Por P. Gustavo Domenech
Muchas veces hemos visto a esos héroes de guión
de las películas de Holywood, arremetiendo contra el mal, hábiles en muchas
cosas, arriesgando la vida, ayudando a los débiles. Pero sabemos que son
actuaciones y nada más. Pero hoy la Iglesia proclama santo a un héroe real
y bien nuestro: el cura Brochero, que bien podría ser llevada a la pantalla
y superar a los pseudo-héroes modernos.
En estos días he leído un libro sobre su vida y
me he quedado impresionado al ver la mirada amplia y la capacidad de
trabajo que poseía. Así, recorriendo algunos de sus hechos más sobresalientes,
el cura Brochero era capaz de conducir a la ciudad de Córdoba, como el
general Aníbal, por las altas pampas de Achala, con sus peligros e
incomodos a lomo de mula y caballo, tandas de cientos de hombres rudos y
mujeres de casa, para que realizaran ejercicios espirituales; un predicador
y catequista simple y profundo como los grandes; que descollaba en el
género parabólico al estilo de Jesús: “Dios es como los piojos, está más
cerca de los pobres”; gran evangelizador que convirtió a aquellos rudos y
taimados habitantes en gente de una profunda delicadeza moral y espiritual;
gran civilizador, que llegó a construir con escasa ayuda del gobierno pero
con los brazos de la gente obras al estilo de un emperador romano, caminos,
acueductos, canales de riego, caminos, vías ferroviarias, que asombrarían a
cualquier estadista; un alma abierta a todos, empezando por los pecadores y
los más empedernidos, así, con su caridad paternal y su tenacidad
apostólica, logró convertir en almas tan mansas como corderos a hombres
peligrosos que hoy serían buscados por la Interpol, como el montonero
Santos Guayama, el “gaucho seco” y el “sapito”. A varios de ellos y sus
secuaces los hizo hacer ejercicios espirituales que dejaría sin palabras a
todos estos teorizadores de la inserción y de la lucha contra la
inseguridad.
Era consciente de que esos diablos se expulsan
solo con el ayuno y la oración, por eso no escatimaba darse azotes en su
espalda para unirse a la pasión del Señor, lo cual hoy movería al escándalo
farisaico de algunos de nuestros periodistas que no tienen ni la menor idea
de la ascesis cristiana.
Un día lo encontramos conversando con un rudo
gaucho y convenciéndolo de los misterios más altos y a la semana siguiente,
hablando con gente copetuda y fina como lo hacía con sus amigos, Juárez
Celman y Figueroa Alcorta, presidentes de la Nación.
Un hombre extraordinario, polifacético, que no
le “hacía asco a nada” como vulgarmente decimos de aquel que, si la caridad
lo exige, es capaz de arremangarse la sotana para cavar una zanja, levantar
una pared, cuidar los caballos, arrear animales y cortar leña para dar de
comer a los ejercitantes y hacer largas leguas para confesar a un
penitente.
Su pobreza evangélica y su amor a los pobres
era conocido a nivel nacional, como la de dar a los pobres todo el dinero
que tenía para el tranvía y hacer el recorrido a pie. Esta esta preferencia
por los pobres y postergados lo llevó a contraer la lepra, ya que Brochero
acostumbraba a visitar a un leproso abandonado que solo él visitaba y solía
tomar unos mates con él.
Todo esto pudo hacerlo gracias a la profunda
piedad y unión a Dios que había logrado por la oración y la Santa Misa. Si
bien llevó una tan intensa vida activa dio siempre el primer lugar a la
oración, como decía: “después de mis rezos, voy”.
Este es el tipo de hombres que nuestra patria
necesita: no se detuvo para quejarse de los males, sino que a pesar de
ello, y con todos los obstáculos que se le presentaban llevo adelante, por
su santidad, una obra evangelizadora y civilizadora inigualable.
Fuente: Boletín Parroquial Nº
214, Parroquia San Maximiliano Kolbe.
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