Romance de San Valentín
Por la
plebe y por las tropas
el gran Claudio es adorado;
a los godos ha vencido
con coraje inigualado.
Allá en
el Circo romano
de su capricho dependen,
-ante miles expectantes,-
suerte y vida, gloria o muerte.
No sólo
los gladiadores
compiten
sobre la arena:
también
niños, madres, viejos
han de enfrentarse a las fieras.
¡Extraña
cosa es que Roma
tan sabia para las leyes
consintiera la bajeza
de
divertir con la muerte!
Y más
extraño resulta
que siendo tan tolerantes
con deidades extranjeras,
sólo a Uno persiguiera...
De
luces, sombras, contrastes,
está la Historia tan llena,
que por
eso nos ilustra
sobre
lo que el hombre alberga.
Así fue
como llenaron
de
patricios y de esclavos
las
cárceles, por el crimen
de
sospecharse cristianos.
Mientras
esto sucedía,
Valentín
muy compasivo,
visitaba
las mazmorras
arriesgando
su destino.
Con
viandas y con cariño,
con
preces y con palabras,
mas del
todo con su ejemplo,
a los
presos confortaba.
Muchas
veces para ellos
los
Misterios celebraba,
y
comían aquel Cuerpo
los que
el dolor hermanaba.
A los
jóvenes amantes
que su
bendición pedían
con
alborozo de padre
en el
santo lazo unía.
Cuentan
que el Emperador
prohibió
estos casamientos,
pensando
que sus soldados
no
amarían el Imperio.
Una
pareja le pide
que por
piedad los casara,
pronto
vienen otra y otra,
a
concertarse por bodas.
A pesar
de su prudencia,
su
acción se hacía notar,
y el
César enfurecido
al fin
lo manda apresar.
Amenazas
de torturas
y hasta
feroces tormentos
contra
una roca se estrellan:
Valentín
no se doblega.
Siendo
joven, una niña
su ternura despertaba:
a la celda se la tiran
para
probar su templanza.
Están
sus carnes desnudas,
tiembla
de miedo y de frío,
tiembla
también de impotencia
sobre
el pavimento impío.
Él
pronto la reconoce,
se le
aproxima despacio,
y al
voltear ella su rostro,
ve que
han quemado sus ojos.
Recuerda
aquellos portentos,
recuerda
aquellos dos mares,
esos
dos cielos profundos
en una
cara de ángel.
Se
quita, trémulo, el manto
y con
suavidad la abriga,
mientras
las lágrimas surcan
sus
mejillas encendidas.
-No
tengas miedo ni sufras;
soy yo, Valentín, tu amigo;
para curar tus heridas
el
Señor nos ha reunido.
Y
mientras esto decía
a los ojos apagados
como en
unción los rozaba
con sus
dedos consagrados.
Entonces
ella da un grito,
cae de
rodillas e intenta
besar los pies de su amigo,
que la toma y la levanta.
-Si
ves, no es mérito mío;
yo soy como el acueducto
por
donde bajan las aguas
que
limpian, sacian, reparan.
Como un
relámpago el hecho
boca a boca se comenta,
y a la
mañana siguiente
habla la ciudad entera.
Tener
un santo en la cárcel
es política incorrecta,
por lo
que el César decide
hacer rodar su cabeza.
Por la
espada del verdugo
quiso acallarlo el tirano:
creyó
que tapar se puede
la luz
del sol con la mano.
Un
catorce de febrero
a
Valentín lo mataron,
mas su
recuerdo está vivo
para los enamorados.
E. I.
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