Para vernos redimidos
parece
no te bastara
hacerte
de nuestra raza:
asumiste
tu hermandad
que
no te quedaron penas
ni
amarguras sin probar.
Pasaste
tu cuarentena
en
un monte solitario,
todo
dureza y aristas
que
a la vista estremecía;
desierto
de suavidades,
sin
ternura o compañía,
todo
piedra, piedra fría,
sin
un verde que cobije,
sin
consuelos ni caricias;
días
con soles de fuego
y
largas noches sin luna,
con
sonidos fantasmales
atizando
las angustias.
También
las grandes ciudades
todas
cemento y aristas,
de
rostros desconocidos,
duros,
pétreos más que vivos,
bajo
los fuegos ardientes
del
poder y la codicia,
o
ateridos por el frío
de
todos los egoísmos,
son
una especie de monte
donde
el Maligno nos prueba
tentándonos
con las cosas,
para
hacer almas esclavas
que
debieran ser señoras.
En
estos nuevos desiertos
el
tentador se cobija,
prometiendo
con sus panes
satisfacciones
sensuales;
la
saciedad de la carne.
Nos
incita en la vidriera
de
la sociedad moderna
a
apropiarnos de sus lujos,
comodidad
y maneras.
Nos
lleva hasta la locura
de
negar al Creador,
renunciando
a la razón
por
la absurda fatuidad
de
no ser sus creaturas.
Oh,
Cristo, manso y humilde,
que
te hiciste vencedor
de
los engaños sutiles
y
los feroces ataques
del
diabólico agresor:
Tú,
solo Rey victorioso,
¡llévanos
sobre tus alas,
-alas
de virtud y gracia-
como
las águilas llevan
seguras
a sus nidadas!
Monasterio de la Cuarentena |
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