por una parte se deben considerar las disposiciones naturales, los gustos profundos y las innatas inclinaciones. No todos tienen los mismos dones y facilidad para lo intelectual, lo artístico, lo manual, lo social, etc. Indudablemente son las características de inteligencia y personalidad un factor principal en el desarrollo de las actividades que desplegará en forma principal o como tarea, una persona a lo largo de su vida.
También tienen grandísimo peso las circunstancias de la cultura que le toca vivir, el nivel social y cultural de su familia y entorno. Si pensamos en Miguel Ángel o en Mozart, no podemos dejar de admitir que sus descomunales talentos encontraron en el ambiente, el lugar y el tiempo en que les tocó vivir, un caldo de cultivo óptimo para su genio extraordinario.
Indudablemente hay otro factor más, y muy importante también, a la hora de considerar cuál ha de ser la tarea de una vida. Ese factor es el plexo de valores que se constituye en el horizonte ideal de la persona, allí adonde ella tiende porque tiene un norte, porque conoce el sentido de su existencia.
El problema se presenta grave cuando tal escala de valores no es consciente, sino un reflejo de una cultura que no reconoce la verdad. Así observamos cómo en la actualidad, millones de personas inmersas en una cosmovisión inmanentista se mueven casi exclusivamente tras el rédito material, convirtiendo la tarea de su vida en producir para poder gastar pagando por los mismos productos producidos. Por ese camino se llega al contrasentido y la aberración de convertir a las mismas personas en objetos de producción, explotación y canje mercantil.
La actividad que se realiza cotidianamente no tiene poco que ver con la satisfacción intrínseca que debiera emanar naturalmente de ella, a pesar de los esfuerzos, por ser también una respuesta a un llamado profundo y misterioso, pues las circunstancias y los dones de los que hablábamos antes, son al par que verdaderos regalos, otros tantos desafíos que se nos entregan.

La vocación a ejercer determinados actos.
La historia nos conmueve a veces con las actitudes asumidas por ciertos personajes, lo mismo que con sus actos, a veces de tal tono de heroísmo o de genialidad que parecieran brotar de otra fuente, distinta del propio sujeto.
Es probable que cada uno de nosotros tenga la experiencia de haber recibido en un cierto momento una luz, una inspiración, una moción que le hizo hablar, escribir o actuar de un modo que resulta sorprendente para la misma persona, porque si bien se vivencian la autoría y pertenencia, al propio tiempo surgen la extrañeza y el reconocimiento de que han brotado como de algo superior a uno mismo.
Los griegos, reconociendo la realidad de tales vivencias, percibidas como procedentes de un mundo por encima del nuestro y de mentes más altas, llamaron Musas a las deidades inspiradoras de artistas y científicos.
Nosotros sabemos, por fe y por razón, que al menos tres voluntades confluyen en cada uno de los actos humanos, y no sólo en los extraordinarios, sino en todos los que hacemos concientemente: la de Dios, que nos atrae al bien con la fuerza de su gracia; la de los ángeles, que actúan esa gracia mediante inspiraciones y mociones; y la nuestra, que accede o resiste.
Dios nos atrae porque Él es el Sumo Bien. En un sentido puramente natural, actúa sin esperar nuestro consentimiento, y así se da en todo el mundo físico, guiado por las sabias leyes que lo rigen. Pero en el orden moral respeta nuestra decisión, porque el amor no atropella, sino que desea ser querido y aceptado por el otro. Es allí donde se juega cada día nuestra libertad.

La libertad personal.
Pero, ¿qué es entonces, la libertad?
Creemos responder diciendo que, para cada uno, ser libre es ser quien debes ser.
En la medida en que descubres, en tu vocación, tu verdadero rostro, ése soñado por el Creador antes de que el cielo y la tierra existieran; en la medida en que te haces fiel a ese camino de verdad y de bien, porque es de realización y perfeccionamiento, en esa medida te haces y eres libre.

León Bloy responde así a un sacerdote que le había escrito diciendo “No tengo alma de santo”:
“Pues bien, yo le contesto a ello con toda contundencia que yo sí tengo alma de santo; que mi casero, que es un abominable burgués, que mi panadero, que mi carnicero, mi tendero, que lo más probable es que sean unos granujas de tomo y lomo, todos tienen almas de santo, puesto que todos ellos, al igual que usted y yo, al igual que San Francisco y San Pablo, han sido llamados a la vida eterna y han sido redimidos por el mismo precio, magno pretio empti estis. No existe ningún ser humano que escape a esto, siendo todos, de hecho, santos, y el pecado o los pecados, incluso los más graves, son sólo circunstancias accesorias que en nada afectan a lo esencial. He aquí, en mi opinión, el punto de vista acertado. Cuando en un café me pongo a leer las estupideces de la prensa, miro a mi alrededor y veo a los concurrentes de aquel local y advierto sus insulsas diversiones, y escucho sus tonterías o sus blasfemias, me digo a mí mismo que me encuentro entre almas inmortales que no se dan cuenta de ello, almas que han sido creadas para la adoración eterna  de la Santísima Trinidad, y que, por consiguiente, son tan preciosas como los espíritus angélicos; en tales momentos no es raro que llegue a sollozar, no a impulsos de la compasión, sino por los dictados del amor, pues me asalta el pensamiento de que todas aquellas almas, por absoluta que sea su actual ceguera, y sean cuales fueren los ademanes aparentes de los cuerpos, han de ir, ineluctablemente, pese a todo, a Dios, que es su forzoso destino final. ¡Ah, si se supiera lo hermoso que es…! Existe una forma aparente de la humildad que se parece mucho a la ingratitud. Nos hizo santos Nuestro Señor Jesucristo ¡y aún nos atrevemos a creer o a decir que no somos santos!”

Este texto está citado por Pieter van der Meer de Walcheren, en “Todo es Amor”.
Me impresiona cómo Bloy trata la realidad esencial del ser humano, cómo nos está mirando a todos como si fuera con los ojos mismos de Cristo, que nos “compró” a todos nada menos que al alto precio de su Sangre; y también me impresiona cada vez más el hecho de que podemos negarnos a vivir esa realidad, podemos negarnos a ser lo que somos: ¡misterio de la libertad!

Hna. MGdeJerusalén- 2010
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[1] Benedicto XVI, Spe Salvi, N° 8.
[2] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, N° 39.
[3] Juan Pablo II: Carta del Papa a las mujeres. N° 8. 29/6/1995.
[4] Suma Teológica, q 186, a 7.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica,  916.

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