Si
alguien mereció el título de “padre” en este mundo, ése ha sido San José.
En
la sabiduría de las disposiciones eternas, fue el elegido para acompañar, proteger,
asistir, auxiliar y guiar nada menos que al mismo Hijo de Dios encarnado y a su
Madre santísima. Por eso se lo ha llamado con justicia: “la sombra del Padre”,
de Aquél de quien proviene como de su fuente y toma nombre toda paternidad.
Padeció
los trabajos y las angustias de muchos padres.
Lo
vemos en la penuria de buscar infructuosamente un albergue entre sus propios
parientes y conocidos, ante el parto inminente de la Virgen. Y cómo termina
acondicionando un refugio de bestias… Una vidente lo describe llorando a la
puerta de la gruta de Belén.
Supo,
como israelita culto y religioso, lo que las profecías predecían de ese Niño,
que era desde la Encarnación, el mismo Siervo Sufriente. Y de los labios y el
ejemplo de su propio y divino Hijo seguiría asimilando cada día la perfecta
conformidad con la Voluntad de Dios.
Así
y todo, debió ser para Él lo que debía ser: maestro y ejemplo de varón, que es
la función del padre.
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