Por Isabella Adinolfi
Para Simone Weil, rezar no significa
otra cosa que orientar a Dios toda la atención de la que el alma es capaz.
Estamos en 1940, Francia está
parcialmente ocupada por los nazis y la intelectual judía francesa Simone Weil,
tras muchas dudas deja París y, con sus padres, se traslada primero a Vichy,
luego a Toulouse y finalmente en septiembre a Marsella, donde espera que sea
más fácil embarcarse para unirse a los hombres de Francia Libre, el
movimiento de la resistencia organizado por Charles de Gaulle en Inglaterra. Su
plan se demostró muy pronto de difícil ejecución y, obligada a permanecer más
tiempo en la ciudad mediterránea, entabló nuevas relaciones culturales y de
amistad, recuperó viejas amistades y buscó trabajo como empleada agrícola. Esa
estancia forzada, aunque le impida realizar de inmediato su plan político, sin
embargo no es infructuosa. En Marsella, entre 1940 y 1941, la joven filósofa
vivirá uno de los periodos espiritualmente más fecundos de su vida.
De hecho, a este periodo se remonta,
además de la elaboración de los Cuadernos de
Marsella y de los escritos sobre la tradición griega que confluirán en La fuente griega e Intuiciones precristianas, la composición de algunos ensayos sobre el amor
de Dios que representan auténticas joyas de meditación cristiana. Dos,
entre estos, reflejan precisamente el significado de la oración: A propósito del Padrenuestro y Reflexiones sobre el buen uso de los
textos escolásticos como medio de cultivar el amor de Dios.
Antes de su llegada a Marsella,
Simone Weil nunca había rezado. Es cierto que ya había tenido en 1937 la
experiencia de Asís, donde por primera vez en su vida algo más fuerte que ella
la había obligado a arrodillarse mientras estaba en Santa María de los Ángeles,
en la capilla de la Porciúncula, y luego durante la Pascua de 1938, la de
Solesmes, el inesperado encuentro con Cristo, de tú a Tú, mientras recitaba la
poesía de George Herbert, Love (1633). Pero nunca antes de
entonces −confiesa a Joseph-Marie Perrin, el joven fraile dominico a quien conoció
en Marsella y con quien mantuvo un abundante intercambio epistolar− se le había
ocurrido rezar, en el sentido literal del término. Jamás había dirigido
palabras a Dios, nunca había rezado una oración litúrgica. Entonces, ¿qué había
pasado? ¿Qué la empujó a rezar?
Mientras trabajaba en la granja
agrícola de Gustave Thibon, el filósofo-campesino que la había
admitido por indicación de Perrin para enseñarle un poco de griego, Simone
pensó utilizar el texto del Padrenuestro. Y fue entonces cuando la
dulzura infinita de aquel texto griego la conquistó de tal modo que durante
algunos días no pudo dejar de rezarlo ininterrumpidamente y, cuando más tarde
comenzó a vendimiar, cada día, antes de iniciar el trabajo, rezaba el Padrenuestro en
griego, y a menudo lo repetía en el viñedo. Desde ese momento en adelante se
propuso rezarlo cada mañana con atención absoluta. «Si mientras lo rezo −confió
al padre dominico, del que acabó siendo buena amiga− mi atención divaga o se
adormece, aunque solo sea en medida infinitesimal, recomienzo de nuevo hasta
que no haya tenido por completo una atención absolutamente pura».
Es fácil intuir de esta cita, lo
importante que es el concepto de «atención» para comprender la concepción
weiliana de la oración. Porque rezar para la francesa pensadora judía no
significa otra cosa que orientar a Dios toda la atención de la que el alma es
capaz, como se lee en el bonito ensayo escrito para los estudiantes católicos
de Montpellier, Reflexión sobre
el buen uso de los estudios escolásticos como medio de cultivar el amor de Dios.
En ese sentido, la atención aplicada a los estudios escolásticos es una
preparación y una educación para esa atención más elevada e intensa que la
práctica de la oración requiere.
Y si para Weil la oración está hecha
de atención, si esa es la sustancia, entonces rezar maquinalmente, sin prestar
atención a las palabras pronunciadas mentalmente o en voz alta, significa no
rezar, o al menos no rezar de verdad. Así pues, ¿qué es la atención y cómo se
desarrolla? ¿Cómo nos volvemos atentos? ¿Cómo se educa en la atención y en la
concentración?
Para Simone Weil la atención no es un
acto de la voluntad ni un esfuerzo muscular. En su experiencia como profesora
se había dado cuenta de que cuando pedía a los alumnos que prestasen atención,
los veía arrugar la frente, contener la respiración, contraer los músculos,
pero si unos instantes después les preguntaba a qué habían prestado atención,
no eran capaces de responder. En realidad, no habían prestado atención,
simplemente habían contraído los músculos.
Sin embargo, la atención para Weil
tampoco es una cualidad innata o algo que suceda sin nuestro consentimiento:
presupone un trabajo, comporta un esfuerzo, quizá más grande que cualquier
otro, pero se trata de un esfuerzo negativo. Para mirar con atención un buen
cuadro, escuchar un fragmento musical y, con mayor razón, para rezar a Dios, es
necesario liberar la mente de preocupaciones, pensamientos, deseos personales,
hacer el vacío en uno mismo. La atención es espera y, como la espera, presupone
que se haya dejado aparte cualquier otra ocupación y cualquier otra meta, y se
esté todo dirigido a lo que pasa. Para prestar atención hacen falta, pues, el
trabajo y el esfuerzo con que la voluntad y el yo se quitan a sí mismos para
hacerse disponibles a acoger y dejarse colmar por otro. Como la espera, la
atención es una acción no agente, una actividad pasiva. Es el acto con que el
yo se desprende de sí y vuelve a sí mismo: «La atención −leemos en el ensayo
antes citado− es desprenderse de sí y volver a sí mismo, como se inspira y se
expira».
Pero si para conocer la verdad hace
falta prestar atención, para estar atentos hace falta desear la verdad. Solo un
deseo bien orientado nos hace capaces de atención en los estudios, solo un
auténtico amor por la verdad y por Dios nos hace capaces de recibirlos en la
reflexión y en la oración. Simone Weil, alumna del filósofo kantiano
Émile-Auguste Chartier (llamado Alain), está persuadida de que el deseo bien
orientado es aquel que desea la verdad únicamente por la verdad, el bien solo
por el bien. Cualquier otra motivación que intervenga en la atención con que
nos disponemos a la verdad y a Dios la degrada, la contamina y la debilita.
Un alumno que se aplique con empeño a
los estudios con el fin de sacar buenas notas en los exámenes, quizá hasta
logre sacarlas, pero nunca conocerá la pura verdad. Su deseo no es bastante
íntegro porque no está guiado por un pensamiento desinteresado, por esa
«probidad intelectual» que sola, purificándolo, lo habría dirigido a la verdad.
Del mismo modo, no se debe rezar a Dios, al Padrenuestro que está en los
cielos, para pedirle algo, aunque sea lo más noble y elevado que nuestra
voluntad mire como fin. Como dice la oración que Jesús nos enseñó, comentada
línea a línea por la filósofa en A
propósito del Padrenuestro, hay que rezar a Dios para que se haga su
voluntad, cualquiera que sea.
La oración implica, pues, para Simone
Weil, una disposición interior preventiva, una preparación al contacto con
Dios. La actitud desinteresada, que Simone Weil prefiere definir «impersonal»,
es la que dispone a la atención y abre al conocimiento de la verdad. Mejor, que
nos vuelve prontos para recibirla.
Siempre hay en Weil una radical
desconfianza al yo y a todo lo que concierne la esfera de lo personal, que
considera siempre infectada de egoísmo. Rezar, en definitiva, significa
entonces para ella sacar el propio deseo y el propio pensamiento de la jaula
del yo para orientarlos a Dios. Y el fin de la oración así concebida es el de
asimilarnos a Dios, ser perfectos como nuestro Padre celestial, amar el mundo
como él lo ama, de modo imparcial. Los versículos del Evangelio que Weil
repetidamente comenta en su obra y parece tener siempre presentes en su
reflexión religiosa son los que dicen: «que seáis hijos de vuestro Padre que
está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover
sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
Pero si en la oración nos volvemos
sus hijos, semejantes a él en el amor, en la imitación de la indiscriminada distribución
de la lluvia y de la luz del sol, dicha filiación y asimilación no son, sin
embargo, una conquista del hombre. Para Simone Weil es Dios quien nos eleva y
nos hace sus hijos. Así pues, si el deseo orientado a Dios es la única fuerza
capaz de elevar el alma, a ese deseo responde la acción de Dios que viene a
aferrar el alma y elevarla. «Él viene −anota la escritora− solo para los que le
piden que venga; para aquellos que se lo piden asiduamente, prolongadamente,
con ardor». E insiste: «Dios no puede eximirse de descender a ellos».
Dios, para Simone Weil, no es solo el
destino impersonal de los estoicos, ni la necesidad, aunque esa sea uno de sus
rostros, sino un Dios que ama, que escucha las plegarias sinceras de los
hombres, que espera a la puerta de su alma, dispuesto a entrar en cuanto se le
dé permiso.
Es el Dios amor del Evangelio, de los
místicos quien se hace presente a quien lo ama e invoca en la oración, pura y
desinteresada, como le pasó a Simone durante el rezo del Padrenuestro.
«A veces −cuenta a Perrin− ya las primeras palabras arrancan mi pensamiento de
mi cuerpo para transportarlo a un lugar fuera del espacio, donde no hay ni
perspectiva ni punto de vista. El espacio se abre. A la infinidad del espacio
ordinario de la percepción le sustituye una infinidad elevada a la segunda o a
la tercera potencia. Al mismo tiempo, esa infinidad de infinidades se llena de
parte a parte de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino
objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un sonido. Los ruidos,
si los hay, llegan a mí solo tras haber atravesado ese silencio. Y a veces,
durante esos rezos o en otros momentos, Cristo está presente en persona, pero
con una presencia infinitamente más real, más emotiva, más nítida y llena de
amor que la de la primera vez que me sucedió».
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